Enfoque
El fecundo mestizaje colonial
Desde los albores de la conquista, la corona española propició las uniones entre españoles e indios, dando origen al crisol racial y cultural de nuestro mestizaje. Las instrucciones del 29 de marzo de 1503, dadas por los Reyes Católicos al gobernador Nicolás de Ovando, establecieron que: “algunos cristianos se casen con algunas mujeres indias, e las mujeres cristianas con algunos indios”. Autorizándose así, dentro del marco jurídico de la época, la integración indo-hispana que a partir de entonces se verificaría en el Nuevo Mundo.
Varios años después, mediante la real cédula del 14 de enero de 1514, la corona se pronunció de nuevo en favor de los matrimonios étnicamente mixtos: “Es nuestra voluntad, que los Indios e Indias tengan, como deben, entera libertad para casarse con quien quisieren, así con Indios, como con naturales de nuestros Reynos, o Españoles, nacidos en las Indias, y que en esto no se les ponga impedimento”.
Estas y otras tantas disposiciones reales autorizaron de forma abierta y sin restricciones los enlaces conyugales entre ambas razas. Con ello se pretendía acabar, por razones morales o religiosas, con el frecuente amancebamiento de los colonos con las indígenas. A tal efecto, regularizar esas uniones, a través del vínculo del matrimonio, se convirtió en una constante preocupación de las autoridades civiles y eclesiásticas.
Los primeros colonos tuvieron que afrontar serias dificultades para proveerse de alimentos y adaptarse al nuevo hábitat antillano. De ahí que las indias, al conocer el entorno ecológico, les aportaban múltiples servicios domésticos, contribuyendo a la sobrevivencia de aquellos en suelo americano. Por otra parte, la ausencia de mujeres españolas en los primeros tiempos de la colonización, indujo a los conquistadores a establecer relaciones con las mujeres nativas, ya fueran formales o no. Además, en el caso de las hijas de los caciques o indias principales, el consorte adquiría una posición de influencia, aportándole ventajas económicas al ejercer un mayor dominio sobre los indios naborias que trabajaban a su servicio.
Fray Bartolomé de las Casas da cuenta de las frecuentes uniones entre españoles e indias durante los inicios de la colonia, resaltando el caso de más de 60 vecinos de la villa de Vera Paz que se habían desposado con indias de gran belleza, procedentes del cacicazgo de Jaragua, entre los que se encontraba Hernando de Guevara, a quien la cacica Anacaona le entregó en matrimonio a su hija Higuemota.
La prole mestiza El impacto de la conquista diezmó considerablemente a la población autóctona, pero la sangre india se perpetuó en el mestizo. Tal fue el caso de La Española, donde a juzgar por el capitán Francisco de Barrionuevo, quien a su regreso de la Sierra del Bahoruco, tras la pacificación del cacique Enriquillo en 1533, le comunicó al emperador Carlos V lo siguiente: “Aquí hai muchos Mestizos hijos de Españoles e Indios, que generalmente nacen en estancias despobladas”.
Esto explica que, a más de quinientos años de la desintegración de la sociedad aborigen, los dominicanos, después de 17 generaciones, conserven por vía matrilineal un 4% de ancestros precolombinos, según muestras de ADN mitocondrial, alcanzándose mayores porcentajes en algunas regiones del país, como Jánico en la Sierra, San Miguel en El Seibo, San Francisco de Macorís y El Rubio en Santiago.
No todas las relaciones entre los españoles y las indias fueron forzadas por la violencia. Existió una atracción física basada en la novedad. Como fue el caso de la cacica Catalina que amparó a Miguel Díaz de Aux, cuando éste se presentó en la ribera del Ozama, no como un avasallador conquistador, sino como un prófugo de la justicia, desprotegido y hambriento. De esta unión nacieron dos hijos, considerándoseles los primeros mestizos de América. Díaz de Aux no abandonó su prole mestiza. Uno de sus hijos, de nombre Miguelico, su padre quería que fuese ordenado clérigo, con lo que hubiese sido el primer sacerdote nacido en América. Sin embargo éste se inclinó por el camino de las armas y, al igual que otros tantos mestizos, participó en la conquista de México.
En la historia colonial hispanoamericana fueron muchos los mestizos que ascendieron a la categoría social de sus padres. Entre ellos están los casos de Martín Cortés -hijo de Hernán Cortés con doña Marina, La Malinche-, quien fue paje al servicio de la emperatriz, recibió el hábito de la Orden de Santiago y combatió como capitán en Argel y Alemania, para luego permanecer muy cercano a su hermanastro homónimo Martín Cortés Zúñiga, segundo Marqués del Valle de Oaxaca. Otro mestizo sobresaliente fue el Inca Garcilaso de la Vega, capitán de los guardias reales, considerado como uno de los mejores prosistas de la América colonial, autor de los famosos Comentarios Reales.
Entre los mestizos de La Española que alcanzaron renombre, cabe mencionar a Diego de Ovando, de madre india, quien tuvo una destacada participación en la conquista de Perú, llegando a ser Alguacil Mayor del reino de Quito. De igual modo, podemos citar a Cristóbal de Santa Clara, autor de Crónicas de las guerras civiles del Perú, descendiente de una india oriunda de La Española o de Cuba. Por su parte, Francisco Dávila, acaudalado vecino de Santo Domingo, trató de obtener la gobernación de Venezuela para nombrar adelantado a un hijo suyo mestizo.
La prolífica mulatización La rápida desintegración de la sociedad aborigen y la acentuada caída demográfica de los indígenas, así como la subsiguiente despoblación de La Española debido al desplazamiento de muchos encomenderos en compañía de sus indios de servicio hacia otras islas antillanas y tierra firme, impidió que el mestizaje alcanzara los niveles registrados en otras latitudes continentales. Pronto se hizo necesario la introducción de los contingentes africanos para auxiliar a los indígenas como mano de obra esclava en las plantaciones, los hatos y los cotos mineros.
La permanente carencia de mujeres blancas durante la colonia, así como la estrecha cercanía del amo con la esclava, dio lugar al entrecruzamiento entre blancos y negros, generando un progresivo proceso de mulatización. No olvidemos que los españoles en Hispanoamérica, así como los portugueses en Brasil, fueron muy permeables al entrecruzamiento con las demás razas. Realidad que tenía una larga tradición en la península ibérica y que se había intensificado con la prolongada influencia islámica habida en España, que consideraba normal el mestizaje. No en vano, Moreau de Saint-Mery en su “Descripción de la parte española de la isla” (1796), destaca que: “Los prejuicios de color, tan poderosos en otras naciones, donde se ha establecido una barrera entre los blancos y los libertos o sus descendientes, casi no existe en la parte española”.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió con las indias, las uniones entre españoles y esclavas africanas no fueron vistas con buenos ojos por las autoridades coloniales, debido a la condición de esclavitud y a la subordinación económica asignada a la población de color. Pero la atracción física obvió las normas jurídicas y los prejuicios establecidos por el sistema de castas sociales durante la época colonial. Así, los afrodescendientes se incorporaron al mundo insular abonado por el mestizaje, para conformar una heterogeneidad biológica y cultural con el amalgamiento de las tres razas constitutivas que caracterizan el perfil étnico del pueblo dominicano.
Ya entrado el siglo XVII, los pardos o mulatos fueron ordenados religiosos, incorporándose por igual en las milicias coloniales. Y muchos de ellos obtuvieron merecidos reconocimientos, tanto en los ámbitos eclesiástico y académico por su capacidad intelectual, como por su comprobado valor en el uso de las armas y la defensa de las posiciones hispánicas.