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Más reminiscencias

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Cerré mi última entrega con esta frase: Seguiré la tarea. Trataba del vaticinio de un maestro de Primaria acerca de lo que creía conveniente para la educación del futuro: la escuela pública, gratuita, el maestro formado bajo mística vecina al apostolado, que sería el medio de integración social por excelencia para establecer la unidad necesaria del pueblo.

¿Cuáles fueron sus palabras que me faltó citar, que se recuerdan 75 años después de visitarle, a punto de entrar en agonía? Me dijo, además; “Vincho, tú eres hijo de abogado notable y de familia acomodada; pero tus compañeros de pupitre son los hijos del carpintero, del albañil, del carretero, de la lavandera; serán los mejores amigos de por vida; cuando se dejen de ver nadie podrá separarlos. Este pueblo necesita eso; no puede ser de dos pisos, se dividiría cuando este terrible San Zenón termine”.

Se refería al año ´30 y la implantación de la Dictadura. Pasó el tiempo y pude sentir cómo me dominaba la premonición del señor Jiménez. La vi agrietarse, sus maestros despreciados, desconocidos en sus méritos infinitos.

Claro está, también supe de sus causas. Al abrirse las puertas de la libertad vino con fuerza de tormenta la ideología, de cuerpo presente, inspirada en el ejemplo rebelde de la Antilla mayor, se encargó de la demolición del respeto, de quienes fueran abnegados aliados de los padres, cuando la escuela parecía una extensión de la casa de la familia.

Las imputaciones fueron duras, muy injustas, pues la inmensa mayoría de aquellos héroes sociales, los maestros, pese a sus exiguos sueldos de 27 pesos, o algo más, servían con enorme dedicación, sin hacer jamás ni una prédica política en favor del régimen. Cada día, en modestos locales de madera y zinc, se rendía homenaje a la bandera, a la patria, al árbol, a las madres y nunca al Benefactor.

¡Qué escuela inmensa fue la agredida! Se perdió la seguridad de los muchachos, la de los propios maestros; cundió un temor válido que abría caminos a la enseñanza privada. Tenemos pues la perniciosa distancia de las dos plantas de la enseñanza de nuestros hijos; lo viví y cada vez comprendo mejor la desgracia de la imperdonable grieta social abierta.

Voy a citar una, de decenas de experiencias, por ser la última. Estaba en mi campo, hablaba con tres jóvenes profesionales hijos de amigos míos. Ese era el tema.

Me llegó un papelito que enviaba un compañero de pupitre de aquel tiempo, hijo de ebanista, que no pudo continuar sus estudios y se lo llevó la tradición del oficio del padre. Hacía mucho tiempo que no sabía de él.

Al verme afligido quienes me acompañaban se interesaron en saber la causa. “Es Milvio, un compañero de infancia. Acababa de morir la vieja que conocí tanto y la queríamos mucho; fíjense en este papelito; observen sus letras, su ortografía e impecable sintaxis; cómo evoca la amistad para un auxilio en su desgracia. Ustedes, amiguitos, no pueden redactar un documento así y son ya profesionales”.

Eso es parte de las diferencias de la escuela pobre y sus magníficos colegios. Él es un ebanista desde que no pudo seguir, pero fue alumno de aquella inolvidable escuela.

Los recuerdos son incontables como hermosos. Voy a relatar algo que viví siendo alumno de sexto, el temible sexto. Visitaba la escuela el Secretario de Educación, don Víctor Garrido; su traje blanco, como su pelo, lo hacían una figura especial a nuestros ojos de adolescentes.

Cuando pasaba revista a nuestro curso preguntó a algunos alumnos sondeando su preparación. Al llegar a mí, luego de responderle me preguntó: “Castillo, ¿de quién eres hijo?” Y al responderle, dijo en voz alta: “Pelegrín era del Sur, nacido en Los Jobos de Las Matas de Farfán. Un gran abogado. El fue del gabinete de Morales Languasco, se lo decía al director Ismael Abreu, en Justicia y en Instrucción Pública. Luego participó en la Comisión de los americanos para la modernización de la escuela. Por eso usted siente la calidad de nuestra escuela; fue una pena que Pedro Henríquez Ureña no permaneciera más tiempo en la Secretaría, pues tenía grandes planes”.

Don Víctor era hombre del régimen de mucho relieve y, claro, no dejó de decir: “El Presidente respeta mucho la escuela”. Yo era muy “agentao”, según mis maestros, pero a mí me ayuda mucho recordar esto, ya que el Señor Abreu, pasado el tiempo lo repetía mucho.

Ese elogio a la escuela pública, mencionando gente innombrables entonces, revela la verdadera calidad humana de aquellos hombres buenos y responsables que luego fueran vituperados por el odio que hiciera perder tantas cosas valiosas de nuestra enseñanza.

Cumplo al relatar ésto con el amigo que me animó a escribir estas reminiscencias. Insisto en evocar para enseñar o mostrar a las nuevas generaciones que no todo fue claudicación, lodo y sangre. El odio no puede presidir nada bueno en ningún tiempo; el ´61 sirvió para colarse el oportunismo y la duplicidad. No separaron lo válido de lo vil.

Olvidaba que las lágrimas las arrancó el último párrafo del papelito; traía la noticia del cáncer terminal que sufría Milvio. José Dolores Jiménez, el maestro, lo predijo, que así sería la amistad del pupitre.

El amigo que me instó a escribir sobre recuerdos me dijo: “Testimonios y vivencias, que son muchos”. Creo que lo complazco y seguiré la tarea con la Salud y la Justicia.

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