Enfoque
Expansión colonial en la isla tutelada por prejuicios
Cuando el Almirante genovés Cristóbal Colón presentó el proyecto de viaje para alcanzar las costas asiáticas navegando por occidente, antes que él lo hicieron el portugués Bartolomé Días (1488), mientras ya eran famosas las historias de las travesías por la India, China y Persia del veneciano Marco Polo.
Aunque todos estos proyectos exploradores precolombinos se convirtieron en leyendas contadas en textos y de boca oreja, ni en las alcobas de los castillos de la realeza española y mucho menos en los pasillos señoriales, se tuvo la certeza de que aquellas empresas eran ciertas porque para no pocas personas la teoría de que la tierra fuese redonda era puro mito.
La innovación tecnológica, entonces, no alcanzaba el avance como para hablar con la seguridad que se tiene en estos tiempos.
Las historias corrían por los castillos de estilo medieval de las naciones más poderosas de Europa aunque solo un puñado tuvo la verosimilitud del dato, a excepción de la reina Isabel y su consorte Fernando de Castilla y Aragón.
Eso explica el escepticismo de la Corona al principio con el proyecto de Colón, que si bien no le negó apoyo, tampoco arriesgó las notables figuras de la sociedad española en semejante idea, que luego sí se embarcaron con entusiasmo en los viajes subsiguientes con la certeza en las manos de que eran pan comido.
El aporte más significativo que la Corona hizo fue casi vaciar las cárceles para subir a las tres carabelas con el Almirante, nada más y nada menos que a delincuentes de baja ralea, sacados de las mazmorras españolas con el único mérito que el rosario de delitos.
Con la salida el 3 de agosto de 1492 del puerto de Palos, España se incorporó al proyecto geoestratégico en el que incursionaron otras potencias europeas en su afán por conquistar territorios y las riquezas extraídas de los pueblos invadidos.
Desde antes del siglo XV los Estados nacionales europeos se lanzaron a una lucha campal por el dominio y explotación de las tierras americanas, que se hacían no en nombre de la nación sino motivados por intereses económicos. Ese objetivo encerró en sí mismo un prejuicio que se extendió por toda América y La Española fue donde todo comenzó.
Inglaterra, Francia, Holanda, España y Portugal lideraron la dominación europea.
El primer viaje colombino estuvo marcado por el prejuicio desde el momento de hacer posible el proyecto. Colón no solo era un desconocido al que nadie le daba mérito para confiar una misión tan arriesgada, sino que la Corona no fue quien la ideó a pesar de que tenía la necesidad urgente de buscar otra ruta para llegar a Las Indias.
Eso explica las dificultades que el Almirante tuvo que vadear para reunir las tres embarcaciones, dos de las cuales fueron entregadas por la administración del puerto de salida, mientras que la tercera hubo de ser adquirida con préstamos y arrendada a Juan de la Cosa.
Haciendo excepción en esta historia de todas las vicisitudes de la primera travesía, en los posteriores viajes la Corona toma el control con la evidencia en las manos de los éxitos de la expedición inicial. La distribución y segregación de personas y territorios a que fueron sometidos estos pueblos revela el dato del gran prejuicio que rondaba las mentes monárquicas europeas en su empeño por exprimir las riquezas encontradas.
Los historiadores y biógrafos más conspicuos de los personajes importantes que lideraban estas sociedades “incivilizadas” coinciden en el criterio de que aunque las tribus indígenas encontradas en América tenían una escala jerárquica determinada, esta no fue nunca lo suficientemente acentuada para marcar una diferencia de clase entre los grupos.
Para el segundo viaje, Cristóbal Colón venía acompañado de “1,500 voluntarios reclutados entre las mejores familias de Castilla”, según narra Dantes Bellagarde en su historia sobre “La nación haitiana”, detalle que dista mucho de la composición social de aquellos que fueron embarcados en el primer viaje.
A partir de entonces, el gran conquistador de los océanos impuso en la parte oriental un régimen de servidumbre que concluiría devastando a los aborígenes.
En el año 1507 apenas había en la parte oriental unos 60 mil indios, poco menos de la vigésima parte de lo que encontraron. La historia de lo que ocurrió posteriormente de exterminada la raza indígena es conocida por todo por la clarinada de Fray Antonio de Montesinos. La denuncia del misionero resumía el régimen de esclavitud y oprobio instalado desde el primero momento.
El prejuicio de la distribución
Como sucedió con los pobladores encontrados en los territorios americanos conquistados por los colonizadores, despuntando el siglo XVl (1517) se inicia en la isla la trata de negros africanos procedentes de Guinea. Con el “acarreo” de africanos hacia América también se comienza el tráfico humano.
La Corona española impuso un tipo de comercialización con la mano de obra proveniente de África al que llamaron “Asientos”, otros estudiosos le llaman “Encomiendas”, que eran concedidos a particulares o compañías a cambio de cierta reciprocidad, pero tampoco en este trueque no todo el mundo tenía acceso a este privilegiado régimen de distribución.
Las historias de abusos por parte de Cristóbal Colón, sus descendientes y las personalidades que llegaron a estas tierras con él se regaron como pólvora hasta las demás regiones conquistadas en América, de manera particular en el Caribe.
En dos oportunidades la Corte de España recibió el reclamo de los Auditores Reales de Santo Domingo, por mediación del Consejo de Indias, a los fines de que el tráfico negrero fuera liberado y no se impusieran tantas medidas restrictivas que impedían el “buen” funcionamiento, exigencia que no implicaba mejoría de la calidad de vida de los esclavos.
Cuando los franceses se establecieron (1640) en lo que es hoy Haití, no quedaba un solo aborigen allí. Las islas La Tortuga y San Cristóbal fueron espacios capturados por aventureros y piratas franceses. En el primer territorio fueron expulsados grupos de ingleses que pernoctaban en ella para de ahí hacer sus incursiones de piratería marina.
A partir de esos hechos se inicia en La Española la presencia francesa, especialmente en el lado occidental al que denominaron Saint-Domingue.
Los franceses imitaron el método de segregación empleado por los españoles para controlar y explotar las colonias: de blancos poblaron la zona ocupada quienes eran “alistados” para trabajar los cultivos. Aunque los “forzados” eran blancos, el trabajo no era menos duro que aquel que se imponía a los africanos. Con aquella experiencia se instauró una verdadera trata de blancos.
El fuerte trabajo durante más de 16 horas diaria y el calor sofocante caribeño constituían condiciones adicionales a una paga que solo alcanzaba el alimento que requerían para recobrar energías y una pobre vestimenta. Pronto surgió la idea de ensayar con los negros esclavos.
Pocos años después llegaron a la isla Española para trabajar en la parte occidental esclavos de Senegal, Sierra Leona, Costa de Oro y Guinea septentrional, conocida entonces como el reino de Judá. Hay que apuntar que los africanos que eran subidos a los barcos negreros fueron embarcados desde distintas regiones de África, dependiendo de cuál de los imperios colonizadores los reclutaba, pues cada uno tenía zonas específicas para ello.
El prejuicio en la conquista, dominación y administración de los territorios ocupados en América fue el denominador común en cada proyecto de expansión colonialista europeo, del que La Española y el resto del Caribe constituyeron “La frontera imperial”, como escribió Juan Bosch en su libro sobre la historia de la región.
En este tema de los prejuicios en la política, se abre un espacio para la reflexión respecto del rol del hombre en la tierra para hacer que la vida tenga menos de incertidumbre.
Hay que hacer caso acerca de lo que dice la alemana Hannah Arendt en un sustancio ensayo sobre “La promesa de la política”:
“Sea cual sea la postura que uno adopte frente a la cuestión de si es el hombre o el mundo lo que está en juego en la crisis actual, una cosa es segura: la respuesta que sitúa al hombre en el punto central de la preocupación presente y cree deber cambiarlo para poner remedio es profundamente apolítica; pues el punto central de la política es siempre la preocupación por el mundo y no por el hombre…”