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Basura y miseria, el cuadro de penurias en que viven los del vertedero de Haina

Su padre y tres hermanos viven de la basura del vertedero de Haina.

Arroz blanco para el almuerzo prepara el niño Ezequiel. /JOSÉ ALBERTO MALDONADO

Arroz blanco para el almuerzo prepara el niño Ezequiel. /JOSÉ ALBERTO MALDONADO

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Rosmery Méndez VargasHaina, San Cristóbal, RD

A pesar de la mascarilla, un olor nauseabundo se perci­bía desde cierta distancia, el sol caribeño era intenso y acentuaba la aridez del lu­gar mientras la basura y las moscas se encuentran por doquier.

Sin embargo, al adentrar­se en el vertedero de Hai­na, además de desperdicios de todo tipo, se encuentra “una comunidad”, un ba­rrio donde niños juegan en­tre los desechos y adultos buscan su medio de susten­to en lo más profundo de aquel estercolero.

La intención, al llegar al lugar, era ver la situa­ción en la que se encontra­ba el vertedero, lugar don­de en varias ocasiones se han desatado incendios que amenazan la salud de los residentes en la zona y uno de los que están en la lista de las autoridades pa­ra “su modernización”. Pe­ro esa transformación no ha llegado. Allí estaba William Alberto Robles. Había cum­plido su jornada laboral y caminaba por una de las calles polvorientas del área junto a su compañero de la­bores, Víctor Alfonso.

Una sonrisa tímida y un adiós con las manos se vie­ron por la ventana del ve­hículo, lo que motivó a los reporteros a desmontarse y preguntarles por la situa­ción en la que se encontra­ba el basurero.

Robles, mostrando timi­dez, respondió pocas veces. Una de esas lo hizo para des­tacar la situación de salud en la que se encontraba su ami­go Alfonso que caminaba con muletas. Luego de escuchar la historia de su compañero, se insistió en conocer la de él, quien se veía una persona alegre, hasta que la dura rea­lidad golpeó a los reporteros al llegar a su casa.

Subió despacio en la par­te trasera del vehículo, los demás miraban fijamente debido al letrero de LISTÍN DIARIO. Él dirigió en el tra­yecto entre calles sin asfalto y rocosas hasta llegar a un punto donde hubo que se­guir caminando.

“Ezequiel, ven a ver, vi­nieron unas personas a co­merte la comida”, exclamó Robles a su hijo en forma jocosa, lo que causó una ri­sa tímida e infantil en el pe­queño, que sueña con ser ingeniero “y tener una casa bonita y normal”.

A pesar de su miseria, este pequeño afirma que él es fe­liz porque está junto a su pa­dre, pero le gustaría vivir co­mo las “personas normales” .

En un “fogón” hecho con tres piedras, colocado en un lado de lo que debe ser el patio de la casa, Ezequiel revisaba un arroz blanco co­mo todo un profesional, le­vantando la funda que le servía de tapa para “ver si ya estaba listo”.

Hace cinco meses Wi­lliam quedó solo a cargo de sus cuatro hijos. Su esposa, con la que mantuvo una re­lación de 16 años abandonó la casa, dejándole al cuida­do sus cuatro vástagos, dos hembras y dos varones. Las hembras viven con su abue­la, que reside a pocos me­tros, porque según relata el padre, prefiere que ella las cuide ya que “las hembras son muy delicadas”.

“Yo me hago responsable a mis hijos de buscarles qué comer, pero con las niñas me sentía mal, porque aunque ellas se bañan y se ponen su ropa, a la hora de peinarse y darse las condiciones que tie­nen que darse, usted me en­tiende, por eso viven allá”, relata sobre su vida con pa­labras entrecortadas y unas lágrimas que no cesan de ro­dar por rostro marcado por la angustia. Cuatro tablas, cu­biertas con un zinc y en su interior una cama, es lo que esta familia tiene como ho­gar hace 14 años en el ba­rrio Las Mercedes, a unos pocos metros del vertedero.

No cuentan con ventanas para cubrirse de la intem­perie, no tienen baño don­de hacer sus necesidades, mucho menos estufas, aba­nico, nevera, ni muebles y el piso de tierra apoya sus pies descalzos, negros por el polvo. La basura es el úni­co medio de sustento de Ro­bles y de sus hijos, luego de que una infección en el pie lo dejara postrado en una cama y sin empleo durante diez meses. Al recuperarse inició este “oficio” que a duras pe­nas le alcanza para comer arroz blanco vacío al medio­día y algunos víveres “con lo que aparezca” en la noche.

“Antes de tener el acciden­te yo pintaba casas y hacia plo­mería, pero luego que quedé en cama ha sido muy difícil, además con la pandemia to­do empeoró” , cuenta William mientras se seca las lágrimas y da gracias a Dios por todo lo que tiene y asegura que lo que hace es por sus hijos.

Hace una semana el pro­tagonista de esta historia tu­vo otro accidente mientras re­buscaba entre la basura en el vertedero. Un objeto cortante le provocó una herida profun­da en la palma de su mano iz­quierda, la cual cubrió con un pedazo de tela, siguió traba­jando y así ha continuado to­dos los días en busca del sus­tento de sus hijos. La herida en su mano parece no importar­le, a pesar de lo grave que se percibe.

SEPA MÁS Y los niños, ¿estudian? Desde que las escuelas cerraron, sus hijos Da­niel, de 9 años; Danie­la de 6; Génesis, de 3, y Ezequiel, de 12, no han podido estudiar. Los cuadernillos que les en­tregan son difíciles de llenar por su escasa for­mación, no tienen un te­levisor para seguir los cursos, ni un teléfono para mantenerse en con­tacto con la maestra, además de que su “vi­vienda” carece de servicio eléctrico y ni pensar en un dispositivo inteligente.

La más pequeña de las niñas no asiste al Instituto Nacional de Atención In­tegral a la Primera Infan­cia (Inaipi) a pesar de que en el sector hay uno, a so­lo unos metros de la casa.

“Hay cosas que para enten­derlas tiene que estar con la televisión y con el cuader­nillo también y con un li­bro para escribirlo (cuader­no)”, interrumpe Ezequiel para explicar por qué no ha estudiado desde que llegó la pandemia.

William Robles llora al hablar de sus hijos y la miseria en la que vive junto a ellos. JOSÉ ALBERTO MALDONADO/LD