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La ciencia combate el desperdicio de comida

Estas frutas son algunas de las que regularmente se desperdician.

Estas frutas son algunas de las que regularmente se desperdician.

En 2016, un miste­rioso paquete llegó a las oficinas de una influyente empre­sa de capital riesgo de San Francisco. En su inte­rior, dos bandejas de aguaca­tes y una escueta nota: «Ob­sérvame». A lo largo de las dos semanas siguientes, las frutas de una de las bandejas siguie­ron su curso natural: comen­zaron a ponerse blandas y a oscurecerse. Sin embargo, los aguacates de la otra bandeja alcanzaron su punto idóneo de maduración y ahí se estanca­ron. ¿Milagro? No: ciencia, por supuesto. Y el golpe de efec­to funcionó: Andreessen Ho­rowitz, la compañía de riesgo dedicada a financiar empresas emergentes, aportó 33 millo­nes de dólares de financiación a Apeel, la start up que había enviado los aguacates. No fue ni la primera ni la única en de­jarse seducir: la Fundación Bill & Melinda Gates había apor­tado ya 100 millones de dó­lares. Y este año se han unido como inversoras Oprah Win­frey y Katy Perry. En mayo de 2020, Apeel –que tiene su sede en Santa Bárbara (California)– anunciaba nuevas inversiones por valor de 250 millones de dólares. Ya suman 1000 millo­nes desde su fundación.

El secreto está en la cutícula Pero… ¿qué había ocurrido con esos aguacates para que se detuviera el tiempo en su in­evitable evolución? Que la es­trategia ideada por James Ro­gers, licenciado en ingeniería biomédica por la Universidad Carnegie Mellon, había dado sus frutos (nunca mejor dicho). Ro­gers, fundador y CEO de Apeel, llevaba tiempo dándole vueltas a una fórmula para combatir el desperdicio alimentario, que se­gún la FAO alcanza 1300 millo­nes de toneladas anuales.

Se rocía el alimento con un agua enriquecida de origen or­gánico y la fruta mantiene la hu­medad. Funciona igual que el papel film.

La idea inicial de Rogers pa­ra combatir este problema glo­bal fue imitar el método en que el acero inoxidable es protegido a través de delgadas capas de pro­ductos químicos. Pero una cosa es una sartén y otra muy distin­ta, una fresa. Así que Rogers vol­vió la mirada a la naturaleza. La fresa, como un aguacate y tan­tas otras frutas y verduras, cuen­ta con una fina membrana exte­rior que las aísla y protege: evita la desecación y la entrada de bac­terias y hongos. Es la cutícula, compuesta principalmente de ce­ras, y la llamada ‘cutina’, una ma­cromolécula formada por ácidos grasos, unidos entre sí para cons­tituir una capa que sella a la plan­ta y a sus frutos.

Lo que ha hecho la firma Apeel ha sido identificar qué elementos de esa cutina pueden disolverse en agua: los lípidos. Sus molécu­las se deshacen en el agua, pero, si esta se evapora, vuelven a unir­se formando una delgada estruc­tura. Algo así como un papel film como el que usamos para envol­ver los alimentos. Pero mucho más fino, soluble y sobre todo de origen orgánico: la compañía lo elabora con restos de frutas y ver­

duras. Para aplicarlo, basta con pulverizar sobre el alimento el agua enriquecida con esta cuti­na disuelta o sumergir la fruta en ella. Y dejarlo secar. Esta ca­pa logra dos objetivos: mante­ner la humedad interior y evitar la entrada de oxígeno. Es lo que trata de hacer, con mucho me­nos éxito, la capa de cera que a veces encontramos sobre nues­tras manzanas o las naranjas que compramos.

En Estados Unidos hace ya tiempo que los aguacates so­metidos a este tratamiento de Apeel se comercializan en múl­tiples cadenas de supermerca­dos. Y más recientemente han aterrizado también en Holanda y Alemania. Un estudio realiza­do en 2900 supermercados ale­manes durante la primera mitad de 2020 resume bien sus ven­tajas: se desperdició un 50 por ciento menos de aguacates. Y, al incrementar su esperanza de vida, las ventas aumentaron un 20 por ciento. La pérdida de hu­medad se reduce en un 30 por ciento, manteniéndose más ter­sos y apetecibles. Más ricos, en definitiva. Y sin ningún añadido químico.

Si bien es cierto que los agua­cates utilizados en el estudio alemán provenían de Chile y Perú (¡del kilómetro cero a los 10.000 kilómetros de viaje!), las ventajas medioambientales de prolongar la vida de frutas y ver­duras son evidentes. No es solo que tarden más en estropearse reduciendo así la cantidad que termina en la basura, sino que se evita, o reduce, la necesidad de refrigeración. Algo especialmen­te importante en países en si­tuación de pobreza. Además, se rebaja la emisión de gases inver­nadero en la producción y trans­porte de los productos.

Del hospital a la mesa Apeel no es la única empresa en luchar contra el desperdicio ali­mentario, por supuesto. Son mu­chas las estrategias y experimen­tos novedosos surgidos en los últimos años en el terreno de la biotecnología. Desde el plasma hasta la aplicación de descargas eléctricas. Esta última es una de las técnicas empleadas en los la­boratorios Rolest de la Univer­sidad de Strathclyde (Escocia). Desde allí combinan la biomedi­cina con la microbiología o la in­geniería electrónica para buscar la desinfección y esterilización ba­sada en la electricidad. Sirve tan­to para su uso en hospitales como para el combate del bioterrorismo o…, exacto, la conservación de ali­mentos. Por ejemplo, los denomi­nados ‘campos eléctricos pulsan­tes’ (PEF en sus siglas inglesas): consiste en la aplicación de bre­vísimas descargas de electricidad para la inactivación de enzimas, microorganismos y bacterias sin alterar las propiedades del alimen­to. Se está investigando su uso en carnes, frutos secos, fruta y líqui­dos como la leche, la cerveza o el vino. También se está investigan­do el empleo de luz ultraviole­ta pulsada contra bacterias como Listeria monocytogenes o Salmo­nella. Un estudio de la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid publica­do en junio del pasado año mos­traba las ventajas de utilizar la luz pulsada para inactivar la bacteria Listeria en jamón serrano e ibérico loncheado sin alterar sus propie­dades sensoriales.

Frío contra la salmonela La industria alimentaria usa con frecuencia agua caliente para combatir estas bacterias. Pero, además de un elevado consumo energético, tiene una desventaja: altera el sabor y la textura de los alimentos, aunque sea muy leve­mente. Se hace, por ejemplo, en los huevos que consumimos, pa­ra combatir la salmonela. Diver­sos laboratorios están estudian­do la aplicación de tecnologías de radiofrecuencia para la pasteuri­zación de los huevos. El proceso tarda unos 20 minutos, un tercio del tiempo necesario empleando agua caliente (a unos 56 grados).

Otra tecnología que está adqui­riendo un notable protagonismo es la aplicación de plasma frío pa­ra la eliminación de patógenos. Se conoce desde los años sesenta, pero es en la última década cuan­do los costes de producción y ma­nipulación han permitido pensar en usarla a gran escala. Se basa en la liberación en el aire de ra­dicales hidroxilo, que se adhie­ren a la pared celular de las bac­terias y les ‘roban’ los átomos de hidrógeno, provocando su muer­te. No emplea sustancias tóxicas ni requiere de grandes radiaciones energéticas: hablamos de plasma frío, pero en realidad está a tem­peratura ambiente (ocurre que se llama así por oposición al plasma térmico, que puede alcanzar miles de grados centígrados). Además, el proceso puede durar entre unos minutos y tan solo dos segundos. Y es muy efectivo contra patógenos como la salmonela y esporas como el Clostridium botulinum. Aunque resta comprobar algunos elemen­tos importantes: ¿podría afectar a las características nutritivas de los alimentos? ¿Podría generar algún grado de toxicidad?…

También con métodos ya cono­cidos de conservación de alimen­tos, como la esterilización termal que hoy se aplica con agua, se es­tán experimentando nuevos méto­dos: a través de las microondas. Se está probando en tortillas, salmón o hamburguesas y hay quien dice que Amazon ha echado el ojo a la tecnología. Otro enfoque: poner a los ‘bichos’ buenos a combatir a los malos. Como la probiótica aplica­da a las plantas. Una solución, por ejemplo, que contenga bacteriófa­gos que se alimenten de la Listeria o la salmonela. Porque la respues­ta muchas veces, como ocurre con Apeel, está en la naturaleza. Bas­ta con aprender a transformarla para usarla donde y como quera­mos. Reduciendo por el camino la cantidad de químicos que llega a nuestras neveras y el desperdicio de alimentos.

Todos estos desperdicios hablan de una pobre cultura en cuanto a su preservación. Con estos desperdicios hasta se puede hacer tierra orgánica.

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