El arte de envejecer

Cuando era niño, creía que mis abuelos eran muy viejos. Y mi bisabuela, una Matusalén… Y posiblemente no llegaban ni a los sesenta. Nuestra mirada está condicionada también por la franja etaria. Y nuestra edad, por los ojos del otro. Por más que insista, algunos de mis sobrinos no logran llamarme por mi nombre. Lo de “tío” es inevitable.

Nos damos cuenta de que ya no somos jóvenes cuando empiezan a tratarnos de “señor” y “señora”. En la cultura dionisíaca que respiramos no es fácil asumir la vejez. Brasil ocupa el segundo lugar del mundo en cirugías plásticas de rejuvenecimiento, después de los Estados Unidos. Las mujeres son quienes más sufren. La cultura machista acepta al hombre barrigón, calvo, desgarbado. ¡Pero ay de la mujer si no es esbelta y no está libre de arrugas y bien vestida!

La vida puede dividirse en dos fases: la de la heladería y la de la farmacia. Aunque los niños sufran mil restricciones a su libertad, al menos pueden sumergirse en una montaña de azúcar sin que nadie les llame la atención. En la vejez, uno de los lugares que más frecuentamos es el consultorio médico. El cuerpo da señales de que la fase apolínea terminó. ¡Y a gastar en medicinas!

La senectud es, sobre todo, una tensión psicológica que nos obliga a sobredimensionar las posibilidades del cuerpo. Es obvio que no podemos volar solo con abrir los brazos para que se transformen en alas. Pero en la edad provecta guardamos la memoria de lo que ya no somos capaces y nos quedan los recuerdos, ya que se produce una progresiva disociación entre la mente y el cuerpo. La memoria, burbujeante, placentera, nos hace bailar por los infinitos salones de la imaginación sin que logremos, sin embargo, que se correspondan con ella las piernas y los pies. Envejecer es enlentecer ineluctablemente los pasos, salir de la celeridad de las calles hacia la sala de espera de la muerte, aunque convencidos de que no nos atenderán rápido.

No nos educan para encarar la vejez con sabiduría. En mis 22 años de pupitres escolares, ese nunca fue un tema. Era tabú. En esta sociedad de “campeones”, el viejo es casi un enfermo. El término mismo está sujeto a la censura y exige eufemismos: tercera edad, mejor edad, etc. Ay de quien diga: “¡Como has envejecido!” Es mejor escuchar: “¡Qué bien te ves!”, como quien oculta el subtexto: “Esperaba encontrarte en avanzado estado de decrepitud”.

Los síntomas de la vejez son sometidos a la clandestinidad hasta que se rompe la cuerda. Se tiñen los cabellos blancos, se aplica bótox a las arrugas, se esconde la edad. Porque la vejez es sinónimo de inactividad, aunque los hechos no lo confirmen. Es cada vez mayor el número de ancianos (mayores de 60 años) en plena actividad laboral. Ese es mi caso. Y eso a pesar de que muchas empresas han establecido un límite de edad para sus trabajadores. Jubilación forzada. Un error derivado del prejuicio de que la edad biológica coincide con la mental y la intelectual.

Fue después de tener 60 años que mi madre, Maria Stella Libanio Christo, se convirtió en autora de famosos libros de cocina. Cora Coralina empezó a publicar a los 75. Knut Hamsum, el Nobel de Literatura en 1920, escribió Por senderos que la maleza oculta (1949), una de sus obras más exitosas, a los 90. Víctor Hugo publicó Los miserables a los 60. Y J.R.R. Tolkien, el autor de la trilogía El señor de los anillos, a los 62.

El mundo envejece. En muchos países, los gobiernos son presas del pánico, porque el número de ancianos tiende a superar al de los jóvenes. Afortunadamente, en Brasil contamos con el Estatuto del Anciano. A pesar de eso, el sector de servicios insiste en ignorar la realidad. ¿Cuántos mostradores de atención al público (en organizaciones, tiendas, bancos) tienen sillas para los clientes? ¿Cómo puede tener acceso al baño el anciano cuando se encuentra en la calle? ¿Y en cuántos municipios los agentes de salud visitan las casas para acompañar a los más viejos?

Me gusta ser viejo, aunque lamente no tener la misma agilidad física de antes. Lo bueno de la vejez es no haber muerto joven. Y en vez de enfrentarla como la etapa final de la vida, mantengo la vista fija en mi pasado y gano autoestima. En la lápida de mi sepultura no constará el verso de Fernando Pessoa: “Fui lo que no soy”.

Nunca pretendí ser lo que no soy. Muy temprano me blindé contra las tres tentaciones sufridas por Jesús y todos nosotros: tener, placer y poder. “Nada es bastante para quien considera poco lo suficiente”, dijo Epicuro. Para mí, lo necesario es suficiente. No he acumulado bienes y, por tanto, jamás he perdido el tiempo y el sueño administrándolos.

Me llevo de la vida lo que traigo en mí. Y mis placeres tienen poco que ver con los cinco sentidos. Se derivan de la meditación, el oficio de escribir, las amistades. Y he cuidado de librarme de toda instancia de poder. Nunca me he afiliado a un partido político. En la Iglesia, opté por no ser sacerdote, lo que me impide ascender en la jerarquía.

Lo que más feliz me hace es hacer felices a los demás. Eso no significa que me considero mejor que ellos. Conozco bien mis pecados, defectos y errores. Pero, al menos, Dios me permitió abrazar lo que más nos libra del miedo a la muerte: un sentido para la existencia.