REMINISCENCIAS
Relojero inolvidable de mi pueblo
Leónidas, sí, pero de las Termópilas, no de San Cristóbal. Así respondía en voz baja a quien preguntaba, siempre que fuera de su confianza.
Su talante era encantador. Tenía respuesta para todo; requería paciencia verle trabajar sin descanso en su “estudio”. Así llamaba a su humilde cuartito taller.
Destilaba sabiduría popular de rasgos griegos distantes, cuando su oxidada lupa invadía el prodigio suizo a reparar.
Me llega el recuerdo de sus comentarios sobre temas perpetuos. Leónidas, sin quitar el ojo del laberinto del prodigio suizo, dictaba una especie de cátedra solemne.
“Vincho, están aquí desde hace tiempo los extraterrestres”. “Son más avanzados”; “nos estudian”; “quieren saber si somos capaces de enmienda.” “Detestan nuestros odios y pasiones”; “esperan la orden de meternos en cintura”; “tienen poder para hacerlo, ya está bueno, merecemos el castigo”.
Así se internaba en meditaciones, tan razonadas, que nadie reprochaba su inocencia.
Era yo entonces un joven abogado en mi pueblo; me alegraban los percances de mi Bulova, sólo para oír las ocurrencias de aquel ser tan sencillo y honrado. Sin ninguna sospecha alarmante de demencia.
No sólo era yo, otros profesionales se divertían, luego, con las cosas de Leónidas, el relojero. Era la década de los cincuenta y entre los de su confianza, decía: “Cuídense de este tiempo peligroso”; “el mando está más loco que nunca”; “esos sicarios de los Cepillos no saben lo que le espera a esa mente enferma”; “en ella vive la crueldad y aquella gente lo sabe y le está siguiendo de cerca, los extraterrestres.”
Leónidas, le decía, no le quites tareas a Cristo, que está por volver. Y respondía. “Esto es complicado.” “No se sabe quién está detrás de los visitantes”; “no dudes que sean infantería avanzada.”
Dejé de verle cuando salí del pueblo Y sólo a ratos sabía de él. La Corte de Apelación quedaba en una vieja casona, vecina a su “estudio” y aprovechaba los recesos para preguntarle; ¿Por dónde va tu gente, Leónidas? Y respondía: “Cállate Vincho, que ahora es que eso es fuerte.”
Sesenta y siete años después, pienso en mi amigo y al oir y ver en tv tantos testimonios de Ovnis, me imagino lo que fueran sus creencias, de haber vivido.
Pero debo decir que mi amigo relojero era interesante también por sus peculiares creencias sobre otros temas. Leonidas tenía opinión. Un día me planteó: “Vincho, te quiero decir que lo mejor es no tener nada, o que sea tan poco que el Ayuntamiento se encargue del entierro”. “Al velorio irá parte de la familia; de los otros, los amigos, mejor es no hablar”. “Pero, si tienes fortuna, velándote puede llegar el alguacil con la demanda en partición”. “Y ríete el rebú entre hermanos, padres e hijos”. “Según sea el difunto, será la disputa”. “Mejor es el Ayuntamiento, porque ahí habrá paz y compasión si algún peón te recuerda.”
Leónidas, le contesté, en premio a lo que crees, te voy a hablar de esto: Napoleón Bonaparte fue Emperador de Francia. Un genio de la guerra, pero también la dotó de un Código Civil que fue guía de medio mundo. Otra de sus glorias. Entre batallas y conquistas se apersonaba a las reuniones de los jurisconsultos y allí opinaba, según su genio. No era un simple observador. Un día le dieron a leer el proyecto de los artículos relativos a Sucesiones y Donaciones y se molestó, exclamando: “¿Quien fue el loco que escribió esto? ¡No he visto jamás algo tan oscuro e incomprensible!. ¡Háganlo llegar a mi presencia!”
Era alguien tenido como excéntrico; un tanto alocado, pero de grandes luces, que había preparado modelos personales del Código Civil. Los jurisconsultos sintieron algún respeto compasivo y le concedieron que redactara el proyecto de esos artículos. Una vez en presencia del Emperador, después de soportar el chaparrón de su inconformidad por lo oscuro de su proyecto, Cambaceres, tal era su nombre, le contestó: “Majestad, sois un conquistador de pueblos; reconocéis el alma de todos los soldados para gloria de Francia; más, os digo, que para conocer el alma del hombre es necesario ponerlo a partir y repartir bienes indivisos. Eso que he entregado es lo más simple que se puede hacer frente a la codicia.”
El Emperador quedó convencido y esa, mejorada, pasó a ser legislación de muchas naciones, entre ellas la nuestra.
Tú tienes razón, Leónidas, es preferible la caridad municipal para el entierro.
No sé cómo reprodujo después mi relato, claro está, sin dar la fuente, porque era muy digno y prudente al opinar y todo lo asumía como propio.
No quiero evadirme de su atención sin decirles que fue de labios del amigo desde donde oí el anticipo más premonitorio del feminismo, que entonces era tema tabú. Me dijo: “Vincho, veo con preocupación a algunas muchachas hijas de gente seria con unos pantalones muy apretados.” “No me gusta”. “Las mujeres a sus faldas.” “Eso va a ser una fuente de provocaciones y tú veras que esa bestia que es el hombre las va a matar por sus celos salvajes.” “La misión de la mujer es otra.” “Parir al mundo, eso es cosa de Dios.” “Déjele la guerra y la violencia al otro, que él, yo te digo que está vigilando la gente aquella.”
Hoy, cada vez que me entero de un feminicidio, pienso en Leónidas, el relojero filósofo y moralista, que Dios guarda en su santo seno.