Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

Viejos pistoleros

A estas alturas de la cena siempre acabamos regresando, casi de forma automática, a John Ford y a Hitchcock, con alguna incursión lateral por Hawks y Mann.

1) Constance Towers y John Wayne. 2) Javier Marías. 3) John Ford.

1) Constance Towers y John Wayne. 2) Javier Marías. 3) John Ford.

Avatar del Listín Diario
Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA TOMADO DE XL SEMANAL

Lucio acaba de contar­nos el último chiste y se aleja entre las me­sas saludando a otros clientes, y Javier Ma­rías despacha lo que queda de su escalope. A estas alturas de la cena siempre acabamos regre­sando, casi de forma automática, a John Ford y a Hitchcock, con al­guna incursión lateral por Hawks y Mann. Es el momento en que, a veces, a Javier le brillan los ojos y a mí se me vuelve la voz un po­quito trémula, como en este ins­tante, cuando comento la escena de Misión de audaces en la que John Wayne le quita el pañuelo de la cabeza a Constance Towers y se lo pone al cuello antes de vo­lar el puente.

–Necesito fumar un cigarrillo– dice Javier.

Salimos a la calle y caminamos por la Cava Baja tarareando I Le­ft My Love. La noche es templada y agradable. La conversación re­cae ahora en la extraordinaria se­rie de western que hizo Anthony Mann con James Stewart, en­tre ellas la obra maestra El hom­bre de Laramie. A medio cigarri­llo de Javier hacemos una breve incursión por Don Siegel y Códi­go del hampa –Lee Marvin y Clu Gulager preguntándose por qué no se defendió John Cassavetes cuando fueron a matarlo–, aun­que muy pronto regresamos a Ford y a Hawks. A John Wayne, sobre todo. Yo recito el diálogo de El Dorado, cuando Christopher George, con su cicatriz en la ca­ra, dice aquello de «Sólo hay tres hombres que disparen así. Uno está muerto, otro soy yo, y el ter­cero es Cole Thornton» y Javier lo completa en boca de Wayne: «Yo soy Thornton». En ese momento –estamos llegando a Puerta Ce­rrada–, alguien se detiene a salu­darnos. Un lector. Solemos bro­mear sobre eso cuando vamos juntos, a ver a quién saludan más, a él o a mí, y llevamos la cuenta co­mo si fueran tantos anotados. Dos a uno, dos a dos, tres a dos. Cuan­do es lector de ambos, nos anota­mos medio punto cada uno.

Unos pasos más allá, Javier se para un momento y se me queda mirando.

–¿Te acuerdas de El pistolero?

– Claro –respondo–. La de Hen­ry King, con Gregory Peck. El viejo jinete al que todos los aspirantes a pistolero famoso quieren matar.

Javier se echa a reír.

–Tiene gracia. ¿Te das cuenta de que ahora nosotros somos como Jimmy Ringo, en esa película? ¿O como Wayne y Mitchum en El Do­rado?… Viejos pistoleros con cier­ta reputación. Con las cachas del revólver llenas de muescas.

–Y no pocos jóvenes, y no tan jó­venes, soñando con pegarnos un tiro para ocupar ese sitio. ¿Te refie­res a eso?

–Exacto… Cole Thornton y Jo­hn Paul Herra, Wayne y Mitchum, caminando medio cojos, heridos y hechos polvo, cada uno con su mu­leta, por la calle principal de El Do­rado.

–Pues al final nos pegarán ese ti­ro.

–No te quepa duda. Es la ley del Oeste.

La idea nos hace gracia, y segui­mos el paseo imitando la cojera y los andares de los dos viejos pistole­ros. Luego debatimos sobre la chica adecuada, chica de salón, prostituta ocasional, maestra del pueblo: He­len Westcott, Charlene Holt. Al final nos decidimos por Angie Dickinson. Su último beso, en recuerdo de los otros, antes de ceñirte la pistolera y cruzar la calle en busca de la palabra Fin.

–Angie, sin duda –insiste Javier.

Llegamos así a la Plaza Mayor, donde nos sentamos en la terraza del bar Giralda. Está a punto de ce­rrar, pero los camareros, que son buenos y queridos amigos, dejan una mesa para nosotros. Javier en­ciende otro cigarrillo y mira la pla­za. Por un rato permanecemos en silencio. Se está bien aquí, pienso, disfrutando de la noche igual que de la conversación, sentados uno junto al otro. Dos viejos pistoleros, tan diferentes y sin embargo cóm­plices. Leales y callados, con mu­chos atracos a bancos, desafíos de barra de bar y tiroteos en la memo­ria común.

–Todavía sabemos disparar –co­mento.

Asiente Javier, dándole otra chu­pada al cigarrillo. Miramos uno a cada lado de la plaza, como si ca­da cual se encargara de vigilar esa parte.

–Reputación –dice Javier, como si eso lo resumiera todo.

Entonces me echo a reír, mien­tras me pregunto cómo hacen los que no vieron cine ni leyeron libros para interpretar la vida.

–Déjalos que vengan –digo des­pacio–. Déjalos que vengan.

Tags relacionados