Reminiscencias
Don Virgilio, inolvidable
Tuve una experiencia irrepetible aquella tarde del año cincuenta del pasado siglo. No me pregunten por mes o día, el tiempo venció mi memoria.
Llovía a cántaros de forma abrupta y al pasar frente a la casa de don Virgilio, oí su voz ofrecerme refugio. El escenario de ese encuentro con aquel hombre importante lo fue la avenida Pasteur, antes de la avenida Independencia. Me recibió con una cortesía sorprendente.
Al invitarme a tomar asiento, me sentí muy impresionado, pues don Virgilio era un verdadero personaje. Desempeñaba entonces las funciones de más nivel de nuestras Relaciones Exteriores y lo había oído mencionar algunas veces por un entrañable profesor normalista, oriundo del Macorís del Este, poeta en ciernes entonces, cuando no se presentía su grandeza de Poeta Nacional.
Pedro Mir nos habló del poeta de su tierra que había sido Juez, más bien de su valor e inteligencia, y nos contaba que una vez logró fugarse de la cárcel un condenado por un hecho de sangre mayor y, sin acaso, se encontró ya entrada la noche en una esquina oscura con el juez que lo encontrara culpable y condenado.
El profesor Mir, con aquella fascinante narrativa que ya insinuaba lo que sería en las letras, nos describía las dimensiones del valor personal de don Virgilio cuando le contestó cara a cara: “lo que lamenté fue que la pena no tuviera más años para condenarte, asesino!!”.
Lo que siguió fue leyenda; el juez con su bastón y el prófugo con su estilete, queriéndose vengar, nos decía el maestro. El juez, además, era poeta y su nombre supuesto, Ligio Vizardi.
Otro maestro, también inolvidable, Carlos Curiel, nos hizo conocer su poemario y entre tantos versos encantadores nos resaltaba su “Vieja Camisa Rota”, de la que yo había hecho un tierno culto social cuando recitaba aquello: “Las que son como tú, no hay duda alguna, son de esas que se compran una a una”, o las dedicadas al recuerdo de su primera esposa, muerta: “Y quedó la amada huella de sus pasos por todos los senderos de mi vida”.
De mi sorprendente encuentro, lo que me llegó más lejos fue la despedida. Le pregunté cuán compleja era la diplomacia, entonces bajó su tabaco y con voz risueña me dijo: “Por lo pronto, saber tres o más idiomas, para no hablar en ninguno, y salir al extranjero a mentir por sus pueblos o por sus gobiernos.” Ahí apareció un rictus de amargura que lo comprendí mejor cuando al despedirme me dijo: “Cuídese mucho y sea prudente, joven, que es mucho lo que le espera.” Era una rara forma de despedida, pero entendible, dados los tiempos.
Seis años después de recibirme como abogado comprendí mejor qué me quiso decir talvez Don Virgilio.
Quiso el destino que pasara a ser diputado, y allí conocí otro hombre interesante que presidía la Cámara, don Moncito Rodríguez. Gané su confianza y me contaba que cuando él era embajador en OEA, don Virgilio era el asombro de los demás embajadores por su oratoria en la defensa del Régimen bajo acusación de terrorismo mayor contra un importante Jefe de Estado, don Rómulo Betancourt.
Los admiradores del canciller orador le decían a don Moncito: “No nos perdemos una palabra de sus intervenciones. ¡Qué lástima que sea tan mala la causa que defiende!”.
Don Moncito terminó la revelación de este modo: Se lo dije a Virgilio, y respondió conmovido: “Ese ha sido nuestro calvario, Moncito. ¿Tú crees que las víctimas sólo han sido las de las tumbas y las cámaras de torturas? También lo hemos sido los de las generaciones atrapadas, que no nos inmolamos porque es exclusivo de los héroes; que quisimos sobrevivir al precio de arriesgar nuestra dignidad. ¿Tú crees San Zenón acabó en el año ´30? No se fue y permaneció de otros modos; nosotros somos parte de sus náufragos.”
Todo ésto me lo contaba después del treinta de mayo, cuando se entendió que habían cesado los tormentos. Y agregó: “Él tuvo el problema de lograr la libertad de su brillante hijo caído en prisión en el tiempo del ´46, cuando Mauricio Báez y sus luchas obreras. Vincho, tu propio ingreso a ésto es una muestra; hablaste tres minutos con él y ¿cuántos discursos has pronunciado?; pero eras el hijo de don Pelegrín, marcado muy a tiempo.”
Hoy pienso: ¡Caramba, qué difícil es entender los azares de los pueblos! En cuarentena paso revista a la sobrada bonhomía de colaborares del Régimen en tiempos diversos: Virgilio Diaz Ordóñez, Pedro y Max Henríquez Ureña, Hipólito Herrera Billini, Manuel María Guerrero, Nicolás Pichardo, Froilán Tavárez, Manuel Arturo Peña Batlle, Joaquín Balaguer, Rafael Bonelly.
Sólo cito esos diez nombres de centenares de profesionales; hombres honrados y de bien que subieron el monte calvario del adocenamiento que impone la fuerza. Me formulo entonces una pregunta desoladora: Si hubiesen sido ellos los encargados de la suerte de la República, sin las cadenas y grilletes de temor al despotismo, ¿seríamos el mismo país que somos?
Permítanme dudarlo. Por ello es mi pasión por la paz que nos permita refundar en valores a nuestra patria; que supere todos los artificios y felonías del fraude y la codicia, que se autoproclaman gloriosa inflexión de su progreso.
Es un momento como éste el más indicado para ahondar las reflexiones en cuanto a la lealtad que se debe a sus intereses fundamentales.