Enfoque
Testimonio decisivo
Desde joven sentí devoción por Abraham Lincoln. Ese prócer mundial me apasionó; leí con interés todo lo que pude.
Lincoln sigue siendo inmenso por la naturaleza de las causas por él defendidas: La integridad de su nación y su portentoso esfuerzo por liberarla de la esclavitud; la guerra de secesión que amenazara con desintegrarla, tuvo como eje esencia su sabiduría hasta el momento en que la muerte se lo llevara para la gloria.
Emile Ludwig lo describe en forma fascinante; fue la mejor forma de saber del coloso, desde niño, pasando la adolescencia, formándose como autodidacta, luego de abogado, senador y presidente, hasta su caída en el charco de su generosa sangre.
Muy joven servía en las barcas del río Ohio; boxeaba sin guantes, de acuerdo a la época; se convirtió luego en una especie de agrimensor y árbitro para decidir disputas de límites y linderos entre los granjeros, que decían: “Hasta que Abbie no llegue a mediar y fijar los derechos, no se puede hacer nada”.
Esos humildísimos orígenes ayudaron al desarrollo de su innata sabiduría y un tanto trashumante se convirtió en un narrador de anécdotas y relatos de su trato con la gente.
De su paso por los tribunales recordaba ocurrencias y episodios con gran humor. El caso es que, una vez presidente, algunos de sus colaboradores pertenecientes a élites académicas, por lo bajo, lo señalaban como “echador de cuentos”. Una forma de reducir su importancia, dirían los franceses un causerie, un conversador. Lejos estaban aquellos de lo que encerraba su grandiosa bonhomía.
Este exordio me sirve para, con la mayor humildad concebible, confesar que siempre me ha parecido que esas fuentes de información son magníficas; guardando las distancias siderales que me separan de aquel prócer mundial, me agrada esta forma de reconocerlo, lo imito en la recordación de muchas cosas que viví, o las oí de testigos irreprochables.
Una manera de aprender a zurcir esas reminiscencias, que mucho ayudan a entender cuanto ocurre en el presente.
Hoy traigo una muestra destinada a probar que en nuestro medio han desmejorado muchas cosas sensitivas, como lo es el servicio a la salud del pueblo. Se ha destituido por tarjetas de asistencia la condición desesperada de enfermo para el acceso al servicio.
Estas entregas de cuartillas cada 15 días me han brindado la oportunidad de hacer uso de ese hábito respetuoso que proviene del colosal ejemplo de Lincoln.
Las dos primeras entregas me han dado la oportunidad de proseguir con el hábito de apoyarme en mis reminiscencias para hacer prueba de cosas que he afirmado; recordar pasajes de la vida, muchos tenidos como olvidados, algo que resulta una práctica mental constructiva; sobre todo, cuando se refieren a cuestiones de la vida nacional.
Ya cumplí, en parte desde luego, el propósito de evocar la escuela pública en que me formara al relatar cómo la vi desvanecerse, en grave perjuicio de la República, por lo corrosivo que fuera el proceso de establecer dos niveles de enseñanza, como si fueran sus muchachos hijos de dos países diferentes.
Hoy, en la tercera entrega, quiero hacer evocación del hospital público de entonces y que quede así fijado el contraste con lo de hoy.
Se podría resumir de un modo simple la apreciación: En los tiempos en que nací y crecí, el “cuarto privado” de un hospital público era un privilegio, pero los pabellones tenían el mismo nivel de atención y suficiencia de aquellos.
Voy a citar un ejemplo testimonial relacionado con el Hospital Salvador B. Gautier.
Su elenco de médicos desde su fundación hasta el tiempo en que llegara la democracia que trajera tantas cosas positivas, era de una composición formidable.
Félix Goico, que fuera una gloria de la cirugía nacional, permaneció en sus quirófanos hasta la ancianidad, al borde de la no videncia. Tuve el honor de recibirle en mi oficina de abogado para ofrecerle consulta sobre cuestiones jurídicas rutinarias, oportunidad ésta que aproveché para preguntarle algunas cosas sobre su hospital de siempre.
Quedé maravillado al oírle expresar unos juicios profundos de lo que fuera aquel “hospital de obreros” al principio y sus “privados” inimitables. Recordó los años ´50 cuando se celebraban seminarios internacionales de gran nivel científico y se traían celebridades de la cirugía mundial, especialmente en el área de la Cardiología.
Recordó por sus nombres a médicos dominicanos eminentes que servían en aquel centro. Recordó a mi hermano Aristeo, a quien le había dicho, que había estado presente en la operación héchale a mi padre en el hospital Nekel de Paris, como ayudante del más importante cirujano de Francia entonces.
Habló complacido de grupos de estudiantes que fueran al Gautier a formarse en sus prácticas, muchos de los cuales se fueron al extranjero. Y otros regresaron, los menos, muy bien dotados.
Me impactó su testimonio, cuando dijo: “Doctor, el hospital dejó de ser lo mismo. Ya no es el importante centro de su fundación”. Agregando: “Desde luego, cumplió su misión esencial durante mucho tiempo de “hospital de obreros”.
Su modestia lo detuvo ahí y yo me permití recordarle como noble elogio: “Doctor, la clase obrera tuvo el lujo por años de sus eminentes servicios de cirujano mayor nuestro”. Esbozó una leve sonrisa sin palabras. El enfermo sin tarjeta era lo primordial.
Pero no voy a llegar al final de mis novecientas palabras de límite sin decirles que tendré otras experiencias qué contar en la próxima evocación de reminiscencias.