Covid: Los momentos de agonía

DOS AÑOS AL LADO DEL DOLOR Y LA MUERTE

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Doris PantaleónSanto Domingo, RD

Tienen dos años vivien­do de cerca el dolor, la angustia, la des­esperación, la deses­peranza con que el Covid-19 marca a quienes lo pa­decen

Durante ese tiempo, han visto la muerte muy de cerca y muchas ve­ces han tenido que tomar la mano del paciente para que su partida sea más humana; han llorado y secado sus lágrimas para seguir adelante; han cuestionado lo aprendido an­te la falta de respuestas; se han des­plomado física y emocionalmente y han tenido que vencer sus propios miedos al contagio.

Se trata de médicos y enferme­ras que han estado trabajando en el cuidado de pacientes con Covid-19 desde marzo de 2020, cuando el pá­nico era el factor común entre pa­cientes y profesionales de la salud. Unos laboran en el área de emer­gencia, otros en las unidades de ais­lamiento y otros en la parte más crí­tica, en las Unidades de Cuidados Intensivos.

Unos entraron al servicio por la necesidad de un empleo; otros eran médicos en formación y en esa eta­pa no se puede desobedecer una orden y otros cumpliendo con el llamado del deber en tiempos de emergencia sanitaria.

Recuerdos de espantos Hoy, cuando falta menos de una semana para el primero de mar­zo, fecha en que República Do­minicana cumple dos años bajo el impacto del virus del Covid-19 con el reporte del primer ca­so importado, y a poco más de dos semanas para el 11 de mar­zo, fecha en que la Organización Mundial de la Salud (OMS) hizo la declaratoria de pandemia, ser­vidores de la salud narran a Lis­tín Diario sus experiencias.

Cuentan, entre risas, cómo han cambiado las medidas de biose­guridad, sobre todo dejando atrás su vestimenta de “astronautas” que le provocaba calor y dermati­tis; hay tratamientos muy efecti­vos; hay vacunas y menos compli­caciones; el paciente no llega tan dependiente de oxígeno; hay protocolos clínicos que garanti­zan una mejor recuperación y la mortalidad se ha reducido drás­ticamente.

Recuerdan que, al inicio, los pacientes llegaban muy graves, y con la limitante de que los tra­tamientos recomendados no eran adecuados; no había un tratamiento claro, no había an­tivirales, había muchas com­plicaciones, muchos requerían intubación y los pacientes presen­taban muchas arritmias y muer­te súbita y el propio miedo a con­tagiarse y morir, complicaba aún más la labor.

Como especialista que mane­ja de cerca la agonía y desespe­ración de quienes llegan al mo­mento más crítico de su vida, el doctor Matos Polanco confiesa que en 30 años de ejercicio como intensivista nunca había vivido nada parecido al Covid-19, ha si­do lo más impactante.

Expresa que, al ser una enfer­medad tan desconocida, después de largas jornadas de trabajo, des­tinaba tres y cuatro horas a leer e investigar para entender su fisiopa­tología y cómo manejarla, lo que le permitió innovar en el uso de diu­réticos en los pacientes, con bue­nos resultados para evitar las intu­baciones.

Recuerda que el 19 de marzo de 2020 el hospital abrió la uni­dad de cuidados intensivos Co­vid, con 12 camas, pero la de­manda era tal, que rápidamente se elevó a 24. “Ha sido un trabajo muy intenso. Te puedo decir que aquí ha habido lágrimas, condi­ciones de ansiedad, de angustia, algunos al inicio venían a traba­jar y se exclamaban en llanto, mucho temor de llevar la enfer­medad a su casa”, agregó.

Relató que fue ahí cuando por primera vez aprendió a usar el agua caliente para bañarse, por­que luego de salir de área Covid usaba agua tan caliente que me afectó la piel, y lo mismo hacía al llegar a su casa.

Define entre los momentos más difíciles, el tener que decir hasta aquí llegamos, luego de luchar por salvar un paciente. Recuer­da el caso de una pareja de espo­sos muy ancianos que estaban res­guardados en su casa, un hijo les llevó el Covid, y ambos murieron.

En torno a las medidas de bioseguridad, recuerda que al inicio parecían astronautas con vestimentas de pijama ver­de, bata, traje de bioseguridad blanco completo, lentes espe­ciales, mascarilla de N95, una máscara facial adicional, dos o tres juegos de guantes, con cambios de paciente a pacien­te (lo cual se mantiene). Aho­ra, con vacunas y entendiendo mejor la enfermedad, se usa una bata completa, mascarilla KN95, y él sigue usando más­cara facial, pero dejó de usar el agua caliente para bañarse.

“Entre una ola y otra restauramos las fuerzas” El doctor Claudio Al­burquerque es mé­dico internista de 32 años y actualmente pertenece a la Uni­dad de Covid-19 del Hospital Francisco Moscoso Puello. Em­pezó su contacto con el virus des­de abril de 2020, cuando cursa­ba el último año de formación de su especialidad en el hospital Fé­lix María Goico y en la unidad de la Clínica Vista del Jardín, donde también laboraba.

En ese momento había mu­cha incertidumbre, mucho mie­do, “tú veías personal cayendo a tu alrededor, compañeros infec­tados, familiares de compañe­ros falleciendo; fue muy inquie­tante porque no se sabía quién iba a ser el siguiente en conta­giarse y si iba a tener impacto en tu familia”.

Explica que al igual que hicie­ron otros médicos, optó por ais­larse de la familia. “Había mo­mentos en que uno no quería entrar a la casa porque no sabía si se había contagiado con la ex­posición a pacientes muy graves que teníamos en ese momento”.

Explica que, aunque en medi­cina interna se manejan pacien­tes en diversas condiciones de salud, fue con el Covid-19 cuan­do sintió el impacto de muchos casos complicados juntos.

Desde entonces narra que mu­chas cosas han cambiado, que, aunque siguen los protocolos de bioseguridad, ya hay más conoci­mientos, por lo que la vestimen­ta no es tan invasiva, “antes había que tener un traje, sobre otro tra­je, incluso hubo compañeros que cayeron como consecuencia de golpe de calor y provocaba mu­cha dermatitis por el sudor acu­mulado y las largas horas de tra­bajo”.

Cada ola o pico de la pande­mia ha sido muy extenuante. “Al final de cada ola, uno siempre termina fatigado y destrozado, pero la suerte, son bendiciones, que ha habido un intervalo en­tre olas que ha permitido que el personal pueda reposar y recu­perar sus fuerzas. Eso ayuda a uno a restaurar las fuerzas para la ola siguiente”, manifestó.

Ve que la vacunación ha ayu­dado mucho, además de las nuevas medicaciones. El doctor Alburquerque llegó a la unidad del Moscoso Puello en mayo de 2021 en plena tercera ola de la pandemia.

Cuando llegó al hospital la incidencia del Covid-19 estaba muy alta y el trabajo era agota­dor por el volumen de pacien­tes que requerían atención. “El día completo lo pasábamos tra­bajando, a veces eran las cinco de la mañana y todavía yo es­taba llenando los récords de pacientes, era algo agotador”.

Recuerda que, en ese mo­mento de tanto temor, estaba en su casa y la llamaron para preguntarle si quería trabajar en la unidad de Covid del hos­pital, a lo que respondió que sí. No se ha infectado del virus, pero ha tenido temor y se cui­da, sobre todo pensando en la protección de su nieto que vive en su casa.

Entre sus cuidados está cam­biar el traje que usa para medi­car e higienizar a los pacien­tes, y se quita el uniforme antes de salir, lo amarra bien y lo coloca en un área aparte en la casa. Antes de entrar se quitaba los zapatos, se echa­ba alcohol y se iba derecho al baño.

Entre tantos casos aten­didos, Mercedes, no pien­sa dos veces para narrar el caso del paciente que más le afectó: “un señor mayor, que me hizo llorar, porque vi su desesperación cuan­do estaba a punto de morir. Él se paró y corrí a subirle la cama y estaban acá co­mo tres o cuatro hijos varo­nes de ese señor y también hembras, que amaban a su padre y cuando se le dio la noticia de su muerte, los escuchaba llorar diciendo que era su héroe y no pude contener mis lágrimas, por­que yo también siempre he tenido a mi padre como un héroe”.

Al principio esos trajes eran agobiantes, ahora se pone una bata, pero por el temor, inicialmente ella se protegía más de la cuenta.

El llamado que hace es a cuidarse, no entrar en con­fianza y ponerse su masca­rilla, porque todavía hay Co­vid, el virus no se ha ido.

“Esta enfermedad vino a poner al desnudo quiénes somos realmente” Indira Jiménez está a cargo de la unidad de Covid-19 del hospital Francisco Moscoso Pue­llo desde noviembre de 2020. Ha sentido muy de cerca la angustia de ver morir pacien­tes por falta de aire y también llegó a sentir depresión ante la impotencia de no poder ayu­darlos.

Empezó a trabajar con pa­cientes desde que surgieron los primeros casos respirato­rios asociados al virus, en mar­zo de 2020, cuando el Mos­coso Puello no tenía unidad de aislamiento, sino un servi­cio de triage respiratorio, y los que ameritaban ingresos de­bían ser referidos al Hospital Militar Ramón de Lara, el úni­co habilitado en ese momento para el ingreso de pacientes.

En ese momento, recuerda, la cantidad de pacientes que llegaba allí era inmensa “y nos tocó ver pacientes fallecer lle­gando a la unidad o en una ca­milla sin ni siquiera dar tiem­po para el traslado”.

Jiménez define esos prime­ros días de la pandemia en el país como traumáticos.

Esa unidad de Covid-19 se formó el 17 de julio de 2020 y en ese momento nadie que­ría trabajar allí. Confiesa que la situación económica y la ne­cesidad de trabajar, la hicieron aceptar la oferta. Empezó con otros 10 médicos que acepta­ron el reto, pero muchos no aguantaron y se fueron.

“Nos vimos en un punto en que no sabíamos nada, me cuestionaba, yo estudié esto, pero ahora veo que no sé na­da, y la impotencia de no poder ayudar hace que uno tire la toa­lla, incluso hubo un momento en que yo quise irme también, porque me dije no puedo durar 24 horas viendo esto”, explicó.

Se ha contagiado en tres ocasiones y entre las enseñan­zas que le deja el Covid-19 es que esta enfermedad “vino a poner al desnudo quiénes so­mos y que todavía hay mucho que aprender, que la salud es algo impredecible y que debe­mos siempre mantener la par­te humana”.

Recuerda un caso de un pa­ciente de 23 años, “que creía­mos que iba a salir y que todo estaba bien y de repente hizo una eventualidad brusca, él pedía que no lo dejaran morir, era hijo de padres diligentes, que le esperaban afuera”.

Dice que durante los dos años de la incidencia del virus, todo pacien­te que llega a los servicios de emer­gencias médicas se convierte en sos­pechoso de tener el virus.

Confiesa que ha sentido agota­miento emocional y físico en el tra­yecto, al igual como ha ocurrido con todo el personal que trabaja con la enfermedad, pero que lo que más le quiebra el ánimo es ver morir adul­tos mayores que fueron contagiados dentro de sus casas por jóvenes que de forma irresponsable han desoído los llamados de cuidados y siguieron su vida de fiestas.

Recuerda que la primera paciente que vio en la emergencia fue una se­ñora de alrededor de 70 años que lle­gó en condiciones críticas.

Duró más de un año sin ver a su madre porque tenía miedo infectarla, porque además mucho personal de salud caía infectado.

“Yo pensé que el mundo iba a cam­biar después de esto, porque vi a mu­chas personas perder mucha gente querida, pero la gente sigue igual, con cierto egoísmo. Cuando llegan a la emergencia siguen pensando que de­ben ser atendidos de primero”, dijo.

Naranjo ha tenido Covid-19 dos veces. Lamenta que en la actualidad la población perdió el respeto y el miedo al Covid-19.

Dice que el Covid-19 trajo cambios en la atención que se brinda en los servicios de emergencia, porque aho­ra hay mayor protección, al pacien­te se le debe atender de forma muy aislada uno de otro, distancia que el mismo paciente exige.

Entiende que luego de ver el im­pacto de la enfermedad, la población debería vivir de forma más conserva­dora y apreciar un poco más la vida, porque “es difícil trabajar duro con pacientes graves y salir a las calles y ver adolescentes compartiendo de forma irresponsable”.