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2021: Pandemia, tiempo y álgebra

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Gustavo OgarrioTomado De La Jornada Semanal

Si algo adoraba Adolf Hitler eran las ideas extravagantes. Su ma­yor obsesión siempre fueron los carros de combate superpesados; unas moles con las que pretendía arrasar las estepas soviéticas en la Segunda Mundial. Esa ofus­cación fue letal para un Tercer Reich asfixiado por la ingente cantidad de modelos de blin­dados a fabricar y por la esca­sez de piezas de recambio para los tanques más numerosos, los míticos Panzer IV.

Lo que no se puede negar es que, de haber logrado sa­car de las fábricas algunos di­seños como el gigantesco carro de combate «Maus», los Alia­dos se habrían visto en severos problemas. «Todos los exper­tos en armamento del III Reich han destacado un hecho evi­dente: si la investigación se hu­biese adelantado tan sólo un año, el resultado de la contien­da podía haber sido muy distin­to», afirma el escritor José Les­ta en su libro «El enigma nazi» (editado por Edaf). «Sin embar­go, el propio sistema nazi pro­pició también el derrumbe fi­nal del Régimen bajo el peso de los abultados y multimillona­rios gastos destinados a las re­volucionarias ‘armas maravillo­sas’», sentencia. De esta forma, los mismos ingenios que po­drían haber salvado al Reich en la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en los clavos de su ataúd.

Supertanques

La predilección de Adolf Hitler por los carros de combate pesa­dos quedó patente a partir de 1941. Ese fue el año en que los diseños de tanques tan extrava­gantes como irrealizables se mul­tiplicaron en su despacho. El pri­mero de ellos fue el «Panzer VII Löwe» (León). Ideado por la fa­mosa Krupp para hacer frente a los KV soviéticos contra los que los alemanes se habían topa­do en la URSS en la Operación Barbarroja, la idea era que des­plazara 91,4 toneladas, tuviera un blindaje frontal de 140 milí­metros (casi 40 más que el miti­ficado Panzer VI) y disparara un poderoso cañón de 105 o 150 mi­límetros. La máxima final era que contara con el mayor número po­sible de piezas del Tiger II para fa­vorecer la llegada de repuestos.

Pero el trayecto del León duró poco y, allá por 1942, el proyecto se canceló después de haber inver­tido grandes cantidades de dinero en él. No porque por su coste, sino porque hasta el «Führer» llegaron los planes de un carro de combate de mayores dimensiones.

El proyecto que sustituyó al León fue el Typ 205, más conoci­do como «Panzer VIII Maus» (en origen, Ratóncillo). El que prome­tía ser el carro de combate más pe­sado de toda la Segunda Guerra Mundialfue aprobado en junio de 1942 y se convirtió en la niña de los ojos del «Führer». En enero, co­mo bien explica David Porter en «Las armas secretas de Hitler», el líder nazi volvió a inmiscuirse en su diseño y ordenó a la empresa Porsche, la encargada de su alum­ bramiento, que montara dos caño­nes (uno de 128 milímetros y otro de 75) en la torreta e, incluso, que el blindado tuviera la capacidad de llevar uno de hasta 170 milíme­tros. Mover aquella arma suponía contar con un colosal chasis que soportara su peso y su retroceso, lo que se traducía en menos velo­cidad y maniobrabilidad.

No importó. Hitler aprobó los diseños y entregó su fabricación a la Krupp y a la Alkett, responsable de su ensamblaje. Estas dos em­presas tuvieron que soportar los caprichos de un «Führer» que, cuando vio los primeros proto­tipos, armados con un cañón de 128 milímetros, se quejó de que parecía un «arma de jugue­te» y dictaminó el cambio por uno mayor. La ilusión debió ter­minársele al líder nazi en octu­bre de 1943, durante una de las etapas más duras de la Segun­da Guerra Mundial, pues fue en­tonces cuando canceló el pedido. Aunque sí permitió que aquellos carros de combate que estuvie­sen ya en producción fuesen ter­minados.

El resultado fue un vehículo de peso excesivo que destrozaba las suspensiones y que hacía peli­grar los puentes que atravesaba. El sueño acabó en 1944, aunque los soviéticos capturaron uno de los prototipos al terminar la Se­gunda Guerra Mundial.

La desmesurada voracidad de Hitler en lo que se refiere a los diseños de carros de combate la intentó paliar el general Knie­kamp, ingeniero jefe de la Ofi­cina de Pruebas de Armamen­to Waffenprufamt 6, a partir de 1942. Este experto en armas in­tentó convencer al «Führer» de que debían abandonar la pro­ducción de la infinidad de mo­delos que estaban saliendo de las fábricas y apostar tan solo por seis categorías. De esta forma, pretendía simplificar la produc­ción de blindados y de sus piezas de repuesto. La llamada Serie E no era una idea para desdeñar, y, según Porter, buscaba implementar mejoras como «el uso de suspensiones externas sujetas por pernos» o la «estabilización del ar­mamento principal» para favore­cer el disparo en movimiento. Pe­ro jamás salieron a la luz.

El último y desquiciado sueño de Adolf Hitler fue la creación de los llamados «cruceros terrestres», conocidos como la Serie P. Según desvela el historiador y periodista Jesús Hernández en «Eso no esta­ba en mi libro de la Segunda Gue­rra Mundial», la idea, extravagan­te donde las hubiera, era que estos colosales carros de combate es­tuvieran equipados con los caño­nes que utilizaban los buques de la época. El resultado fue el dise­ño del «Landkreuzer P1000 Ratte» (Rata), de mil toneladas, 11 me­tros de altura y el blindaje de un crucero que necesitaba una tripu­lación de veinte personas.

Como siempre sucedía con este tipo de proyectos, el «Führer» que­dó prendado por él y le entregó su alumbramiento a Krupp. El resul­tado no pasó de unos planos en los que se confirmaba que montaría un cañón de… ¡280 milímetros! Un arma similar a la que utiliza­ban los cruceros de la clase Schan­horst y que pesaban, por si solos, unas 650 toneladas. La imposibili­dad de transportar a este gigante a la batalla, su coste de fabricación, su limitada movilidad y su gigan­tesca figura lo terminaron conde­nando.

Locos cañones

De entre todos los inventos que los nazis quisieron idear para la guerra, los que más destacan por su originalidad son las denomi­nadas «armas limpias», llama­das así debido a que utilizaban la energía del medio ambiente para funcionar. La primera de ellas es el «cañón de viento», un artefac­to ideado para lanzar rayos de ai­re. «Diseñado en Stuttgart duran­te la guerra, era un tipo de arma que podía emitir un flujo pulsante de aire comprimido. Feo y grotes­co en apariencia, estaba construi­do con un gran caño curvo con un codo en forma de giba», determi­na, en este caso, Lesta.

Otra «arma limpia» fue el «ca­ñón sónico», creado en los años 40 por el doctor Richard Wallaus­chek. «Estaba formada por dos re­flectores parabólicos conectados por varios tubos que formaban una cámara de disparo. A través de los tubos entraba en la cámara una mezcla de oxígeno y metano que era detonada de forma cícli­ca», explica el experto.

«Las ondas de sonido produ­cidas por los explosivos, por re­flexión, generaban una onda de choque de gran intensidad que creaba un rayo sónico de enor­me amplitud. La nota aguda que enviaba superaba los 1.000 mili­bares a casi 50 metros. A esta dis­tancia, medio minuto de exposi­ción mataría a cualquiera que se encontrara cerca, y a 250 metros seguiría produciendo un dolor in­soportable», determina Lesta.

A pesar de que el «cañón sóni­co» podría haber revolucionado el mundo armamentístico de la Segunda Guerra Mundial, final­mente no se llegó a utilizar de­bido a su gran tamaño (pues, al parecer, una de sus piezas medía más de tres metros). Sin embar­go, algunos documentos afirman que llegó a probarse contra ani­males.

Dentro del armamento climato­lógico destacó también el «cañón solar», el cual utilizaba la energía de este astro para lanzar un gi­gantesco rayo de calor sobre los aviones enemigos. «Los bocetos iníciales mostraban un gigantesco reflector que, a modo de espejo, debía captar una gran cantidad de rayos solares focalizándolos en una zona determinada», acla­ra Lesta.

Y raras bombas

Otro artefacto con el que se hi­cieron pruebas fue el «arma vórtice»,cuya finalidad era crear torbellinos para derribar a los aviones Aliados. «Se construyó en el Instituto Experimental de Lo­fer, en el Tirol austríaco. Diseñada por el doctor Zippermeyer, tenía como base un mortero de gran calibre que se hundía en el suelo y disparaba proyectiles cargados de carbón pulverizado y un ex­plosivo de acción lenta», senten­cia Lesta.

Al parecer, el objetivo que se buscaba con este curioso inven­to era derribar a los aeroplanos enemigos en el momento en que explotase la mezcla. Este revolu­cionario artefacto, sin embargo, no surtió efecto en sus primeras pruebas, por lo que se intentó me­jorar

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