Cada gota de lluvia es motivo de lamento
Desde que el cielo comienza a tornarse gris, así mismo se oscurecen las vidas de los residentes en los callejones de Villa Juana que durante toda la vida han visto correr el agua por los contenes, pero también por los estrechos caminos que les conducen a sus casas, por el zinc que apenas les protege del sol y hasta al lado de sus camas.
Penetrar en el corazón del imponente barrio que vio crecer al líder político Leonel Fernández no es una tarea fácil, lo que parece ser una puerta, con una hoja de zinc y madera vieja o en ocasiones de hierro oxidado, es en verdad un portal hacia una realidad que aunque parece no ser escuchada, grita con todas las fuerzas por auxilio.
Quienes sin experiencia osan atravesar esas puertas podrían desorientarse no solo por los callejoncitos que dentro de un reducido terreno se bifurcan y que cada vez se hacen más angostos, dando la sensación de laberinto, sino también quedar perdidos entre la desdicha y pobreza, que aunque es solo material, es el único manto que cubre a las familias que allí viven.
El laberinto de Altagracia Altagracia Guzmán, de 75 años, caminaba despacio ayudándose de las paredes para desplazarse por el callejón 23 de la calle Juan Erazo. Su avanzada edad no era el motivo de su cansancio, era el recorrido que debía realizar para llegar de su casita hasta la calle.
A primera vista y desde fuera, el estrecho sendero parece corto con espacio para quizás unas cinco casas, pero no, desde donde camina doña Altagracia hasta han tenido que colocar bombillas para iluminar el sendero que utilizan por lo menos 18 familias y las cuales comparten un solo baño.
A pesar de que Altagracia ya iba de salida quiso ser ella misma quien hiciera junto al equipo del Listín Diario el recorrido por el lugar en el que ya tiene más de 60 años residiendo. “Vengan yo los llevo”, sugirió.
Cada vez que aparecían otras entradas la madre de cuatro giraba y se aseguraba de que nadie se quedara atrás.
“No se van a perder, yo misma los saco después”, señalaba Altagracia cada vez que doblaba o entraba por algún pasadizo.
La última de todas era su casa, y con la dulzura de abuela mandó a parar a su hijo Francisquito que estaba sentado en la única silla que tiene en su casa.
“Eso me lo dio la vecina de allá alante, esto me lo consiguió la vecina de ahí…”, y así fue señalando Altagracia el origen de las pocas pertenencias materiales con las que cuenta.
De su lado, su hija, Clara Sánchez Guzmán, de 56 años, también vive en la “parte atrás”, no muy lejos de su madre.
Siete pedazos de tabla que reposan sobre dos palos en diagonal les permiten a Clara y sus hijos, así como otras dos familias, subir hacia sus hogares.
Clara pasa las noches acostada sobre un colchón pelao’ que comparte con su hija de 13 años, la cual padece de condiciones mentales.
Su segundo hijo debe esperar a que su madre acomode lo que queda de la puerta, cuya única función es evitar que entren los gatos de la zona, para posteriormente desenrollar un pedazo de esponja sobre el suelo y descansar mientras observa el cielo por los agujeros de todos los tamaños que tiene el techo de zinc. “Por ahí (señalando el techo) entra un viaje de agua”, destacó Clara.
Desde que comienza a lloviznar, como fue el caso de este domingo, el semblante de Clara cambia radicalmente y su rutina también. Tiene que poner fundas plásticas amarradas entre los clavos salidos de la madera que la resguarda del frío para evitar que se le mojen dos Hampers, una televisión dañada, una mochila, una caja con ropa y el colchón en el que duerme. Estas son sus únicas pertenencias y lo único que cabe en el cuarto por el que debe pagar 1,000 pesos mensuales.
La lluvia no solo moja y deteriora sus escasos enseres, también, y peor aún, humedece sus esperanzas de prosperar y tener una mejor vida junto a su familia.
Clara tiene otra hija, de 17 años, quien duerme diariamente en casa de una vecina, puesto que el suelo del hogar de su madre es tan ligero que no soporta el peso de los cuatro, incluso con solo dos personas en su interior las tablas no paran de emitir un sonido seco e inquietante.
Además, en el poco espacio para desplazarse debe caminar con cuidado para no pisar entre los hoyos que permiten ver hacia abajo.
“No se olviden de mí”, repitió Clara varias veces al despedirse con una sonrisa sincera.
SEPA MÁS
Callejón familiar.
En la entrada de otro callejón, esta vez el 96 en la calle Moca, estaba Ana Linares con algunos artículos usados en venta tendidos sobre una colorida pieza de tela.
Ella veía atenta el cielo grisáceo que presagiaba la caída de alguna llovizna, al tiempo que vigilaba cada movimiento de su hermano Eduardo, quien sufre de Alzheimer.
Fue precisamente Eduardo, a quien todos llaman Quico, el que con orgullo dijo: “Aquí vive toda mi familia”.
“Pasen, pasen”, insistió, mientras contaba que los primeros en habitar la “parte atrás” en la que hoy viven él y sus allegados fueron sus abuelos”; Ana confirmó la versión.
En el “Patio de los banilejos” como también le llaman los lugareños, por ser los abuelos de Eduardo y Ana oriundos de Baní residen ocho familias y solo tres no tiene relación sanguínea con ellos.
La preocupación de Ana por el clima fue justificada cuando abrió las puertas de su hogar y la pintura de las paredes se descascaraba por la humedad y aunque la lluvia ya había pasado, el agua acumulada en el techo se filtraba por el zinc.
“No quiera estar usted aquí cuando llueve de verdad. Esto se llena de agua y hay que entrar con salvavidas”, dijo.
A pesar de las vicisitudes económicas y de salud con las que tiene que lidiar, Ana solo espera algún día no tener que mirar el cielo tratando de descifrar si lloverá o no para salir corriendo a proteger sus ajuares.
“Eso es lo único que yo quisiera que me ayudaran, arreglar eso”, concluyó Ana.