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El cónsul que acogió en su residencia a unos comunistas

De los acontecimientos más recordados, tras los cuatro años y medio que pasé en Washington, DC., en mi calidad de Consejero y Cónsul General dominicano en esa capital, uno muy importante fue conocer al magistrado John Sirica, juez del escándalo WatergateSe diría que conocí al juez Sirica por casualidad, puesto que en búsqueda de un apartamento a poco de mi llegada a la ciudad, en 1979, fui a parar al sector Adams Morgan, no lejos de la embajada dominicana y en el cual vivían muchos latinos y africanos.

Al llegar al apartamento con el frente en la calle Columbia Rd, en compañía de mi amiga Nan Darck, nos recibió un señor vestido de oscuro, camisa blanca y corbata negra, como si viniera desde la oficina, que a poco supe sería su puesto en el tribunal de la ciudad.

El doctor John J. Sirica (marzo 1904-agosto 1992), tras una larga carrera en los tribunales de su país, era en 1979 el juez principal del tribunal de distrito de Estados Unidos para el Distrito de Columbia, el nombre de la capital del país.

Con la educación y la parsimonia de todo un señor me mostró el reluciente apartamento de tres pisos, recién pintado y con sus pisos de parquet bien lustrados. Era un espacio demasiado para un presumido inquilino joven y sin familia que no usaría gran parte.

Hablamos de la zona, en boga en esos días porque el vecindario acogía a profesionales, a mucha gente distinguida que se poblaba de bares y restaurantes, uno de los cuales lo compraría y haría famoso un miembro actual del Gabinete dominicano residente en la ciudad.

Después de la presentación de la propiedad y de mi promesa de responder, salí como había llegado, en compañía de mi amiga Nan Darack, que no estaba en calidad de vendedora porque el doctor Sirica se ocupaba de promover su inmueble y calificar a sus clientes.

Cuando salimos a dar un paseo a pie, Nan me preguntó si había reconocido al señor. Le respondí que no. “Pues mira él es el doctor John Sirica que juzgó a los del escándalo Watergate”. No me costó trabajo memorizar todo aquello que cubrió los medios de prensa.

Sirica, de ser un juez poco conocido, se volvióatractivo para el gran público luego de que exigiera al presidente en ejercicio, Richard Nixon, entregar unas grabaciones hechas en el despacho Oval de la Casa Blanca y que terminaron implicando al gobernante en el escándalo.

El escándalo le costó el puesto a Nixon, quien salió de la Casa Blanca bajo el perdón del vicepresidente Gerard Ford quien terminó el cuatrienio. El caso fue ampliamente documentado por Carl Bernstein y Bob Woodward en su libro “Todos los Hombres del Presidente”, que ganó el premio Pulitzer.

Asesinato dominicano Una mañana de 1980 The Washington Post publicó en su portada, algo poco usual para una noticia local no política; una mujer dominicana había asesinado de 24 puñaladas a una niña a la cual cuidaba los fines de semana. La noticia consternó a la colonia dominicana.

En el Consulado no era conocida esa persona. Era una empleada de una familia europea que le sostenía la visa de trabajo. En los fines de semana se ocupaba como niñera en casa de una familia latinoamericana que tenía una niña de pocos años.

La Cancillería de Santo Domingo pidió en varias ocasiones investigar el caso, que para la familia de la imputada estaba presa en violación a los derechos humanos. El Consulado mantuvo a la Cancillería al corriente de todo lo que se publicaba e inició sus investigaciones.

Contradictorio, el abogado de oficio, un joven norteamericano con oficina en el vecindario de Alexandria, Virginia, que hablaba español con acento de Madrid, adonde había estudiado la lengua, tenía su teoría sobre el horrible crimen, que a 40 años me atreveré a contar.

Antes hay que decir que fui personalmente a la casa de los empleadores europeos de la joven dominicana para indagar. Me recibieron con mucha gentileza, sin disimular la consternación que les causaba el caso. Luego pedí cita al reformatorio de Lorton en Richmond, capital de Virginia, que era la prisión para el Distrito de Columbia.

Tras unas dos horas de camino en automóvil allí me presenté junto al vicecónsul, Julio Cordero Espaillat, para entrevistar a la mujer dominicana. Su aspecto era extremadamente humilde y callada.

Le pregunté sobre la acusación de que había matado a una niña. Confesó.

No acostumbrado a esas confesiones dominicanas, tuvimos que disimular el asombro. La mujer dijo que “algo” le ordenó apuñalar a esa niña que ella cuidaba. Los relatos del Washington Post, decían que ella y la niña tenían una buena relación. Quedamos perplejos.

El joven abogado de oficio norteamericano tenía la suya. La mujer tuvo un aborto tras un embarazo de una relación desconocida, ya que su marido vivía en la República Dominicana. La muerte de su bebé, según el enfoque síquico, la había llevado a materializar el otro crimen.

La última vez que nos vimos sobre ese penoso caso, le conté sobre la visita que tuvimos a la prisión de Lorton, Virginia. Ya él tenía sus conclusiones: Porque Estados Unidos no querían cargar con prisioneros que había que mantener de un todo y por su propia confesión, sería condenada y deportada a la RD.

Los becarios del PCD En el verano de 1980 recibí en la embajada una llamada del vicecónsul de la entonces Unión Soviética, señor Dimitri Prileski, la cual por cortesía debía responder aunque los dos países no tenían relaciones diplomáticas ni consulares por la política anticomunista de RD.

Me informó en el teléfono que tres estudiantes dominicanos habían quedado varados en Washington, DC, debido a problemas con sus papeles, que Migración se los había entregado a él con la esperanza de buscar una solución.

Recibí a los muchachos, unos becarios del Partido Comunista Dominicano, PCD, quienes habían viajado Santo Domingo-Managua- Washington DC para seguir la ruta desde el aeropuerto internacional Dulles hacia Moscú y los alojé en el edificio.

Al día siguiente era un hervidero porque el cónsul había acogido a “unos comunistas” que durmieron en el sótano. Temprano me los llevé al YMCA, un hotel para jóvenes y ahí se quedaron un par de días hasta que los problemas con sus papeles se solucionaron y siguieron viaje.

El chisme fue directo a las Fuerzas Armadas vía la oficina de agregaduría militar y hasta al Palacio Nacional. Tiempo después mientras caminaban por la playa de la casa de veraneo en Juan Dolio, el presidente Guzmán le preguntó a Darío y Maruxa Suro, cómo se portaba el cónsul Guarionex Rosa. “Antonio, ese muchacho vale lo que pesa en oro”, le dijo Maruxa, su prima.

Doña Sonia Guzmán, ahora embajadora en Washington DC, acotó al presidente: tú ves papá lo que yo te dije. Le sobreviví al presidente y al presidente Majluta, porque en 45 días quitó a todos los otros cónsules. Al llegar Jorge Blanco a la Presidencia en 1982, para mi sorpresa me pidió a través del periodista Plinio Martínez, aceptar el cargo de embajador en Haití.

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