Cine y propaganda: para persuadir a las masas

La imagen, ya de suyo muy poderosa desde la Antigu¨edad, se multiplicó infinitamente con la invención de la fotografía y más tarde del cinematógrafo.. La historia de esa profunda y no pocas veces ominosa relación es asunto de este ensayo.

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JOSÉ RIVERA GUADARRAMACiudad de México / Tomado de La Jornada Semanal

La fascinación por las imágenes en movimiento es natural. La tierra se mueve y, con ella, las sombras proyecta­das sobre la superficie dan la impresión de estar inmer­sas en escenas cinemato­gráficas. En la Antigüedad ya había intentos de movi­miento para las imágenes. Por ejemplo, en Egipto, dos­cientos años antes de nues­tra era, el faraón Ramsés hizo representar en el exte­rior de un templo la secuen­cia sucesiva de una figura en movimiento, de modo que quien las contemplara al cabalgar al galope ten­dría la ilusión de verlas en movimiento. Siglos más tar­de llegó Platón y una espe­cie de prototipo del cine ya se enuncia en el libro vii de La República aunque, sin duda, este filósofo habría si­do un férreo oponente de la creación, promoción y utili­zación del cine, sobre todo por cuestiones epistemoló­gicas, ya que, para él, el pro­pósito y función del arte no es buscar y encontrar la ver­dad. Al contrario; el arte, di­rá Platón, es la copia de la copia del mundo de las for­mas. Es decir, un engaño.

Para Roman Gubern, el cine es “como la fotografía y el fonógrafo, un procedi­miento técnico que permi­te al hombre asir un aspecto del mundo: el dinamismo de la realidad visible. Es la máxima solución óptica que ofrece la ciencia del siglo xix a la apetencia de realis­mo.” A partir del encuentro de la máquina con la cultu­ra, nace también la difusión masiva de esta última, y a gran escala, rompiendo con el principio del arte destina­do al disfrute de una mino­ría privilegiada.

La era audiovisual A finales del siglo xix, el descubrimiento del ci­ne no tuvo ningún propó­sito más allá del científico o tecnológico. Además, du­rante aquellos años, su de­sarrollo, junto a las nacien­tes propuestas fílmicas, carecía de todo interés polí­tico. Por su parte, la propa­ganda es más antigua que el cine. En su definición eti­mológica, hace referencia al acto de propagar, divul­gar, dar a conocer. Sus primeras aplicaciones fueron en la curia romana para di­fundir el mensaje religio­so. El 22 de junio de 1622, el papa Gregorio xv institu­yó la Congregación para la Evangelización de los Pue­blos, también conocida co­mo propaganda fide, con la intención de propagar el ca­tolicismo en otros continen­tes.

Sin embargo, esta conno­tación religiosa comenzó a tomar otros derroteros con el transcurso del tiempo. Ahora la propaganda es re­conocida y utilizada en ám­bitos políticos, sobre todo a partir del establecimiento de los regímenes totalita­rios del siglo xx: fascismo, nazismo, estalinismo, co­munismo, socialismo, con­servadurismo, liberalismo, neoliberalismo, etcétera.

Aunque la historia de la propaganda es muy anti­gua, fue durante la primera guerra mundial cuando se comenzó a teorizar y apli­car con métodos científicos. Durante esos años, el inte­lectual Walter Lippmann, junto a Edward Bernays, sobrino éste de Sigmund Freud, desarrollaron lo que podría considerarse como la primera campaña propa­gandística en Estados Uni­dos en contra de Alemania. En ella incitaban a los esta­dunidenses a aceptar la en­trada de este país en el con­flicto bélico.

A partir de esas aplica­ciones, el concepto de pro­paganda ha sido cargado de connotaciones negativas. Se considera que sus acti­vidades pertenecen, o van enfocadas, sólo al dominio de la política, y que es mala porque construye y expresa contenidos ideológicos.

Hasta antes de la inven­ción del cine, la propagan­da era empleada en medios con poco alcance. Sobre to­do en publicaciones impre­sas. La desventaja era que sólo la población alfabeti­zada tenía la posibilidad de informarse, de instruirse o educarse. Además, aque­llos formatos sólo contaban con texto, y en algunos ca­sos ilustraciones fijas, sin movimiento. Mientras que, con el descubrimiento del cine, ya no era necesario que los receptores supieran leer o escribir. Con esa inno­vación, las posibilidades de abarcar a toda la sociedad se ensanchaban. Comenza­ba lo que más tarde se le co­nocería como la era audio­ visual. El hommo videns, como lo definiría Giovanni Sartori. Y como el cine nace en las postrimerías del siglo xix, hereda un bagaje cultu­ral adquirido a lo largo de la historia. De aquí su evo­lución constante, su rápido devenir.

A finales del siglo xix, el mundo se estaba transfor­mando con violentas sacu­didas. En ese período, la in­dustria cinematográfica no tuvo una importancia rele­vante durante los años pre­vios a la primera guerra mundial. Fueron las inver­siones alemanas en la tec­nología de la imagen las que iniciaron el éxito ci­nematográfico pocos años después.

La propagación del na­zismo se apoyó siempre en grandes manifestaciones ceremoniales, civiles y mili­tares. Su objetivo era llegar a las multitudes. Para ello, usaron la identificación de la política con el arte, de la ideología con la dramatiza­ción. Por lo tanto, el poder persuasivo de la imagen, así como su capacidad para lle­gar a enormes cantidades de público, hicieron del cine

uno de los instrumentos de propaganda preferidos por el nazismo. Después, otros regímenes totalitarios co­menzaron a emplearlo en su favor.

Unas de las cineastas ale­manas con mayor recono­cimiento dentro de esta ac­tividad propagandística es Leni Riefenstahl. Su prime­ra película fue La luz azul, 1932. En ese mismo año en­tabló amistad con Adolf Hit­ler, quien le ofreció filmar la concentración del Partido Nazi en el Campo Zeppe­lin de Nüremberg, en 1934. Aceptó la propuesta y rea­lizó El triunfo de la volun­tad, uno de los documen­tales propagandísticos más efectivos jamás filmado. Su siguiente obra fue Olym­pia, en la que filmó los Jue­gos Olímpicos de Berlín en 1936.

Así, en noviembre de 1916, el Estado alemán fun­dó la Sociedad Alemana del Fotograma, que produ­ciría durante la guerra do­cumentales propagandísti­cos. En enero de 1917, en el ejército se creó el Bild und Filmamt. Además, los gran­des capitalistas fundaron la Universum-Film ag (ufa), formando una gran organi­zación que abarcaría todos los ámbitos de la industria.

Más adelante, se creó el Ministerio de Propagan­da del Reich en marzo de 1933, bajo la dirección de Josef Göbbels (1897-1945), quien se encargaría de todo lo relacionado con el cine, radio, teatro, publicaciones, turismo, etcétera. La objeti­vidad de estas producciones desapareció. La creación de estereotipos y opiniones im­puso limitaciones argumen­tales y estéticas, esto influyó en la percepción social.

Fueron, sobre todo, tres grupos el centro de las crí­ticas: los judíos, los bolche­viques y los anglosajones. Para ello, se usaron estereo­tipos. El tema de los judíos fue el más empleado y su fi­gura la más maltratada por el cine. Dos películas estre­nadas en 1940 propiciaron la aniquilación de millones de personas. Estas fueron, El judío Süss, del director Veit Harlan; y El judío eter­no, del cineasta Fritz Hi­ppler.

Por otro lado, a Rusia el cinematógrafo llegó en ma­yo de 1896. Se utilizó pa­ra rodar la coronación de Nicolás ii. Poco después se presentó al público de mo­do más elegante, en una fiesta de caridad presidida por la emperatriz Alexan­dra Fiódorovna, en el pala­cio de San Petersburgo.

El auge de esta propuesta artística, como espectáculo popular, fue lento y laborio­so, contemplado con des­confianza por las autorida­des y los censores. Incluso, en 1908, la policía ordenó que se establecie­ran salas de ci­ne separadas por más de trescien­tos metros, y que sus programas de­bían finalizar a las nueve de la no­che.

El decreto de nacionalización de esta industria fue firmado por Lenin el 27 de agosto de 1919, y al si­guiente mes se creó en Mos­cú la Escuela Cinematográ­fica del Estado (gik), bajo la dirección del realizador Vla­dímir Gardin, quien por va­rios unos años fue el primer y único realizador del cine bolchevique.

A Lenin no se le escapó esta influencia social. En 1922 declaró que “de todas las artes, el cine es para no­sotros la más importante”. Iniciaba así el fomento so­viético del cine.

Uno de los más repre­sentativos fue Serguéi Ei­senstein. En 1924 filmó La huelga, en donde relata la acción huelguística de los obreros de una factoría me­talúrgica, aplastada en un sanguinario enfrentamien­to contra soldados zaristas. Esta cinta fue premiada en 1925 en la Exposición de las Artes Decorativas de Pa­rís, pero no se proyectó en el extranjero.

Su siguiente material, que colocaría al cine sovié­tico y el nombre de su rea­lizador en todo el mundo, fue El acorazado Potemkin, 1925. Considerada como una de las cintas más pro­pagandísticas de la historia. Está basada en la fallida re­volución de 1905, ocurrida en Rusia. Narra las revuel­tas, alzamientos y distur­bios dentro del Imperio Ru­so. Ahí fallecieron más de dos mil marineros dentro del buque, por el mal estado de la carne y la poca comi­da que se le daba a la tripu­lación.

Con toda aquella catás­trofe de conflictos revolu­cionarios, y con la primera guerra mundial, se generó la paralización de la produc­ción europea. Así, aquellos acontecimientos favorecie­ron el ascenso de la indus­tria cinematográfi­ca estadunidense. A partir de entonces la industria fílmica de este país logró situar­se por encima de sus antecesores.

Todo cine refleja a la sociedad en que se desarrolla. Es por­tador y promotor de comportamientos. Es así que el cine estaduni­dense, desde sus inicios has­ta la actualidad, refleja a la sociedad estadounidense. A diferencia de los anteriores países, en los que se instau­ró un control de la produc­ción y desarrollo de esta in­dustria, en Estados Unidos, como en Francia e Inglate­rra, se permitió la libertad de empresa. Esto no quiere decir que no exista cine de propaganda en esos países.

A la manera de Guy De­bord, “la historia universal deviene una realidad, pues el mundo entero está reuni­do bajo el desarrollo de este tiempo”. Usando esta idea, el cine, por lo tanto, sería el encargado de reunir toda la historia del tiempo en imá­genes inmodificables y re­producibles. Una constante transmisión de violencia de humanos contra humanos en nombre del arte, del ci­ne, de la estética de las imá­genes en movimiento.

Póster de El acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein.

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