El dedo en el gatillo
No country for old man
Cuando Vallejo escribió sus “Poemas Humanos”, los adultos saboreaban su clásico ulular: “Las personas mayores/ que manera de encontrarse con la muerte…”. De esa forma, el gran poeta peruano advertía que los viejos, a punto de morir, no cualquierizan la casualidad del encuentro con la vieja marinera.
Sin embargo, los versos eran demasiado fuertes para un entorno de pudientes.
“Los jóvenes no pueden gobernar –decían- porque añoran veleidades paganas. Todavía no advierten el entrecejo de las ruinas. Sin embargo, tienen mucha más ceguera para encender la valentía y luchar por lo que aman”.
Es cierto que la mente advierte un nivel de equizofrenia cuando pretende demasiadas cosas a la vez, o a rearmar al tiempo. Pero de ahí a asumir las riendas del poder sin mirar a su trastienda, puede llevar a la locura.
He advertido en algunos textos infantiles del ayer la presencia del terror, y de la muerte. Pinocho, Caperucita, Jack y los frijoles mágicos, El gato con botas y El flautista de Hamelin proponen enfrentamientos entre el bien y el mal, con el peligro del ajuste de cuentas. En los casos de Pinocho y Caperucita, la muerte aparece en metáforas como el vientre de una ballena, o una manzana envenenada.
La moraleja salvó muchas de esas historias . Pero era inevitable retratar la paradoja del temor. Antes se jugaba con los símbolos para advertir correrías y desafueros. Hoy, las señales se han simplificado en rostros de animales o aventuras al más allá, sin otra explicación.
Varias generaciones digerimos los relatos del ayer y todavía los creemos insuperables. Aquella locura hoy viste urgencias no programadas en moralejas. Existen ecuaciones que el tiempo no ha podido resolver y todavía se inscriben en las arrugas de ciertos rostros que todo lo ambicionan.
Leí “Cien años de soledad” postrado en el camastro de un viejo hospital habanero. Me fascinó el cambio generacional de los Buendía y cómo nada pudo frenar la perpetuidad de un apellido. Advertí en aquellas páginas que la victoria no solo iba a parar a manos del líder que más y mejores ejércitos formara, sino en el que demostrara mayor ambición e inteligencia. Los Buendía aprendieron a gobernar con las premoniciones de la lluvia. No acuartelaron a sus tropas, sino que las lanzaron como piedras de sacrificio en busca de nuevas y mejores conquistas. Creyeron en el destino e intentaron un futuro que estuvo lejos de arremolinar a castas inocentes.
Aquella lección del Gabo ha trascendido a este presente donde los Buendía aparecen en equipos electrónicos y en enfermedades contagiosas, destruyendo a su paso todo lo que huele a viejo: desde la música sinfónica hasta las obras literarias que, como “Cien años de soledad”, nunca van a caer en las redes de un infortunado pescador que regresa en su barcaza con la captura necesaria para mantener un día a su familia.
Otro libro me dio la clave para no perder la fe en el amor. “La tregua”, de Mario Benedetti, por estos días cumple sesenta años, a pesar de que sus ediciones digitales son superadas por textos de autoayuda.
Del escritor uruguayo se aprende el poder de la atracción física. Cómo se puede aspirar a un cuerpo joven que arde en deseos de compartir algo más que su experiencia. Con gracia sureña y refrescante sentido tragicómico, Benedetti demostró la magnitud del pan sobre la mesa, y su no pertenencia a un intenso clamor, sino a un conglomerado de circunstancias, muchas veces más poderoso que un rostro embellecido.
Ser de izquierdas no es un pasatiempo inexplorado. Como ciudadano de izquierdas, en Cuba luché por un futuro que solo existió en mentes exóticas, portadoras de una forma caprichosa de ostentar el poder y que en menos de un año desecharon toda su ideología. Entregué mi escasa intuición a un sueño devenido en pesadilla y que muchos adelantan en su imaginación cantando slogans y consignas pasadas de moda. En otras palabras: perdí mi tiempo, es decir, solo mío es el precipicio.
Cuba es un país para viejos a media voz, de los que andan con la cabeza baja y la mirada perdida en las calles polvorientas, en busca de un inacabado porvenir que nunca va a aparecer.
Los otros viejos, los de entonces, al decir de Neruda: “…ya no somos los mismos”.
No me equivoco al pensar que tanto Gabo como Benedetti (escritores latinos y hombres de izquierda ambos) comprendieron la importancia de callar en el lugar debido y dejar correr al pez sus mares preferidos, devorando, a su paso, todo cuanto oliera a desafío.
Esa agudeza los ha convertido en ídolos. No se pudrieron en su propia escritura. Estatuas variopintas los aplaudieron: Elogiados rumiantes y vasallos.
¿Moraleja? No tensar la cuerda y no dejarse provocar por un séquito de hormigas, puede ser la elogiada estrategia. Aunque seamos más “viejos” cada día.