La República

Reminiscencias

Memoria e intuición en el penalista

Marino Vincho CastilloSanto Domingo, RD

El ejercicio penal de la abogacía es una actividad fenomenal de la vida. Lo digo sin vacilar, porque desde los veintitrés años fue mi más apasionada dedicación.

Cada proceso es un mundo. Son tan diversos, variados y sorprendentes sus hechos y circunstancias que al estudiar su estrategia a seguir como defensa, o representación desde cualquier lado de su tribuna, hay que hacer un esfuerzo puntual en cada caso, pues son como las huellas dactilares, asombrosamente irrepetibles. No hay casos idénticos, porque son diferentes los personajes y elementos del drama. Es eso lo que hace al juicio penal más interesante.

En los primeros tiempos que me tocara participar en ellos, se daba una dicotomía extrañísima, pues, si bien el contexto social estaba aherrojado por una opresión política inaudita en todo cuanto tuviera que ver con ella, no ocurría así con las cuestiones surgidas entre particulares, cuyos conflictos eran resueltos por una justicia notable, no sólo por la honestidad de su magistratura, sino por las luces y neutralidad de sus decisiones. Esto fue algo muy oscurecido y degradado al desaparecer la fuerza del poder omnímodo, pues se impuso la natural emoción que producía el goce febricitante de la libertad y el repudio a cuanto sirviera en aquel tercio de siglo satanizado.

De todo el proceso degradatorio e insultante, fueron los maestros y los exjueces de los más ofendidos.

Ha ocurrido que para quienes nos ha tocado vivir los dos tiempos, la comparación entre una escuela y otra, así como una justicia y otra, no nos permite concluir dándole ganancia de causa a lo que se proclamara como una sublime esperanza redentorista; algo que nos lleva hacer una recordación respetuosa de aquellos jueces y maestros, tan esforzados y brillantes.

Doy testimonio de ello cuando bordeo los límites de la vida: Si se contara con el espacio debido para hacer la enumeración en galería de aquellos jueces de entonces, con sus respectivas semblanzas, creo que todos hoy nos sentiríamos orgullosos de haberlos tenido, aunque apenados por lo destructiva que fuera la turbulencia de aquel tiempo político fascinante con sus encendidas promesas de reivindicaciones generosas, pero muy triste por sus balances de frustraciones y desengaños.

El juicio penal de entonces con frecuencia asumía características de tragedia griega; era un impresionante espectáculo, algo inverosímil, pero cierto. Recuerdo que de niño me fugaba de la escuela para infiltrarme en un público nutrido de adultos y oír a Héctor Sánchez Morcelo frente a brillantes exponentes de la defensa penal.

Me parece oir la voz severa y serena del Juez de Primera Instancia, Alfredo Conde Pausas, cuando invitaba a los menores, éramos varios, “a salir de la sala por disposición de la ley”.

Tiempo después, recuerdo cuando postulaba ante una Suprema Corte de Justicia, en atribuciones especiales, presidida por aquel magistrado, que me expulsara de niño, como se conservaba la solemnidad de su impresionante capacidad; pero debo decir que esa es sólo una muestra de mi convicción, pues eran otros muchos los Tribunales y Cortes servidos por exponentes de capacidad y probidad similares al ejemplo. Quien quiera saber mejor de ésto, que examine la colección de Boletines de nuestra Suprema Corte de Justicia y aprecie los fallos memorables de precedentes, pues por ahí le llegarían pruebas de mis razones para hacer reminiscencias como ésta.

Pero cabe preguntar: ¿Por qué el título alusivo a la intuición del penalista cuando se evocan jueces y magistrados de virtudes inconcebibles, según la ferocidad de las luchas políticas? Trato de destacar que se hace indispensable recordarles, sólo recordarles, pues los millones de palabras y argumentos expuestos a su consideración se perdieron en el espacio exterior, que ha sido la oralidad del discurso forense, ni siquiera conservado por medios tecnológicos.

Ahora bien, ¿por qué hablar de intuición del penalista? Porque los debates eran tan intensos que se desarrollaba de forma asombrosa la memoria y, sobre todo la intuición, para poder vadear en los meandros de los hechos y circunstancias tan vertiginosos, como impredecibles y sorpresivos.

El penalista quedaba así entrenado para la interpretación más escabrosa.

En mi caso, me ha servido de mucho para columbrar los peligros actuales de mi pueblo; Tengo muy presente, desde luego, el interés de defender sus causas más exigentes: No me siento “Abogado de los Tribunales de la República”, según reza la ley, sino más bien “De la República” solamente, según lo impone el deber de hijo de esta bendita tierra.

No quiero zaherir las magistraturas subsecuentes al recordar aquella experiencia de Cortes y Tribunales ejemplares, para los casos ordinarios, que fuera notabilísima, pese a la ausencia total de libertades públicas.

Ahora bien, me pregunto: ¿Por qué se demacró todo aquello cuando llegaron esas libertades como conquista? El juicio penal perdió profundidad, solemnidad para servir de bitácora social y es justa la inquietud de saber porqué aquello se logró cuando el Derecho estaba bajo vigilancia torva de la fuerza. ¿Por qué se redujo su grandeza cuando las conciencias se reputan libres?

¿Cuáles han sido las razones para evitar que las magistraturas subsecuentes tuvieran un recrecimiento continuo, como para llegar a ser rectoras de la vida en democracia? Es algo que requeriría atención permanente; ahora, cuando el poder odioso no es vertical, sino ominosamente horizontal, poco visible y corruptor.

Ojalá el poder político llegue a entenderlo. Luis, Miriam, Berenice, pueden ser síntomas alentadores. Los poderes fácticos que lo entiendan.

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