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Reminiscencias

Recordar es un derecho y un deber

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Lo tiene nada de entretenimiento recordar cómo se pudieron perder tantas vidas valiosas en medio de discordias que vistas en retrospectiva no tuvieron razón de ser.

En mis últimas reminiscencias con viejo pesar he rememorado acontecimientos y actores de los mismos que fueran víctimas de enconos e incomprensiones fatales; que al consignarse éstos para el registro histórico, todavía permanecen errores en su explicación que deben ser reajustados; no para nuevos reproches ni separaciones, sino más bien como amargas lecciones de lo que han significado nuestras desavenencias como leucemia de la desesperada unidad que necesitamos.

Tomé tres fechas: 16 y 18 de enero del año ´62 y 19 de noviembre del ´61. El Parque Independencia ensangrentado y una Base Aérea militar sublevada. Cité el gesto de paz desconocido del abrazo entre Rafael Bonelly y Huberto Bogaert, la mañana del 18, después de la trágica explosión provocada el 16 por las impaciencias ambiciosas de un quehacer político socavando la transición ordenada, precipitando apremios de expulsión deshonrosa de un hombre clave; que tenía que ser expulsado, porque si se mantenía la paz ciudadana pactada, los méritos serían de él; que no podía despedirse con su peligrosa elocuencia y regresar mansamente a su hogar. Lo lograron, con el asilo político desesperado en Nunciatura.

Para ejecutar ese plan se concibió La Marcha de las Antorchas, en la noche del 16, de gran escala, para incendiar el camino por donde tenía que salir aquel Satán de Balaguer.

Se previó la reacción violenta del aviador que fuera héroe, sólo por horas, para las enardecidas fuerzas patrióticas mutadas a la política y convertirlo en advenedizo villano desde que su levantamiento sirvió como puntal de apoyo “al Gobierno Constitucional fementido del Satán sucesor de la tiranía.”

En todas esas vicisitudes, ardiendo como una hoguera, no se quiso respetar la forma ni el tiempo para desmontar una “tiranía sin ejemplo”, que ya había descrito el prócer sabio que fuera Juan Bosch, víctima a su vez de rencores y enconos peores.

A las nuevas generaciones hay que prevenirlas de cosas que se debieron evitar, para que no sigan repitiéndose como licio nacional el venenoso y agrietante papel de las intrigas separadoras de las mejores voluntades, que ofrendaran, incluso, sus vidas en las trampas por ellas promovidas.

No busco remenear altares de santos establecidos, también soy devoto; aclaro sobre otros méritos que no deben maltratarse por olvido. Se cometieron errores al inadvertir que los dividían desde una política malsana y los hombres de armas no pudieron ser cimientos fuertes y perdurables de una democracia verdadera turbados por acontecimientos ideados en odiosos laborantismos. Se desconocieron dos políticos sabios, Joaquín Balaguer y Juan Bosch, en sus ámbitos respectivos. ¿Cómo hubiese sido el Cambio, de haberse producido el milagro de una unidad segura?

Debo recordar mi posición en la reunión memorable de Juan Dolio al explicarle a José Francisco Peña Gómez por qué lo ideal en el ´65 no era la reposición pura y simple de la Constitución, como la habíamos pretendido en octubre del ´63, con Kennedy vivo y muriendo sin reconocer el Facto.

Porque era previsible la división de las Fuerzas Armadas y con ello la Guerra Civil, seguida de intervención militar extranjera. Además, sostuve la conveniencia de una Junta Cívico Militar, presidida por oficiales jóvenes, como Rafael Fernández Domínguez y Miguel Hernando Ramírez. No se me oyó y ya sabemos cuánto vino.

Así pues, por lo menos, tengo derecho a revelar como reminiscencia cosas que viví inútilmente. El derecho a evocar a un General, Rodríguez Reyes, que profetizara las fatalidades, totalmente olvidado, a no ser porque, luego, caería mientras mediaba por la paz y el orden, autodesarmado, como un mártir en Palma Sola. Creo no pecar por recordar cosas, que no merecen silenciarse. Son los entretelones de la abnegación anónima los que demandan ese homenaje debido. Y no deben inquietarse quienes enarbolan los merecidos nichos de los suyos; hace daño el egoísmo de llegar a entender que no caben más hombres de mérito; que todo ha sido contado; excepto los errores precedentes. Algo grave, porque, en última instancia, lo que cuenta es el pueblo, no sólo para sus heroicidades pasadas, sino por sus azares letales por venir; así que es a ese pueblo que hay que prevenir para que se extirpen los yerros de las desavenencias y no se debilite su suerte.

Hoy, más que nunca, hay que cumplir la exigencia del juez penal al tomar el juramento en juicio: “¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?” Sólo entonces iríamos bien, cuando eso se alcanzare; que nadie tema, pues, que incito a demoler valores; al contrario, propongo fortalecer los bien establecidos, sin reprocharlos, aunque se señalen las razones que impidieron que todo se cumpliera según sus profundos y vitales ideales. Muchas veces ofrendando sus valiosas vidas en el empeño.

Debo recordar el día que Juan Bosch conoció a los “Hermanos Echavarría”: hizo una corta explicación acerca de la democracia y, de repente, se volvió hacia Pedro Santiago, y dijo: “Ustedes deben defenderla, porque no están en la historia pegados con alfileres. Tienen a Santiago Rodríguez como tronco.”

Cuando vi a Chaguito salvar la paz la noche del 18 de enero, pensé en la admonición de don Juan. Él murió siendo su admirador silente, no sin antes intentar reponerlo treinta días después de su derrocamiento. Mucho me consta recordarlo.

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