2021: Pandemia, tiempo y álgebra
2021. Enero. Aquí no hay nadie… no hay fotos felices con los abuelos o con los vecinos o con sobrinos recién nacidos de los que apenas se recuerda el nombre. No hay familias en las playas con rutinas de venenos amables que irritan el estómago o con canciones desafinadas cantadas por las tías.
Tampoco hay paredes de las que caen racimos de hojas artificiales con esferas rojas y muérdagos gigantes. Y si hay todo esto es un simulacro cruel que se disipa en los magníficos vientos que han logrado tambalear las calles en noches bíblicas cansadas ya de esperar el fin de los tiempos. Amanecen árboles caídos que se quedan quietos en la soledad del asfalto. Han vuelto los pájaros y los sonidos de las ambulancias. Las manos cada vez más vetustas por el jabón y el gel antibacterial. Las tardes espléndidas se baten en duelo contra el repunte
de la pesadilla y de los contagios. Todas y todos afuera desde hace algunos meses. Todas y todos adentro de un horror solitario, manchado de normalidad, un horror a veces tan raquítico, tan áspero... un horror mezquino que se hace el sueco mirando hacia otros lados para luego dejar su dentellada de realidad entre los más cercanos.
Las lucecitas en las ventanas apenas alcanzan para hacer de la ciudad un cementerio de buenos deseos y de palabras reconfortantes. ¿Qué se extraña cuando se extraña? ¿El cuchillo en la mesa rodeado de personas en rutinas familiares? ¿Los trapos para limpiar el derrame de los romeritos y el bacalao? ¿Los chismes que hablan de primas embarazadas, de tíos desalmados con los primos, de hijas fuera del matrimonio?
Todo está gobernado por frases que respiran detrás de la espalda como sombras. El nuevo año no fue más que un pobre espantapájaros que me hizo recordar cosas extrañas de mi infancia. En esta quietud de murmullos que caen del cielo, de vientos siniestros y de tapabocas en calles que se llenan y vacían de golpe, todo parece indicar que nuestras voces seguirán con el rumbo perdido, intentando nombrar lo que no tiene rostro ni fin.
El tiempo
¿El tiempo se detiene? ¿Tuerce la boca? ¿Se marchita antes de renacer? ¿Languidece en la memoria reciente que ya no recuerda ninguna tarde fría sin tapabocas?
Tengo muchas voces adentro, murmullos de sol y silencios de metal que se van acomodando en mí como si estuvieran organizando una procesión de ausencias. Tengo ya anécdotas que tienen que ver con el tráfico nuevo, las olas contemporáneas del asfalto y esos cláxones que furiosos despiertan del letargo de marzo, de abril, de mayo y de junio… los meses ya viejos de la pandemia, porque los meses nuevos iban sepultando el sonido de los pájaros y el silencio implacable y violento de la ciudad en esa quietud de ambulancias y de sirenas que aúllan en una soledad ya domesticada y que se aleja zigzagueando tristemente por las calles y avenidas otra vez desiertas en las noches de enero.
Diciembre dejó un enero herido de muerte. “La pandemia no ha terminado”, dice una voz en la radio que se va transformando en un absurdo: nada ha terminado, no es necesario repetirlo porque todo se desvanece en la espera. ¿Qué se espera cuando se espera? No lo sé. Creo que nadie lo sabe con certeza. Las vacunas… los abrazos posteriores… otro tiempo sin tiempo... He estado tres veces en cuarentena estricta por haber creído que estaba contagiado. El tiempo va y viene; se cruzan sus símbolos perennes con los pájaros de diciembre en retirada y con las llamadas que informan sobre nuevos contagios y muertes. El tiempo es esa rebanada de futuro negado, es esa risa tronante que se le fuga en nosotros al miedo, es la rueda de la fortuna, la tensa calma de todos los días. Es la tristeza irrefutable de los que se van. El tiempo, ¿cuándo de veras fue nuestro? A veces creo que el tiempo sólo pertenece a los pájaros, al claxon enfurecido, a esa abstracción que identificamos como enero… al follaje de los árboles y de los edificios, al vacío de estos días moribundos.
Álgebra
Me preguntó qué destino tendrán todas esas voces. La que me ha contado que en el pueblo de Santa Fe ha muerto mucha gente y que sin velorios las almas andan penando… la que comenta, un poco en broma, que ya no tiene recuerdos de antes del confinamiento… la que me relata minuciosamente sus viajes diarios en el trolebús para ir a trabajar… la que se quiebra porque el contagio llegó a sus padres en la cena de Navidad a través de algún hijo… la que me dice con optimismo que ha leído que después de la pandemia vendrá una época de lujuria y carnaval y que más vale llegar vivo… la que me distrae con sus interesantes opiniones sobre la “dictadura capitalista” que se apropiará de las vacunas y que nos someterá a la competencia económica para adquirirlas… la que me habla con pesar de su recuperación después del Covid… las que se formaron en mi cabeza y en mis sueños después de escuchar estas y muchas otras historias que voy guardando como puedo en mi memoria. Una mujer me dice algo que me estremece: “A veces siento que yo y mi hijo, aquí encerrados desde hace meses, seremos olvidados por los demás poco a poco.” ¿Qué haremos con los que van a enloquecer de soledad? ¿Y con los que se van a ahogar en estas multitudes mortales? ¿Qué pasará con los que se encargaron de buscar al bicho y no lo encontraron? ¿También van a enloquecer? Son los peores días. Seguramente también vamos olvidando cómo entonar las canciones que más nos gustan. Nos sale más vello del habitual en los brazos y en la espalda. Nuestras manos siguen envejeciendo. Ya olvidé que extrañaba al sol en su brutal plenitud de miles de años. Ya sabemos, gracias a algunos científicos futuristas, que algún día este virus será como una simple gripa y que tendremos otros problemas más graves que atender. Mientras tanto, estamos aquí, atrapados en el álgebra cada vez más dolorosa de los que se van y de los que se quedan