La República

Una aventura elegante

1) “El enigma de las arenas”. 2) Adlard Coles. 3) Libro de navegación

Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA

Soy, por desgracia o fortuna —permítan­me el guiño conra­diano—, uno de esos seres humanos para quienes el lugar más habita­ble se encuentra a diez millas de la costa más próxima. Ha­ce casi treinta años que nave­go, y durante la mayor parte de ese tiempo solo llevé a bor­do libros sobre el mar: biblio­teca flotante que me acompa­ña, leal siempre, repartida por varias zonas del velero: los de­rroteros y los libros de señales, faros y mareas, ordenados ba­jo la mesa de la camareta; en las estanterías sobre la entrada al motor, alineados, los libros técnicos e históricos, incluidos los derroteros de Tofiño, edi­tados en el siglo XVIII, que si­guen siendo asombrosamente útiles hoy. Además, el impres­cindible “Navegación con mal tiempo”, de Adlard Coles, su­brayado y lleno de notas, al­gún diccionario náutico y dos libros sobre los corsarios ale­manes en la Primera y Segun­da Guerra Mundial, a los que tengo especial cariño por con­tarse entre las lecturas favori­tas de mi padre.

El resto de esa biblioteca a bordo lo integran novelas y otros libros de ficción, repar­tidos durante las largas cam­pañas de navegación por los diferentes estantes de la ca­mareta. Por aquí han pasado novedades editoriales cuya lectura emprendía con ilu­sión y curiosidad; pero a me­dida que me hago mayor, me inclino más por los viejos co­nocidos, hermanos de la cos­ta que nunca son del todo viejos porque tienen la cua­lidad de amoldarse, renova­dos, frescos y sabios, a la mi­rada cada vez más fatigada de este su lector.

Un velero no siempre deja lu­gar para la lectura, pues la ma­yor parte del tiempo se ha de es­tar atento al mar y al viento, a la radio, a la maniobra; y duran­te la noche, durante las horas de guardia, a la tensa observación del tráfico de mercantes que, pese a que los modernos instru­mentos técnicos facilitan ahora más su vigilancia, pueden ve­nirte encima, a rumbo de coli­sión, en pocos minutos. Sin em­bargo, con frecuencia hay ratos de calma cuando la singladura regala una suave marejadilla, un horizonte despejado y quin­ce nudos de viento, y puedes ir tranquilo con todo el trapo arri­ba, o echas el ancla en un buen fondo de arena, donde treinta y cinco metros de cadena per­miten relajarse y leer, descan­sando de la propia aventura pa­ra adentrarse en la aventura de otros marinos que, por unas ho­ras, te relevan en la tarea cons­tante de medirte con el mar pa­ra defender la integridad de tu barco y tu tripulación.

Fue no hace mucho tiem­po, uno de esos días milagrosa­mente apacibles, sin viento y de mar tranquila, cuando volví a leer “El enigma de las arenas”. Y al abrirlo de nuevo, tras mu­chos años, me asaltaron inten­sos los recuerdos que siempre deja en un lector un libro singu­lar. Porque en esa novela extra­ña, original y prodigiosa, sólo el título ya sugiere mar y aventu­ra. Eso fue lo que, siendo muy joven, cuando cayó en mis ma­nos por primera vez, me sedu­jo por completo. Antes incluso de leerlo ya tenía en la cabeza, visualizado, un paisaje areno­so, un cielo gris y un velero fon­deado entre canales y bruma. Y es que a veces, o a menudo, un lector se acerca a un libro iman­tado por un título o una simple palabra que dispara la curiosi­dad. Que se adueña de ti antes de sumergirte en sus páginas.

Emprendí la lectura del Enig­ma de las arenas —cómo envi­dio a Erskine Childers ese títu­lo, dios mío— con la inocencia de un lector joven sediento de aventuras, a quien la palabra enigma en el título original (Riddle of the Sands), señala­ba un territorio náutico antes incluso de empezar a conocer­lo o a navegar por él físicamen­te; de manera que muchos años después, en mi novela La car­ta esférica, jugaría como autor a devolver aquel lejano favor, haciendo que un velero que na­vega con un hombre al timón y una mujer misteriosa, que se cruza fugazmente en la vida de Coy, el marino protagonista, llevase grabado en el espejo de popa ese nombre; una palabra para mí tan añejamente litera­ria y tan especial: Riddle. Enig­ma.

Ya desde aquella primera lec­tura acepté con entusiasmo el viaje que me proponía el mis­terio: dos amigos en un velero navegando a principios del si­glo Veinte entre las brumas del mar del Norte notando el frío, el vapor de la ropa húmeda, las lámparas de petróleo que ilu­minan y caldean las ropas mo­jadas, la presencia amenaza­dora de otros barcos, el riesgo de la navegación por los arena­les de las islas Frisias en un mo­mento políticamente complejo como fue la carrera armamen­tista entre Gran Bretaña y Ale­mania en pleno periodo eduar­diano, vísperas de la Primera Guerra Mundial.

Es “El enigma de las arenas” una formidable historia de mar, amor y guerra no empezada aún pero ya presentida, pues su autor barrunta el conflicto cer­cano como un nubarrón oscuro en el horizonte. Esa combina­ción literaria prendió con fuer­za en la viva imaginación del muchacho lector que yo era en­tonces, y que, años después, ya convertido en novelista, cuajó de algún modo en relatos pro­pios; tanto en La carta esférica y el libro de artículos Los bar­cos se pierden en tierra como en la novela El Italiano y alguna otra. Y es ahora, ya en tiempo de avanzada madurez, al regresar a esta novela asombrosa después de vivir guerras y amores, de leer y escribir aventuras y recorrer miles de millas a bordo de un velero, cuando advierto que El enigma de las arenas ha dejado de ser para mí un libro de aven­turas en el mar, en el más primi­tivo y juvenil sentido de la pala­bra, para convertirse en lo que podríamos llamar una aventura elegante donde la trama, pionera en el espionaje como género lite­rario —escrita en 1903, es con­siderada la primera gran novela de espías—, queda para mí en un segundo plano, eclipsada por los personajes protagonistas de di­cha aventura.

Tags relacionados