La República

Las Alianzas Público-Privadas, ¿cuándo sí y cuándo no?

AQUILES CALDERÓNSanto Domingo

A partir de la promulga­ción de la Ley 47-20 del 10 de fe­brero de 2020 se ha he­cho recurrente la remi­sión al instrumento de las alianzas público-privadas como el esquema prefe­rencial para el desarrollo de proyectos de inversión en obras de infraestruc­tura y servicios públicos; sin embargo, la referen­cia a esta noción ameri­ta ser precisada, pues no basta la sola coparticipa­ción del sector privado y el Estado para que un pro­yecto pueda ser calificado como una APP, ni tampoco esta estructura se encuentra indiscriminadamente justi­ficada para el desarrollo de cualquier tipo de empren­dimiento, dado que existen varios factores técnicos y materiales que condicionan su utilización.

Las alianzas con el sec­tor privado se promueven como una alternativa a las fórmulas tradicionales de contratación e inversión pública y como un instru­mento idóneo para la im­plementación de proyectos de infraestructura y de ges­tión de servicios colectivos que implican un alto grado de complejidad tecnológica e industrial o la disponibilidad de recursos y fuentes de fi­nanciamiento que desbordan la capacidad del presupuesto gubernamental, y cuya ejecu­ción requiere de un plazo de ejecución, o de maduración de la inversión, relativamen­te largo; con lo cual, además de que se amortigua la carga fiscal del Estado, también se contrarrestan la ancestral in­mediatez y la visión cortopla­cista con que se adoptan las políticas públicas en nuestros países. Ahora bien, cuando se trata de la ejecución de infra­estructuras o la prestación de servicios públicos que confor­me su naturaleza, costo y en­vergadura ordinariamente son asumidos por el Estado, deberán entonces mantener­se dentro del ámbito de res­ponsabilidad de la adminis­tración.

Desde los albores del de­sarrollo industrial se han en­sayado diversas fórmulas de integración del sector priva­do en la realización de inver­siones para la provisión de activos y servicios públicos; no obstante, la expansión de las alianzas público-privadas como un modelo sistema­tizado se inicia con el lanza­miento, en 1992, de la “Pri­vate Finance Initiative” (PFI) por parte del Gobierno britá­nico, habiéndose convertido en un referente mundial para cubrir las necesidades de re­novación de activos públicos y el fomento de mejores prác­ticas de gestión, mediante la incorporación de la experien­cia y la capacidad tecnológi­ca y gerencial del sector pri­vado.

En República Dominica­na, la conformación de Alian­zas Público-Privadas en­cuentra su base normativa fundamental en el artículo 50, numeral 3 de la Constitu­ción, el cual establece que “El Estado puede otorgar con­cesiones por el tiempo y la forma que determine la ley, cuando se trate de explota­ción de recursos naturales o de la prestación de servicios públicos, asegurando siem­pre la existencia de contra­prestaciones o contrapartidas adecuadas al interés público y al equilibro medioambien­tal.” Con la adopción de la figura de las APP se procura marcar distancia con respec­to al método tradicional de la concesión pura y simple. En el plano semántico y de la técnica jurídica, el término concesión nos remite a uno de los aspectos de la relación jurídica que se materializa en una Alianza Público-Privada consistente en el acto admi­nistrativo que se formaliza a través de un contrato y me­diante el cual se habilita a un particular para la ejecución de una obra de interés gene­ral o la gestión de un servicio público. La concesión cons­tituye pues, un componente intrínseco de toda APP, aun­que no la agota, toda vez que existen otros ingredientes técnicos, financieros, jurídi­cos y administrativos que for­man parte integral del proce­so de formación, ejecución y extinción de una APP, los cua­les están orientados funda­mentalmente a la determina­ción de la viabilidad y eficacia del proyecto y a la aplicación de los mecanismos apropia­dos para alcanzarlas. Estos elementos van más allá del simple traspaso de la gestión de un bien o servicio públi­co a favor de un empresario para que este lo asuma “a su propio riesgo y ventura” co­mo colaborador de la Admi­nistración.

Al mismo tiempo, el ins­trumento de las Alianzas Público-Privadas se empal­ma con la figura del fideico­miso a fin de aprovechar las características de este vehí­culo de propósito exclusivo, generador de un patrimonio autónomo, lo que permite entonces especializar deter­minados recursos para la ins­trumentalización de políticas públicas en asociación con el sector privado y de esta ma­nera facilitar la ejecución de obras consideradas priorita­rias para el Estado y la provi­sión de servicios colectivos de calidad, en un entorno com­petitivo y rentable.

No obstante, el solo he­cho de recurrir a la plata­forma de las Alianzas Públi­co-Privadas o a la figura del fideicomiso, como vehículo de administración, no garantizan la viabilidad ni el éxito de un determinado proyecto, lo que fundamentalmente depende­rá de la correcta estructuración de la operación. En todo caso, si bien los referentes positivos no deben conducir a una espe­cie de beatificación del esque­ma, los experimentos fallidos tampoco deberían servir para satanizarlo.

La experiencia acumu­lada demuestra que las alianzas público privadas enriquecen y justifican el tránsito de atribuciones y prerrogativas públicas a un agente privado, en la me­dida en que bajo este es­quema se establecen las condiciones objetivas, los elementos técnicos y las causales materiales que permitirían validar una de­cisión de esa naturaleza al exi­gir que el vínculo contractual se concretice en una relación de largo plazo, que genere va­lor por dinero, que contemple una acertada distribución de los riesgos entre ambas par­tes y que incluya un sistema de asignación de beneficios en que la rentabilidad esté supe­ditada a la calidad del desem­peño evidenciado en la gestión del proyecto.

*El autor es abogado, eco­nomista y especialista en ad­ministración de fideicomisos y app.

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