El “amanerado” Franco contra el “iluso” Hitler: el odio oculto entre dictadores tras Hendaya
La relación de Adolf Hitler y Francisco Franco terminó como lo haría una mala cita concertada a través de una aplicación barata de búsqueda de pareja. Todo fueron risas, halagos y buenas palabras por correo postal hasta que se conocieron en persona. A partir de entonces, los «¡Querido “Führer”!» y los «Buenos deseos, Caudillo» se tornaron en una aversión tenaz. Aunque en algo coincidieron los dos dictadores. Tras la entrevista celebrada en Hendaya el 23 de octubre de 1940, con la Segunda Guerra Mundial en ciernes, ambos salieron del vagón de tren que hizo las veces de improvisado despacho pensando que su interlocutor era un inepto que poco o nada sabía de política internacional.
Tras poner punto final a la reunión, unos cinco minutos después de las seis de la tarde, Hitler confesó en petit comité que Franco le había irritado sobremanera con su molesta altanería y su forma de hablar, «en voz baja y reposada, cuyo monótono soniquete recordaba al almuédano llamando a los fieles a la oración». El dictador español tampoco se mordió la lengua y, al bajar las escaleras del vagón, compartió con su cuñadísimo, Ramón Serrano Suñer, las impresiones que le había causado el «Führer»: «Es intolerable esta gente; quieren que entremos en la guerra a cambio de nada; no nos podemos fiar de ellos si no contraen, en lo que firmemos, el compromiso formal, terminante, de cedernos desde ahora algunos territorios».
Amor inicial Del desprecio al amor, y de este último, al resquemor más que profundo. La turbulenta relación del Caudillo y el Führer no empezó con buen pie, sino con condescendencia. El 25 de julio de 1936, menos de una semana después del golpe de Estado contra la Segunda República, Hitler recibió con desprecio la petición de los emisarios franquistas de enviar aviones para trasladar al ejército de África hasta la península. «Esta no es modo de comenzar una guerra»,afirmó. No obstante, desde entonces iniciaron una colaboración de lo más interesada que dejó réditos a las dos partes.
El uno recibía armamento, carros de combate, aviones, pilotos entrenados y submarinos capaces de hundir cargueros republicanos y evitar el rearme gubernamental. El otro, un campo de operaciones para sus futuras batallas y, a la larga, dinero a través de empresas pantalla afincadas en la península. Con beneficios para ambos, la amistad no tardó en estrecharse. Aunque fue tras el final de la contienda fratricida y el inicio de la Segunda Guerra Mundialcuando mantuvieron una correspondencia más viva. Así lo confirma el divulgador Jesús Palacios en sus obras, quien es partidario de que, tras la caída de Francia a manos del Tercer Reich, el español se debatía entre reflotar el viejo imperio o evitar el conflicto.
Así quedó claro en una carta escrita a principios de junio de 1940 por la pluma de Francisco Franco. Misiva en la que, además de felicitar a Hitler por sus victorias en el frente galo, el español dejaba caer, de forma sucinta, tanto la precaria situación que vivía el país como sus ansias de entrar en la Segunda Guerra Mundial:
«En el momento en que bajo su guía los ejércitos alemanes están finalizando victoriosamente la mayor batalla de la historia, deseo manifestarle la expresión de mi entusiasmo y admiración, así como la de mi pueblo que, conmovido, contempla el glorioso desarrollo de una lucha que siente como propia y que llevará a término las esperanzas que ya alumbraron en España cuando vuestros soldados compartían con nosotros la guerra contra los mismos enemigos. […] Las enormes conmociones que ha padecido España […] nos han conducido a una situación difícil […], pero no necesito asegurarle cuan grande es mi deseo de no permanecer ajeno a sus preocupaciones y cuan grande mi satisfacción de prestarle los servicios que usted considere».
No fue la única muestra de afecto de Franco hacia Hitler. A mediados de septiembre, por ejemplo, le hizo llegar un breve mensaje en el que le expresó «mis saludos y mi amistad», le mostró la «firme convicción en su inmediata y definitiva victoria» y le deseó la «prosperidad del gran Reich Alemán». En otras, no obstante, también especificó las concesiones que debería hacer el «Führer» para obtener el apoyo español en la Segunda Guerra Mundial. El toma y daca estaba servido. Poco después, el germano respondió con una extensa misiva en la que exponía sus propias condiciones a nuestro país:
«Querido Caudillo, […] la guerra decide el futuro de Europa. No hay estado europeo que pueda sustraerse a sus efectos políticos y económicos. También el futuro de España estará determinado, quizá para siglos, por el final de la guerra. […] La entrada de España en la guerra al lado de las potencias del Eje debe comenzar con la expulsión de la flota inglesa de Gibraltar y la toma de la roca fortificada. […] Caso de que España se decida a intervenir, Alemania está decidida a apoyarla tan leal e incondicionalmente como hasta la victoria final, del mismo modo que lo hizo en su guerra civil».
Tensión en Hendaya Letra a letra, halago a halago, fueron acercando posturas hasta plantearse la posibilidad de mantener un encuentro en persona. Así se fraguó la entrevista de Hendaya; una conferencia a la que, según la mayor parte de los historiadores, cada uno de los líderes arribó con una idea opuesta a la de su interlocutor. Por un lado, Franco acudió con el firme convencimiento de que Hitler le ofrecería Marruecos, parte de Argelia, más territorios en el Sáhara, Gabón y Camerún a cambio de su ayuda. El «Führer», no obstante, buscaba hacerse con Gibraltar, un enclave determinante para la Kriegsmarine por ser el paso natural entre el Mediterráneo y el Atlántico.
El encuentro se desarrolló durante tres horas en un vagón especial (el «Erika») trasladado hasta Hendaya por el líder nazi. Ninguno dio su brazo a torcer. Hitler, sabedor de que necesitaba el apoyo de la Francia de Vichy, se negó a entregar los territorios que podía utilizar como moneda de cambio con los galos. La tensión fue en aumento hasta tal punto que el mismo «Führer», airado, se puso en pie de un salto dispuesto a marcharse cuando Franco le explicó que albergaba dudas sobre la victoria del Reich en Inglaterra. Aunque, según desvela Paul Presto en «Franco. Caudillo de España», volvió a sentarse para evitar crear un conflicto internacional.
Tal y como recordó uno de los diplomáticos presentes, Hitler salió del vagón murmurando maldiciones. «Con estos tipos no hay nada que hacer». El mariscal Keitel, durante la cena posterior, confirmó que el líder nazi «estaba muy descontento con la actitud de los españoles y era partidario de terminar con las conversaciones allí mismo». En sus palabras, «estaba muy irritado con Franco». Poco después, el «Führer» le dijo a Mussolini que «antes que volver a pasar por eso, prefiero que me saquen dos o tres muelas». El ferrolano no salió, ni mucho menos, contento. A Serrano Suñer le confirmó que «quieren que entremos en la guerra a cambio de nada» y que le parecía intolerable su postura.
La tensión se materializó sobre blanco unos meses después. En 1941, Hitler envió una carta a Franco en la que le exigía que contestara sin dilaciones sobre su participación en la Segunda Guerra Mundial. El ultimátum duraba 48 horas.
Franco respondió con evasivas. En una nueva carta, insistió en que el destino de ambos países estaba unido y que permanecía en deuda con el Reich desde la guerra civil. «Donde hemos estado siempre, seguimos estando hoy, con firme resolución e inconmovible convencimiento. Por ello no debe dudar Vd. de la incondicional sinceridad de mis convicciones políticas y en mi absoluto convencimiento de la comunión de nuestro destino nacional con los de Alemania e Italia», escribió. Con todo, insistió una vez más en la mala situación económica que atravesaba el país.
Odio mutuo La División Azul no consiguió que la relación entre ambos volviese a ser como en 1936. Tras Hendaya, las críticas se generalizaron. El 7 de julio de 1942, por ejemplo, Hitler cargó contra Franco durante una cena con varios amigos. «Franco y compañía pueden considerarse muy afortunados de haber recibido en su primera guerra civil la ayuda de la Italia fascista y de la Alemania nacionalsocialista. […] El resultado no lo decidió una intervención de la señora llamada Madre de Dios […] sino la intervención del general alemán Von Richthofen y de las bombas lanzas desde los cielos por sus escuadrones».
Y ese fue su comentario más sucinto. Después, señaló que «Franco no tiene personalidad para enfrentarse a los problemas políticos del país» y que había asimilado «todos los amaneramientos de la realeza» tras hacerse con el poder en 1939. Entre otras cosas, por aparecer ante el público bajo palio y rodeado por una pintoresca y ricamente ataviada Guardia Mora.
Franco tampoco se deshizo en elogios hacia él. En una entrevista concedida a Le Figaro en 1958, cuando fue preguntado por Hitler, respondió que «era un hombre afectado» al que «le faltaba naturalidad» y que «interpretaba una comedia». Durante el encuentro, el español admitió que se había sentido «muchísimo más cerca de Mussolini» porque era «humano y tenía inteligencia y corazón». Del «Führer», por el contrario, se había separado tras Hendaya. Por último, le tildó de iluso por haber creído que la Segunda Guerra Mundial acabaría en tan solo unos meses. «No había sopesado el precio de la lucha. No tenía una noción clara de los límites de su nación. No había preparado su guerra completa ni lógicamente. Alemania se había preparado cuidadosamente, pero para una guerra corta. No para un conflicto largo»..