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Consideraciones en torno a la sentencia de la Primera Sala del TSA

Como es sabido, mediante su sentencia núm. 030-02-2021- SSEN- 00318 del pasado 30 junio, la Primera Sala del Tribunal Superior Administrativo (TSA) anuló la resolución núm. 02-2021 de la JCE, conforme a la cual –y en interpretación de lo dispuesto por el art. 61 de la Ley núm. 33/18- determinó que el PRM y PLD eran las únicas organizaciones políticas que se encontraban dentro de la categoría de partidos mayoritarios. El rompecabezas tiene dos piezas, siendo fácil de dominar de una ojeada. Estos son los argumentos en que se basó el tribunal: a) que la subvención estatal a las organizaciones políticas forma parte del contenido esencial de su derecho de asociación, y b) que el concepto “última elección” es vago e indeterminado, por lo que debe interpretarse favorablemente al tenor del art. 74.4 constitucional.

Aunque la defectuosa redacción de la parte motiva de la referida decisión dificulta en extremo su lectura y comprensión, me permitiré citarla textualmente:

“... el derecho fundamental de tipo troncal del que dimana como especie relevante los partidos políticos, es decir, el derecho fundamental de asociación [art. 47 de la Constitución]... el financiamiento público de los partidos políticos en tanto que, elemento vital e indispensable para la vida y existencia material de dichas entidades políticas, que a su vez suponen una modalidad asociativa de relevancia constitucional, constituye un derecho de estirpe constitucional... ha de concluirse en que, el financiamiento público de los partidos políticos por cuanto comporta aquella parte del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles y que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos, integra parte esencial del derecho fundamental troncal de asociación en su denominación de partidos políticos... [la JCE] debió tomar en consideración que se hallaba en presencia de un supuesto de hecho receptado por una norma de rango fundamental, y en ese sentido, a la vista de las circunstancias concretas, su ejercicio hermenéutico debió realizarlo en forma congruente con el principio de favorabilidad de rango constitucional”.

Al grano. El núcleo duro del derecho fundamental, tal como lo explica la Corte Constitucional colombiana en su sentencia C-756/08, es aquella parte “... sin la cual un derecho deja de ser lo que es o lo convierte en otro derecho diferente... [Quitándole] su esencia fundamental”. La interrogante que surge aquí como llama crepitante es si las organizaciones políticas pudieran asociarse y cumplir con sus fines esenciales sin el aporte estatal. La indudable afirmativa obedece a que el sistema de financiamiento nuestro, al igual que el español, es mixto; al no estar penalizadas las donaciones privadas, señalando los arts. 59 y 60 de la Ley núm. 33-18 una variada gama que va desde las cuotas de afiliados y los productos de las actividades propias del partido, hasta los rendimientos de su patrimonio y los préstamos, mal pudiésemos deducir que la ayuda económica del Estado es “absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles y que dan vida al derecho” de participación política, como sostuvo la Primera Sala del TSA.

En lo que atañe al núcleo esencial del derecho de asociación, preferiré cederle la palabra al Tribunal Constitucional de España: “... el cual se proyecta respecto de todos los tipos de personas jurídicas, con o sin ánimo de lucro, esta corporación ha explicado que comprende las siguientes posibilidades: a) la de intervenir en la creación de cualquier nueva institución; b) la de vincularse a cualquiera que hubiera sido previamente creada por iniciativa de otras personas; c) la de retirarse a libre voluntad de toda aquellas asociaciones a las que pertenezca; d) la de no ser forzado a ser parte de ninguna organización en concreto, especialmente como requisito previo al ejercicio de otros derechos”. Como se aprecia, ninguna de las facultades citadas de las esferas positiva y negativa del derecho de asociación tiene relación alguna con ayudas financieras.

Ni la Constitución ni el art. 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos ni el art. 3 de la Carta Democrática Interamericana ni interpretación alguna de la Corte IDH o nuestro Tribunal Constitucional, asocian el derecho de asociación o participación política a las contribuciones estatales, por lo que el argumento de la Primera Sala del TSA, además de especioso, carece de exégesis racional. De ahí que haya trenzado una sinuosa cadena de considerandos para forzar su abigarrado criterio en torno a la supuesta fundamentalidad de la subvención estatal. No niego que el art. 216 constitucional consagre la igualdad de condiciones y el pluralismo político, pero lo hace en interés de recalcar que el régimen electoral no pudiera sostenerse si se le impidiese la participación electoral a las organizaciones políticas.

Y ningún principio de los que informan la labor hermenéutica del juez constitucional pudiera llevar a ningún operador a entender que la mención del derecho a elecciones libres y justas conduce tampoco a la fundamentalidad del aporte público, por lo que desde ningún ángulo razonable pudiera considerarse que forme parte del contenido esencial del derecho de participación o asociación política. Toda intentona en ese sentido negaría la capacidad de los ciudadanos de crear y mantener sus organizaciones políticas. De hecho, el art. 188 de la Ley núm. 15-19, Orgánica del Sistema Electoral, pone a cargo de la JCE el acceso de los partidos y agrupaciones políticas de “espacios para promover sus candidaturas en los medio de radio y televisión propiedad del Estado”, y de asumirse como válida la teoría de la fundamentalidad del auxilio económico estatal, este otro derecho sería también parte del núcleo irreductible del “derecho fundamental troncal de asociación en su denominación de partidos políticos”, construcción cacofónica que se injertó, en cansona repetición, en la sentencia que me mueve a escribir.

A decir verdad, el derecho a acceder al fondo constituido con recursos públicos es de índole eminentemente legal, y un instrumento de esta naturaleza no puede potenciarlo a la categoría de fundamental como dedujo –y dedujo erróneamente- el tribunal de marras. Es probable que la aguja utilizada para fallar el recurso contencioso administrativo de que fue apoderado estuviese imantada por la vocación de transmutarlo a todo trance en fundamental, lo que explicaría que haya perdido de vista la distinción básica que nuestro Tribunal Constitucional ha hecho entre derechos fundamentales y derechos legales: “[los fundamentales son] inherentes a la persona y a su dignidad intrínseca”, esto es, los que le permiten desarrollarse en la sociedad y que han sido positivizados a nivel interno o reconocidos expresamente como tales por la doctrina constitucional o los tratados de derechos humanos.

El legislador ordinario no puede reconocer más que derechos legales, y el que instituyó el financiamiento público a las entidades políticas no fue el constituyente, sino el legislador ordinario. Otro desatino en el que incurrió la Primera Sala del TSA fue estimar que “última elección” es un concepto vago o ambiguo, no siéndolo en absoluto. En una serie ordenada, el adjetivo “último” no es sino el que ocupa el lugar final o más reciente en el tiempo, mientras que el verbo “elegir” significa designar por votación a una persona para un cargo o distinción.

Nadie ignora que el pasado año se celebraron dos certámenes electorales: el 20 de marzo para el nivel municipal y el 5 de julio para los niveles presidencial, senatorial y de diputados. La pretensión del repetido tribunal no pudo ser más depauperada: que en cualquiera de esos tres últimos niveles se encuadre la acción de elegir, laminación hermenéutica que ninguna concatenación de hipótesis constatadas o confirmadas abriga. Tan infundada en Derecho es que, aunque duela reconocerlo, traduce en incumplido el deber de fundamentación, ya que la simple emisión de la declaración de voluntad en un sentido u otro no es más que la expresión del ejercicio arbitrario del poder decisorio, lo que en el caso que nos ocupa fue agravada por el hecho de que lo que se pretendió con la malhadada sentencia en comento fue convertir el art. 61 de la Ley núm. 33-18 en una proclamación vacía de contenido.

Sustituir “votos válidos en la última elección” por “votos válidos en cualquier nivel de la última elección”, no se aviene ni por asomo con ningún criterio de interpretación legal, y peor todavía, le vuelve la espalda al principio Ubi lex non distinguit, nec nos distinguiere debemus. Adoptar el método que sea “más favorable” para cada organización política supone privilegiar los intereses de una en perjuicio de otra, lo que parafraseando a George Orwell en “Rebelión en la granja” implica que todos los votos son iguales, pero algunos votos son más iguales que otros. Con el respeto que me merecen los miembros de la Primera Sala del TSA, estamos ante una ilogicidad que repudia la naturaleza del voto, de las elecciones y del sistema democrático, pues los votos presidenciales no son más importantes que los legislativos, ni viceversa.

En mi opinión, se trata de una distorsión del voto y de la voluntad ciudadana expresada en él. La Constitución no reconoce jerarquías entre los poderes públicos ni entre los votos de los ciudadanos, por lo que “última elección” no pudiera ser jamás un nivel específico del más reciente torneo electoral. Por eso sostengo que el tribunal masculló todo un trabalenguas en su aspiración de “validar” su desconcertante teoría: “última elección” no es el promedio de los tres niveles de elección celebrados el 5 de julio del 2020, sino el nivel de elección en el que este o aquel otro partido haya obtenido más del cinco por ciento (5%). ¿Se habrá concebido alguna otra vez o en alguna otra parte mayor insensatez?

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