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Historia

El contingente que Stalin envió a la Guerra Civil contra Franco

La documentación procedente de los actuales archivos de la Federación Rusa, antes integrados en la extinta Unión Soviética, estuvo guardada con un celo absoluto hasta el final de la Guerra Fría. Desde que salieron a la luz en 1991, han jugado un papel importante a la hora de reconstruir de manera más seria el papel que los soviéticos jugaron en la Guerra Civil española, cuya intervención militar directa fue decidida por Stalin entre mediados de agosto y finales de septiembre de 1936, mientrad disfrutaba de su descanso en la ciudad balneario de Sochi, en el mar Negro.

En las reflexiones del dictador comunista pesó la idea de que si España acababa en manos de Franco, eso representaría un peligro para Francia, el país que constituía el primer eslabón de la cadena que debía cercar las ansias expansionistas de la Alemania nazi. Y si ella caía, sería un peligro para la URSS, puesto que no tenían la menor duda de que Hitler acabaría llevando a cabo una política más agresiva contra Europa que acabaría afectando al Tercer Reich, tal y como ocurrió poco después en la Segunda Guerra Mundial.

Lo cierto es que Stalin no tenía dudas sobre cómo solucionar el problema de España de la manera más eficaz posible: asesinar a Franco. Y tal y como contaba el historiador ruso y ex agente de los servicios de inteligencia rusos, Boris Volodarsky, en su libro «El caso Orlov» (Editorial Crítica, 2013), la Unión Soviética llegó a enviar hasta tres expediciones al bando sublevado con el objetivo de llevar a buen puerto su magnicidio. Todo ello mientras se ponía en marcha una operación mucho más complicada y grande como la Operación X(donde «X» significaba España), que consistía en el apoyo al Ejército republicano enviando todo tipo de armamento y hombres.

La ayuda a la República El volumen final de la ayuda soviética a lo largo de la Guerra Civil fue de 648 aviones, 347 tanques, 60 vehículos blindados, 1.186 piezas de artillería, 340 morteros, 20.486 ametralladoras, 497.813 fusiles, 3,5 millones de proyectiles, 862 millones de cartuchos, 110.000 bombas de aviación y cuatro torpederas, según las cifras dadas por el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco, Ricardo Miralles, en su artículo sobre la «Operación X» de la revista «La Aventura de la Historia». Y a esto hay que añadir otros 66 «igreks» –barcos de transporte que tuvieron que vadear el cerco impuesto por la marina de Franco en el Mediterráneo y entrar en España por la costa atlántica de Francia– para transportar las armas.

El volumen de dicha aportación fue muy grande, efectivamente, pero la de Alemania e Italia fue mayor, pues enviaron conjuntamente unos 1.500 aviones que participaron, entre otros, en los bombardeos de Guernica y el mercado de Alicante. Pero las armas de los rusos, a su vez, no llegaron solas. Junto a ellas vinieron, además de los mencionados pilotos y tanquistas, asesores militares, técnicos, especialistas en armamento, instructores, ingenieros aeronáuticos, mecánicos, radiooperadores y traductores, estos últimos para que se produjera una comunicación fiable entre rusos y españoles. Y todos ellos sumaron, aproximadamente, 2.200 hombres y mujeres.

Solo en asesores militares, la URSS mandó a 600 personas: unos cien prestaron servicio en 1936, 150 en 1937, 250 en 1938 y, a comienzos de 1939, cuando la derrota ya parecía segura tras la batalla del Ebro, unos 84. Para coordinarlos se creó una estructura de mandos a cuyo frente colocaron a un consejero militar jefe (GVS, por sus siglas en ruso), que contaba con su propio Estado Mayor y más asesores específicos en cada ámbito: desde la marina hasta las comunicaciones, pasando por la aviación y la infantería, entre otros.

Kim Philby La compleja operación de transporte, instrucción y combates por tierra, mar y aire no impidió que Stalin siguiera en secreto con su plan de asesinar a Franco. Un golpe de efecto, pensaba, que sería mucho más efectivo que cualquier batalla. De las tres expediciones enviadas por el dictador comunista, la primera de ellas es de sobra conocida, pues su caso ha sido tratado por periodistas, pensadores, cineastas y escritores como John Le Carré, que se inspiró en él para el personaje central de «El topo», su novela más célebre. Su nombre, Kim Philby, un corresponsal de guerra británico que había sido reclutado por los soviéticos cuando tenía 22 años.

El capítulo menos conocido es esta primera misión de espionaje en la Guerra Civil española, bajo la tapadera de estar cubriendo el conflicto como periodista para «The Times». En su primer viaje había permanecido en nuestro país tres meses. Al regresar logró que el prestigioso diario británico le publicara un reportaje titulado «En la España de Franco», el cual le abrió las puertas para su corresponsalía permanente en el bando franquista, de cara al público, y su labor como espía, en secreto.

Durante su cobertura, Philby llegó a ser galardonado con la Cruz Roja al Mérito Militar por el mismo Franco, que le creía simpatizante de su causa.

Durante años se ha puesto en duda que Kim Phliby fuera el elegido por Stalin. Y, de hecho, nunca se han encontrado pruebas concluyentes. Según los archivos desclasificados del Servicio de Seguridad británico (MI5), un general ruso que desertó a Gran Bretaña, en 1940, reveló la existencia de dicha misión. Y aseguraba que había sido encargada a un «joven inglés» que, posiblemente, era periodista.

Por otra parte, en el archivo personal de Nikolai Yezhov, líder dela futura KGB, hay un informe con la confesión del general Walter Krivitsky después de huir a Estados Unidos en 1938. Esta, según la transcripción realizada por «The Guardian», dice: «A principios de 1937, la OGPU (policía secreta) recibió órdenes de Stalin para preparar el asesinato de Franco. Hardt, un oficial que fue luego purgado, fue instruido por el jefe de la OGPU, Yezhov, para reclutar a un inglés. Este lo contactó y envió a España. Era joven, un periodista de buena familia, un idealista y fanático anti nazi. Antes de que el plan madurara, el propio Hardt fue llamado a Moscú y desapareció». Lo curioso del informe, según el medio británico, es que en los márgenes había escrito «prob Philby» («probablemente Philby»).

La defensa de Madrid Casi al mismo tiempo que la posible elección de Philby, en la primavera de 1937, hubo otra expedición encabezada por el oficial de la inteligencia soviética Grigori Mijáilovich Semiónov. Y una tercera que se depositó en Elli Bronina, la esposa de un espía soviético en Shanghai. Pero todas fracasaron, como bien es sabido, porque Stalin parecía estar más interesado en eliminar antes a los «traidores » trotskistas que habían sido enviados a España desde la URSS. Todo ello bajo la lógica aterradora de que, para acabar con cualquier enemigo externo, primero había que acabar con el enemigo interno.

Mientras se llevaba a cabo esta purga mediante asesinatos selectivos y fracasaban los planes del magnicidio, a España llegaban los diferentes consejeros jefes de la Unión Soviética: en 1936 y 1937, Yan Berzin; en 1937 y 1938, Grigory Stern, y entre finales de 1938 y comienzos de 1939, Kuzmá Kachanov, según detalla Miralles. Todos ellos con sus correspondientes consejeros adjuntos y el proyecto de crear un Nuevo Ejército Popular. Y lo cierto es que su aportación fue decisiva en la defensa de Madrid, cuya operación fue un éxito durante los primeros meses de guerra y funcionó, también en algunas de las batallas posteriores, como el Jarama, Teruel y Guadalajara. Al igual que el adiestramiento de soldados españoles y la creación de escuelas militares en Barcelona, Madrid, Almansa, Murcia, Albacete o Archena.

Los primeros pilotos soviéticos, por su parte, llegaron a España en septiembre de 1936, un mes antes que los primeros bombarderos rápidos Tupolev –un total de 30 con los que formaron tres escuadrillas– y 40 cazas. Fue en Madrid donde se produjeron también los primeros combates en 1936, que se saldaron la mayoría con éxito por parte de los aviadores rusos y con la ayuda de algunos españoles inexpertos. El final ya lo sabemos: el número decreció desde los 311 a finales de 1936, hasta los 183 en 1938, hasta el final de una guerra que acabó con 99 de ellos.

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