Enfoque
Las muchas caras de la corrupción
De uno de esos editoriales aleccionadores con que el legendario director del Listín Diario educaba a los dominicanos cotidianamente, una frase reveladora se ha impuesto al paso de los años: todos tenemos nuestro corrupto favorito. Con la mordacidad que a menudo exhibía, Rafael Herrera retrataba así la duplicidad en el combate contra uno de los azotes que ha signado la sociedad dominicana. Relativizar la corrupción se ha convertido en un medio eficiente para acomodar los intereses particulares de quienes por años han doblado como protagonistas de los movimientos éticos que de tiempo en tiempo se levantan en el país.
En ese acomodo, la gravedad de la corrupción depende de quién sea culpable o a qué casilla de violaciones corresponda el ilícito. En ese ejercicio de hipocresía importan, sobre todo, la condición social de los culpables, su posición en el colectivo e, incluso, cuán abultada sea su cuenta bancaria, sin importar la proveniencia de los caudales. Podría añadirse el signo político-partidista, porque siempre aquellos serán los malos; y nosotros, los buenos.
Es así como se reserva la dosis mayor de acrimonia para el hurto de los caudales públicos y se dejan de lado conductas tanto o más perniciosa para la sociedad, como es amoldar las leyes, reglamentos y requisitos legales a la conveniencia del lucro privado. Quiebras escandalosas con la estampa de mañas, sinecuras desvergonzadas, tráfico de influencias, concesiones viciadas y compra de acciones administrativas suelen levantar menos críticas, escrutinio o acción judicial que, por ejemplo, un desfalco con cargo a las cuentas públicas.
Se pasa por alto que las consecuencias de la corrupción son todas igualmente corrosivas, no importa dónde se verifique; y que la peor de la corrupción es aquella que debilita las instituciones y les impide ejecutar las acciones en pro del bien común para las cuales fueron creadas. La corrupción, cual que sea, merece condena porque subvierte las reglas que permiten la convivencia en la igualdad ciudadana, y cuya integridad hay que preservar como un deber supremo.
En lucha contra la corrupción, que abarca tanto la preservación de las instituciones como de los bienes públicos, hay carencia total de espacio para los términos medios. A esa medianía se refería precisamente Rafael Herrera con su frase demoledora. Mediatizarla con el cambio de posición de acuerdo a preferencias u oportunismo quedará siempre como una abdicación vergonzosa. Cabe preguntarles, pues, a quienes combatían la corrupción durante otros gobiernos el porqué de su postura conciliadora cuando el ministerio público bajo la nueva administración arremete contra prácticas a todas luces ilícitas. Y en qué difiere de una rendición de principios defender a quienes, en la búsqueda de negocios fáciles, se han aprovechado de procedimientos abiertamente irregulares, con prisas y violaciones que solamente se explican en términos de abuso de poder o de sobornos. Viene al caso, por ejemplo, el Aeropuerto Internacional de Bávaro, aprobado en unos pocos meses y santificado con un decreto a tres semanas del cambio de gobierno. En cualquier caso, el tufo de la corruptela asoma con sus efluvios de descomposición total.
Es una línea de examen de conciencia personal extensible a nosotros, los abogados, especialmente a quienes han hecho de la militancia en la ética el punto culminante de su ejercicio profesional. Todo ciudadano tiene derecho a la defensa. Pero defender a los corruptos o causas sospechosas de corrupción debería ser terreno vedado para los profesionales del derecho que, como políticos activos o letrados, han avanzado su carrera como adalides de la lucha contra la corrupción. Defender lo que antes se atacaba con acritud porque el acusado es mi amigo y su empresa paga bien, lamentablemente confirma que todos tenemos nuestro corrupto favorito. Preferible pensar que no todos, aunque sean muchos.