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Toma de posesión de Balaguer; su discurso íntegro de 1966

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Santo Domingo, RDSanto Domingo

Toma de posesión 1 de julio de 1966

Pocas veces ha caído sobre un dominicano una carga de tanta responsabilidad como la que el destino coloca hoy sobre mis hombros. El juramento que acabo de prestar entraña para mí un tremendo compromiso ante el país y ante la historia. Son muchas las esperanzas que la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos tienen cifradas en la labor de los hombres que hoy inician sus gestiones al frente de la Administración Pública. Muchas de esas esperanzas son superiores a todo esfuerzo humano y la realización de cualquiera de ellas exige una inmensa capacidad de sacrificio. Estamos frente a un país deshecho y a una administración hundida virtualmente en el caos.

Las elecciones del primer de junio prueban que las tres cuartas partes de la población del país desean vivir en paz que sólo aspiran a que se les garantice el ejercicio ordenado de sus libertades civiles. Es claro que la paz que esa parte mayoritaria de nuestra población desea es la paz de los códigos y no la de los cementerios.

El país ha aspirado, desde que desapareció el régimen constitucional de 1963, al establecimiento de un nuevo estado de derecho. La mayoría de los dominicanos se halla consciente de que la situación de anarquía en que ha el país en los últimos tiempos se debe principalmente a la crisis por la cual ha atravesado el principio de autoridad y al hecho de que todo concepto orgánico del orden ha desaparecido del ambiente dominicano.

Hoy retornamos, por fortuna, gracias al acto democrático del primero de junio, a un régimen de convivencia jurídica. Un estado de derecho significa simplemente que todas las instituciones y todos los ciudadanos del país se someten a la ley y que nadie, ni el propio Gobierno ni el último de los gobernados, podrá en lo sucesivo substraerse al imperio de la Constitución y al de las demás normas legales.

Hay ciertos conceptos fundamentales que requieren ser dilucidados porque sobre ellos tendrá que edificarse necesariamente el régimen jurídico que en este momento inauguramos.

El partido que perdió las elecciones del 1 de junio actuó como gobierno durante un período de siete meses de 1963. Nadie niega que el régimen que instauró ese partido, a partir del 27 de febrero de ese año, representó un esfuerzo para afianzar la democracia en las instituciones dominicanas. El hecho de que ese gobierno haya iniciado sus labores con una sustitución masiva de los empleados públicos para colocar en las instituciones autónomas y en la mayoría de los cargos de la administración del Estado a personas de su misma ideología política, no constituyó un acto antidemocrático puesto que todo gobierno, en un país regido de acuerdo con los sistemas de democracia representativa, es producto de una pugna, y es lógico pensar que los hombres que se lanzan a una lucha política no sólo combaten por ideas sino que también se mueven impulsados por aspiraciones materiales.

El Gobierno que hoy iniciamos se propone ser, sin embargo, comedido en el ejercicio de ese derecho. No podemos ni queremos defraudar con fe a la causa de nuestro partido y que aspiran hoy a desplazar de sus posiciones a otros que también llegaron a ellas como resultado de una pugna electoral o de un juego de combinaciones políticas. Pero no llevaremos ese derecho hasta el punto de utilizar el viejo sistema de entrar a saco en la Administración Pública para lanzar a la calle a toda la empleomanía de los Municipios, de las empresas estatales y del Estado. Tendremos necesidad imperiosa de sustituir a muchos funcionarios que ocupan posiciones claves en la Administración Pública y que las usaron deliberadamente, en las pasadas elecciones, para favorecer su propia causa política. También tendremos que sustituir a todos los que ocupan posiciones desde las cuales es posible obstaculizar la acción del Gobierno o entorpecer en alguna forma sus ejecutorias. Pero aún en este caso, procederemos con espíritu de justicia.

En lo que sí actuaremos sin contemplaciones es en el caso de aquellos funcionarios a servidores de la Administración Pública o de las empresas autónomas que no han correspondido a la confianza depositada en ellos por los organismos rectores de la República.

Reitero el propósito que expuse durante la pasada campaña electoral, de utilizar en el gobierno a todos los dominicanos y de tomar en cuenta la idoneidad y la decencia y no la ideología política del funcionario.

No es necesario describir a nadie en este país el estado en que se hallan las finanzas nacionales ni ponderar la obra titánica que es preciso llevar a cabo para superar esa situación caótica. Para que el país se levante de sus ruinas, tenemos que empezar por una obra de saneamiento de la economía del Estado.

El primer paso en ese sentido tiene consistir en la adopción de una política de austeridad que actúe no como un bálsamo sino como un bisturí sobre las llagas que hay que extirpar a sangre fría. La política de austeridad que se ha practicado hasta hoy en este país ha sido de una austeridad de paños tibios y no de medidas heroicas. Pero situaciones como la presente no se resuelven con providencias paliativas. Las medidas que desde hoy se podrán en práctica en la Administración Pública para alcanzar esa meta, serán dolorosas para todos, especialmente para los servidores del Estado y de las empresas autónomas, pero se aplicarán sin preferencias discriminatorias ni contemporizaciones.

Durante un período no menor de seis meses, los sueldos de todos los servidores del Estado y de las instituciones autónomas, comenzando con el del Presidente de la República, serán inexorablemente reducidos. El sueldo del Presidente de la República, llamado a servir de ejemplo, será fijado en la suma de RD$750.00 mensuales y el de todos los demás servidores del Estado y de las instituciones autónomas se reducirán según una escala que incluirá rebajas de los emolumentos de todos los empleados que perciban más de RD$200.00 mensuales.

La Ley de Austeridad, de una duración mínima de una semestre, que el Poder Ejecutivo presentará al Congreso Nacional en la primera de sus sesiones ordinarias, establecerá que ningún funcionario público, sea del Estado, de los Municipios o de las instituciones autónomas, podrá percibir en ningún caso, por concepto de sueldo, salario, pensiones, jubilaciones, bonificaciones, etc., una suma superior a RD$ 1,000.00 mensuales mientras el país se halle bajo los efectos de esa situación de emergencia, impuesta por intereses superiores que nada ni nadie puede eludir sin dejas de sentir y de actuar como dominicano. Los vehículos al servicio de los diferentes departamentos de la Administración Pública serán sometidos a un régimen severo para que su uso se restrinja a las actividades estrictamente oficiales.

Los alquileres sufrirán una reducción equivalente para que las clases de recursos modestos puedan cubrir ese renglón de su presupuesto familiar con los nuevos sueldos y salarios que serán sometidos a un régimen severo para que su uso se restrinja a las actividades estrictamente oficiales.

Los alquileres sufrirán una reducción equivalente para que las clases de recursos modestos puedan cubrir ese renglón de su presupuesto familiar con los nuevos sueldos y salarios serán establecidos en toda la República. Diferencias substanciales se establecerán, en las tarifas relativas a los servicios de utilidad pública, entre las clases pobres y las acomodadas. Se emprenderá de inmediato la reforma arancelaria y se empezarán a dar pasos efectivos para el establecimiento de la carrera administrativa.

Aquellos servidores públicos que no estén en disposición de aceptar esas reformas, tendrán el camino libre para renunciar a sus cargos y ofrecer a otros dominicanos dispuestos al sacrificio la tarea de cooperar en esa obra inaplazable de saneamiento económico.

Los que no sean empleados públicos, tienen el deber de contribuir a esa obra de salvación nacional pagando religiosamente sus impuestos y no actuando como enemigos del Fisco sino como colaboradores leales del Estado. La morosidad en el pago de los impuestos podía explicarse cuando los recursos del Estado se dilapidaban y cuando la policía fiscal se conducía en forma contraria al interés no sólo de la economía de la Nación sino también de la propia soberanía y de la propia subsistencia de la República. Pero de ahora en adelante, de la caja pública no saldrá un céntimo para ser invertido en aventuras administrativas.

Las medidas que el nuevo Gobierno se propone implantar en las Administración Pública no sólo son urgentes e indispensables para sanear las finanzas del Estado e impedir una catástrofe nacional de proyecciones imprevisibles, sino también para disminuir substancialmente los efectos de la inflación bajo la cual vivimos desde hace varios años y que constituye el origen principal del alto costo de la vida, del desequilibrio de la balanza de pagos de la República y del peligro en que se halla la moneda dominicana.

Los sectores acomodados deben prepararse para aceptar también su parte de sacrificio en la tarea de la reconstrucción de la economía dominicana, y en la más hermosa aún de reducir las situaciones de desigualdad que actualmente existen entre los niveles de vida de nuestras distintas clases sociales. No podemos olvidar que dentro de 15 o 20 años, algo equivalente a unos cuantos segundos en el reloj de la historia, el país tendrá una población de cinco o seis millones de almas y que esa explosión demográfica hará saltar en astillas nuestra organización social y política presente si no se toman desde ahora las medidas necesarias para corregir los desajustes que ese hecho está llamado a producir en la sociedad dominicana.

Cuando se inició en 1962 el Consejo de Estado tuve oportunidad de cambiar impresiones acerca de la presa de Tavera con el entonces Director de la Alianza para el Progreso, señor Teodoro Moscoso, y oí en asombro de sus labios el temor de que la realización de esa obra no fuera en aquel momento práctica debido a que la superproducción agrícola que se obtendría gracias a esa presa no encontraría mercados apropiados. Los hechos, sin embargo, han desmentido esa previsión, quizás lógica en el momento en que se hizo, porque lo cierto es que ahora mismo tenemos una producción agrícola deficitaria en muchos aspectos y que dentro de pocos años no dispondremos de un área bajo cultivo suficiente para satisfacer las necesidades de nuestra población subalimentada.

Para hacer efectiva esta política de austeridad habría dos vías posibles: llevar a cabo recortes profundos en la Ley de Gastos Públicos y en la estructura burocrática de las instituciones autónomas o reducir substancialmente los sueldos de los servidores mejor pagados del Gobierno nacional y de las empresas estatales. Las primera solución tendría el grave inconveniente de que aumentaría el desempleo y haría aún más grave el problema social constituido por los grandes sectores de la población de país que carecen actualmente de ocupaciones remunerativas. Esa solución, por otra parte, tendría muy poca influencia sobre la marcha ascendente de la espiral inflacionaria bajo la cual vive desde hace varios años la economía dominicana. La segunda vía, por el contrario, no agravaría el desempleo y tendría la enorme ventaja de que podría influir decisivamente sobre el fenómeno inflacionario que ha desarticulado la economía nacional y que ha hecho ascender vertiginosamente en los últimos años los índices del costo de la vida.

La inflación, como se sabe, es un hecho económico que obedece en gran parte a la elevación de los sueldos y de los salarios, al aumento del costo de producción de la empresa pública o privada y a la hipertrofia del crédito y de la circulación monetaria. Si la economía que se obtenga con la reducción de los sueldos de los servidores públicos se aplica en parte al saneamiento de las finanzas del Estado y en una proporción adecuada a la apertura de nuevas fuentes de trabajo, gracias a la construcción de obras útiles de infraestructura, como la construcción de caminos vecinales para favorecer la producción agrícola y la reconstrucción de las carreteras y vías públicas, la retracción provocada por la rebaja de los sueldos en el medio circulante quedaría suficientemente neutralizada y no produciría, ningún efecto perjudicial sobre el proceso de la recuperación económica.

No es posible, por otra parte, que se siga repitiendo en este país el hecho inconcebible de que haya servidores de la Administración Pública que perciben hasta RD$25,000.00 anuales, independientemente de las bonificaciones que obtienen por vía directa, mientras las tres cuartas partes de la población muere de hambre y carece de lo suficiente para satisfacer sus necesidades más elementales. Esta situación repugna no sólo ante Dios sino también ante la conciencia de todo ser humano. Corregirla no es solo una necesidad imperiosa de nuestra economía sino también un deber de justicia que se impone a todo gobierno consciente del deber de velar por el bienestar no solo de la minoría sino por el de toda nuestra población y el de toras nuestras clases sociales.

El plan de economías que se va a implantar solo afectará, sin embargo, al 9 % de la empleomanía del Estado, es decir, que las reducciones en los sueldos de los servidores de la Administración Pública no incluirán a la inmensa mayoría de nuestra burocracia que está constituida por empleados que perciben menos de RD$201.00 mensuales. Aún reducido a estos límites, con este plan obtendrán economías que sobrepasarán de la suma de tres millones de pesos mensuales, cifra que por sí sola permite medir la magnitud de la monstruosa injusticia que se ha venido cometiendo contra la estabilidad de este país al prohijar el nacimiento en la Administración Pública de una casta de funcionarios públicos que puede sin ninguna exageración calificarse de privilegiada.

El caos administrativo en que hemos vivido ha creado, entre otros problemas, el del abuso que se ha hecho de las pensiones y jubilaciones. Actualmente, sin contar con las pensiones y retiros que se han hecho en virtud de la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, el presupuesto de las pensiones y jubilaciones que gravitan sobre el Estado asciende a cerca de cuatro millones de pesos anuales, suma exorbitante no solo desde el punto de vista económico sino también desde el punto de vista moral, porque se ha llegado hasta el extremo de que infinidad de personas, en plenitud de sus facultades físicas e intelectuales y sin haber llegado a la edad requerida por la ley, se encuentran lujosamente pensionadas o jubiladas. Muchas de esas pensiones y jubilaciones ascienden a sumas superiores de RD$1,000.00 mensuales y favorecen en algunos casos a personas que ocupan posiciones remunerativas en la vida privada.

Lo triste de esta situación no reside solo en la sangría que esta fiesta de pensiones y jubilaciones representa para la economía del Estado, sino en el hecho de que estamos convirtiendo nuestro país en un pueblo de inválidos y fomentando la ociosidad y el privilegio con la creación, dentro de la colmena que debería ser nuestra sociedad, de una gran número de zánganos que consumen alegremente bienes y recursos que podrían utilizarse con más provecho en beneficio de nuestra población más necesitada. Son los propósitos del Gobierno, no solo reducir las dimensiones justas las pensiones y jubilaciones existentes, sino también anular todas aquellas que no se ajusten a la ley o que hayan sido otorgadas por un espíritu de amiguismo o de complacencia delas administraciones pasadas.

Durante mi estancia en New York oí la versión de que un alto funcionario del Gobierno de los Estados Unidos, presente para honra nuestra en esta solemnidad, expresó en una reunión de amigos que lo que hacía falta a muchos países de la América Latina era igualar proporcionalmente las estadísticas de las personas que mueren de enfermedades del corazón anualmente en los Estados Unidos. Lo que envolvía en el fondo ese chiste ingenioso era una crítica suave de la tendencia muy propia de la psicología de nuestros pueblos a seguir la línea del menor esfuerzo y a observar cierta actitud de apatía en la solución de nuestros propios problemas, particularmente de los que suponen un sacrificio o exigen un desgaste de energía individual o colectiva.

La famosa frase de Churchill cuando decía en plena guerra a la población británica que no tenía anda que ofrecerle excepto sangre, sudor y lágrimas, es la única que el Gobierno que hoy se inicia podrá usar para dirigirse en los próximos seis meses al pueblo dominicano. Tendremos forzosamente que iniciar desde hoy se inicia podrá usar para dirigirse en los próximos seis meses al pueblo dominicano. Tendremos forzosamente que iniciar desde hoy un período de sacrificio, de austeridad, de privaciones, y hacer voto de pobreza, pero sí de moderación y de continencia. En cambio, cuando pase este período mínimo de estrecheces y de penurias, empezaremos a cosechar el fruto que hayamos regado con el sudor de nuestras frentes. Al término de ese período de austeridad, haremos equilibrado el presupuesto nacional, habremos reducido el déficit de nuestra producción agrícola, habremos creado nuevas fuentes de trabajo, haremos demostrado que somos capaces de vivir del sudor de nuestros brazos antes que de las dádivas que nos lleguen del exterior y habremos establecido, finalmente, las bases para una promoción económica verdaderamente efectiva.

Pero no basta con que el Gobierno sanee sus finanzas si el caos y el desorden continúan imperando en las empresas estatales. Particularmente en la Corporación Azucarera Dominicana. Lo primero que se requiere, y lo primero que nos proponemos hacer, es sanear esas instituciones. Pero no hay posibilidad alguna de equilibrar la economía de esas empresas si no se saca de ellas la política.

En ese sentido, me apresuro a declarar que ningún miembro del Partido Reformista ocupará en esas empresas posiciones desde las cuales el interés político pueda gravitar en detrimento del sano concepto económico con que deben dirigirse y administrarse esos intereses, íntimamente ligados al desarrollo industrial y con influencia decisiva sobre toda la economía dominicana. Las personas que procedan de otros partidos y que ocupen posiciones de categoría en tales empresas, deben por las mismas razones ser separadas de sus cargos y aceptar ese sacrificio en aras del país, cuyo interés superior debe prevalecer sobre todos los intereses y sobre todos los egoísmos personales.

En cambio, los simples trabajadores, los cortadores de caña y los operarios, por ejemplo, prestan servicios en la Corporación Azucarera Dominicana, así como los funcionarios que han llegado a base de capacidad a ocupar posiciones de jerarquía en cualquier de las empresas estatales, no tendrán que abrigar ningún temor ni esperar de nuestra parte un acto inspirado en un sentimiento de represalia.

Si por algo me he distinguido en la vida pública es por mi amistad, por mi devoción a las clases humildes y a las masas trabajadoras. De mí no podría esperarse una acción que perjudique a un obrero o que le quite el plan de la boca a una familia trabajadora. Lo que sí deseo y estoy dispuesto a llevar a cabo por encima de todos los obstáculos, es impedir que los trabajadores sean explotados por los políticos o que se les utilice como simples instrumentos por partidos que obedecen a sus propios intereses aunque proclamen a todos los vientos que se hallan al servicio de las clases asalariadas.

La corporación de Fomento Industrial, el organismo que hoy tiene a su cargo el control de las empresas estatales, debe ser objeto de reformas básicas para que sus funciones no resulten, como lo están ahora, desnaturalizadas por una dualidad de atribuciones incompatibles y aún contradictorias. El carácter propio de esa institución es el de promover el desarrollo industrial y el de incrementar con su ayuda y su colaboración la iniciativa privada. Ese objetivo no podría ser logrado si no se eliminan las funciones que han reducido esa institución al papel de una simple supervisora de las empresas estatales.

Las empresas estatales tienen que ser objeto de una fiscalización más efectiva para evitar que quienes las dirigen se enriquezcan en perjuicio del Fisco y del pueblo en general, manejando los intereses puestos a su cargo como si fuera los de una empresa propia. El complejo industrial que depende del Estado debe administrarse en beneficio exclusivo del país quienes lo dirigen no deben hallarse sometidos a un estatus diferentes al de los demás servidores de la Administración Pública.

Entre las reformas de que serán objeto estas empresas, el Gobierno que hoy se inicia se propone crear una auditoría central que supervigile y controle las administraciones locales y que descorra ante la opinión pública la cortina tras la cual se manejan los fondos de la mayoría de esas corporaciones.

La ayuda que el país ha venido recibiendo de los Estados Unidos, tanto directamente como a través de diversas instituciones internacionales, debe canalizarse hacia obras reproductivas. Una ayuda económica circunscrita en gran parte a enmendar yerros presupuestarios y a cubrir los vacíos que el desorden administrativo en que hemos vivido origina en la ejecución de la Ley de Gastos Públicos, constituye más bien un perjuicio que una colaboración efectiva al programa de saneamiento de las instituciones nacionales. El daño que el país recibe de una política de esa naturaleza no es sólo de índole económica sino también moral. Nos hemos acostumbrado a depender de la ayuda extranjera y no nos imponemos ningún sacrificio que nos permita salir por nuestro propio esfuerzo y en ejercicio de nuestra propia dignidad, del caos en que nos hallamos sumergidos.

El propósito del Gobierno que hoy asume la dirección de los destinos del pueblo dominicano es canalizar esa ayuda, indispensable para la subsistencia de la República en las condiciones actuales, hacia la promoción económica, y utilizarla principalmente en programas que tiendan a incrementar nuestra producción agrícola y a favorecer la creación de nuevas fuentes de trabajo en el campo vastísimo de la iniciativa privada.

Hemos llegado a un momento en que no podemos seguir viviendo en limosna y protestando de la presencia de botas extranjeras en nuestro suelo, mientras nos avenimos cómodamente a recibir dádivas que no solo lastiman nuestro orgullo nacional sino que también nos exponen a perder a la raga el sentido de nuestra propia responsabilidad y de nuestro propio decoro como Nación pequeña pareo altiva, inerme pero digna, pisoteada pero gloriosa.

Los fondos que recibimos del exterior pueden y deben aplicarse a la construcción de las obras de regadío que el país necesita, a los caminos vecinales que nuestra producción agrícola deficitaria reclama, a la tecnificación y mecanización de la agricultura nacional y a la construcción de las presas que nos permitirán disponer cada año de cuantiosos excedentes exportables para la conquista de algunos mercados, que como el de Puerto Rico y como los que han quedado libres para nuestros productos en los Estados Unidos desde la caída de Cuba en la órbita soviética, podrían contribuir las bases de que hoy carecemos para labrar definitivamente la prosperidad dominicana.

La mejor ayuda que el país podría recibir de los Estados Unidos sería la de una cuota azucarera fija de no menos de 650 a 700 mil toneladas, y la adopción de un plan que nos permita cubrir las demandas de frutas, legumbres y otros artículos de la misma especie que fueron suplidos durante largos años por Cuba en el marcado norteamericano. Esta cuota privilegiada debe servir, sin embargo, para mejorar substancialmente la economía nacional y para favorecer a nuestra población ávida de reformas sociales, pero no para beneficio exclusivo de intereses particulares vinculados a la industria del azúcar en la República Dominicana. Nada obtendremos con lograr precios preferenciales para una cuota de 650 o 700 mil toneladas en el mercado de los Estados Unidos preferencial solo van a tener a la larga como único destino el de las arcas de una minoría.

La ley que creó el privilegio exorbitante de la exención de todo impuesto a los primeros 600,000 quintales de azúcar debe eliminarse cuando se obtenga esa cuota, y un precio tope, como le que rigió en Cuba, cuando gozaba en el mercado de Estados Unidos de ese mismo tratamiento de preferencia, debe establecerse para canalizar hacia la población necesitada del país la ayuda norteamericana. Paralelamente con esta cooperación, destinada a equilibrar permanentemente nuestra economía y a proveer de bases sólidas nuestro sistema monetario, nuestro interés nacional nos aconseja desarrollar en las mayores proporciones posibles el intercambio entre nuestro país y Puerto Rico.

Existen condiciones excelentes para que ambos pueblos establezcan una especie de mercado común y organicen sobre un espíritu de cooperación recíproca sus economías respectivas. Santo Domingo podría surtir a Puerto Rico de infinidad de productos agrícolas que no se producen en cantidad suficiente en aquella isla, y ambos pueblos podrían asociarse en muchos campos del desarrollo económico para que sus capitales asociados promuevan el desarrollo industrial en el campo de la inversión privada.

Las propias industrias azucareras de los dos países podrían llegar a acuerdos beneficiosos para cubrir entre ambos, sin que la una afecte a la otra, las necesidades del mercado norteamericano y para compartir equitativamente sus precios preferenciales.

Hay ciertas cosas que debo dejar terminantemente aclaradas desde el instante mismo en que asumo mis deberes como Rector del pueblo dominicano. Una de ellas, y no la menos importante, es la de recordar a todos los servidores del Estado y de las instituciones autónomas, que las huelgas están prohibidas en los servicios públicos. En consecuencia, cuando durante el Gobierno que hoy se inicia se declare una huelga que afecte un servicio de la categoría de los ya señalados, los huelguistas quedarán automáticamente cesantes y serán sustituidos sin contemplaciones por otros dominicanos que se consideren aptos para el ejercicio de las mismas funciones.

Hemos dicho, al iniciar estas palabras, que hoy comienza en la República Dominicana un nuevo estado de derecho y que ese estado se basará en la sujeción de todos a la ley. La Ley N. 56, del 25 de noviembre de 1965, la cual prohíbe las huelgas y los paros en los servicios públicos, no es el fruto de una arbitrariedad ni responde a sentimientos dictatoriales. La economía de esa ley procede de la propia Revolución Francesa y consagra una pugna jurídica que existe en los países más civilizados de la tierra, comenzando por Francia, cuna de nuestra legislación, y por Inglaterra, donde el Director General de Correos disolvió en una sola noche la huelga de los carteros en 1890 y donde el Ministro Chamberlain sentó, en 1936, como un principio de Derecho Público, la doctrina de que ningún Gobierno, sin negar su propia razón de ser que es la de asegurar el funcionamiento de los servicios del Estado, podría admitir que estos puedan ser descontinuados y desorganizados por una huelga declarada o auspiciada por sus mismos servidores.

Esta Ley no. 56, en consecuencia, será aplicada inexorablemente, y estas palabras deben servir de advertencia a todas los servidores públicos para que ni ellos ni nosotros nos veamos una medida de esa naturaleza en un momento en que lo que el país más necesita es que la concordia reine entre todos los dominicanos para que sea posible la obra común de la salvación de la Patria.

Otra cosa que también debo señalar es estos momento a la atención de mis conciudadanos es la de que el Gobierno que hoy se inicia está comprometido a hacer una guerra sin cuartel a la corrupción y al peculado. La Ley no. 5729, de fecha 29 de diciembre de 1961, la cual establece que toda persona llamada a ocupar un cargo público de cierta jerarquía está obligada a hacer una declaración notarial de sus bienes, debe cumplirse de la manera más estricta. La probidad tiene que empezar por los supremos rectores de la cosa pública y llegar hasta el último de los servidores de Estado.

El contrabando, los negocios ilícitos y las prebendas en las Administración Pública, serán perseguidos como graves delitos contra la República.

Gran parte del malestar reinante en las finanzas del país se debe a la malversación de los fondos del Estado, al uso indebido de los útiles que son parte del patrimonio de la República, al amiguismo que tolera las prácticas deshonestas en la vida pública, a la inmoralidad de aquellos funcionarios venales que especulan con la buena fe del Presidente de la República para derivar ventajas personales de los contratos, de las compras y de las concesiones que hace el Gobierno a los particulares; al afán de lucro que se han extendido sobre la Nación y que es hoy la idea dominante en la mayoría de nuestros burócratas y de nuestros políticos profesionales. En este sentido, el Gobierno de hoy comienza modificando la estructura de la Cámara de Cuentas y hará efectivo un sistema de auditoría no solo sobre toda la Administración Pública y sobre las actividades de todas los servidores que intervengan en el manejo de las rentas públicas y en la concesión de exoneraciones, de contratos y de otras actividades de la misma naturaleza, sino también sobre la vida del servidor público mientras se halle al servicio de la Nación.

Para llevar a cabo esta política de saneamiento moral será indispensable la colaboración de la justicia dominicana. Por eso es esta una de las razones por las cuales creemos que uno de los primeros pasos del Gobierno que hoy se inicia, tiene que consistir en dotar a la República de una judicatura que esté al nivel de la obra de saneamiento ético que requieren las instituciones nacionales.

Nuestro propósito, al iniciarse esta nueva etapa de la vida nacional con la reconstitución de un estado de derecho, es favorecer el funcionamiento en el país de una democracia efectiva. Pero la responsabilidad de esa tarea no solo incumbe al Gobierno que hoy se inicia, sino también a sus opositores. La democracia es un régimen de convivencia fundado principalmente que la ley y el respeto al derecho de todos. Si los partidos de oposición, inclusive los grupos de la extrema izquierda y de la extrema derecha, se lanzan a una labor de oposición desenfrenada y tratan de desarticular la vida del país y de quebrantar sus principios fundamentales, el lógico que esa convivencia se haría imposible y que el Gobierno, aún animado de las mejores intenciones, se vería empujado a actuar con drasticidad y a enfrentarse abiertamente a esa actitud subversiva.

El deber de todos los que aspiramos a que este país disfrute al fin de instituciones políticas civilizadas, es contribuir en la difícil etapa de la vida nacional que hoy se inicia, a que construyamos un régimen de convivencia realmente democrática, y a evitar, en consecuencia, que haya necesidad de implantar de nuevo en este país sistemas o procedimientos en pugna con la esencia de la democracia representativa. Todos los partidos tendrán derecho, bajo el Gobierno que hoy se inicia, a ejercer los derechos que le son privativos. Pero cualquiera que intente obstruir el libre funcionamiento del Gobierno Constitucional, llevar la discordia al seno de las Fuerzas Armadas, desarticular la economía de la Nación, mantener un clima de agitación en las empresas estatales, desviar las organizaciones sindicales de su misión natural que es la de defender y salvaguardar los intereses profesionales de la clase obrera, fomentar el odio entre las diferentes clases sociales y esparcir la división y la cizaña en el seno de la familia dominicana, nos encontrará de frente, dispuestos a encarar todos los peligros y a defender al precio que fuere necesario, el sagrado depósito que la inmensa mayoría de la Nación nos confío en los comicios del 1 de junio: el de defender el patrimonio moral, social y político del país, legado intangible que está y debe estar por encima de todos los apetitos personales y de todos los intereses sectarios.

Las elecciones del 1 de junio demostraron que el pueblo dominicano desea vivir en paz y que repudia la agitación permanente y la violencia sistematizada. El régimen que hoy se inicia actuará como intérprete de ese sentimiento nacional y se valdrá de todos los medios a su alcance para que los dominicanos disfruten de la tranquilidad y el orden que ansían para el ejercicio normal y libre de sus actividades. Para lograr ese objetivo, no utilizaremos la culata ni la bayoneta, sino la ley que es el instrumento más justo y a la vez más terrible que ha inventado hasta hoy el hombre para el gobierno de las sociedades humanas.

La suerte del país no puede vivir indefinidamente sujeta al capricho o a las locuras de una minoría. Desde hace largos meses el destino de la República se halla en manos de pequeños grupos de agitadores que actúan escandalosamente para dar la impresión ante la opinión pública nacional y extranjera, de que representan realmente la voluntad mayoritaria del pueblo dominicano. Las elecciones del 1 de junio demuestran que el país repudia a esos agitadores y que esa minoría carece de fuerza y de autoridad para decidir por sí sola los destinos de toda la Nación. En consecuencia, cuando durante el régimen que hoy se inicia que promueva un conflicto entre el Gobierno y esa minoría agitadora, se tomarán las medidas necesarias para que sea la opinión verdaderamente sana, la que expresó en forma categórica su voluntad en las urnas del 1 de junio, la que pronuncie la última palabra.

Algunos partidos políticos han incurrido, en los últimos tiempos, en excesos lamentables con la publicación sistemática y casi diaria de comunicados y de proclamas en que se amenaza con apelar a las armas y en que se incita francamente a la ciudadanía a la subversión y a la guerra fratricida. Existen en nuestro Código Penal disposiciones categóricas que castigan este delito, incompatible con el ambiente de paz a que la población sana del país aspira, y el Gobierno no vacilará en aplicar esas disposiciones cuando cualquier persona o cualquier partido político incurra en el grave desacato de excitar a las masas a la rebelión o al desconocimiento armada de las autoridades constituidas. Pero todo se hará dentro de la ley y con los recursos que la sabiduría del legislador, desde los días en que se votaron en Francia los códigos que todavía nos rigen, pone al alcance de la sociedad y de las autoridades que la representan para la salvaguardia del orden y de las instituciones.

No puedo dejar de hacer mención de las reformas sociales que se propone llevar a cabo el Gobierno de hoy se inicia. La modificación más importante que hay que introducir en nuestras estructuras tradicionales es la de la tenencia y redistribución de la tierra en la República Dominicana. Hemos perdido el tiempo con un plan de Reforma Agraria que se reduce, como ocurre en otros países de la América Latina, a un simple cartel de propaganda política, utilizado principalmente por los partidos con fines electorales. Aún no sabemos siquiera, al cabo de más de un lustro de haber iniciado la reforma del agro nacional, de cuántas hectáreas dispone el Estado para su redistribución entre nuestras masas rurales. Muchas de las grandes fincas que constituye el patrimonio del Estado Dominicano se hallan en poder de particulares y lejos de contribuir a aminorar el problema del latifundio no han hecho sino extender y agravar esa injusticia en perjuicio de la casi tres cuarta partes de la población nacional, constituida por los sectores que residen en las zonas rurales.

La Reforma Agraria tiene que comenzar por la localización y recuperación de esas tierras para su distribución inmediata entre los campes ionos dominicanos. Pero no basta con que el Estado se desprenda de una parte importante de las tierras que posee y que son producto de los feudos que heredó durante la Colonia o de confiscaciones hechas a raíz del movimiento democrático iniciado a fines de 1961, sino que es también necesario que los particulares que poseen grandes latifundios, principalmente del Cibao y en el Este dela República, comprendan que deben también cooperar en esa obra de reestructuración del agro nacional en beneficio de nuestras clases desposeídas. Ese desprendimiento es el precio que los grandes terratenientes de este país tienen que pagar no sólo para que la República disfrute de instituciones justas y desposeídas. Ese desprendimiento es el precio de los grandes terratenientes de este país tienen que pagar no solo para que la República disfrute de instituciones justas y descansen sobre bases estables, sino también para que los que posean grandes riquezas conserven la parte que deben conservar sin temor a que los bienes regados con el sudor de su frente o recibidos de manos de sus mayores desaparezcan arrastrados por una conmoción social que ya se siente en la atmosfera, como esos movimientos geológicos que se anuncian por ruidos subterráneos solo perceptibles para el hombre de ciencia que sigue con atención desde su observatorio las palpitaciones del mundo de la naturaleza.

Hay necesidad, para que este país se estabilice y disfrute de una organización sólida, no solo en los días presentes sino también en el futuro inmediato, de que se busque el medio de redistribuir la tierra en forma equitativa, sea mediante la expropiación gradual de los latifundios particulares, previa indemnización, según lo establece la Constitución de la República, o sea mediante un acuerdo de grado a grado que permita que la actividad de los que acaparan el agro nacional se canalice en parte hacia otros campos, como el de las empresas de carácter industrial, gracias, por ejemplo, a un trueque de una parte de esos feudos por otra cantidad equivalente en las acciones que pertenecen al Estado en el emporio industrial que administra desde fines de 1961.

El Estado podría ceder todo o parte de sus acciones en la Fábrica Dominicana de Cemente, en la Compañía Anónima Tabacalera, en los Molinos Dominicanos, en la Fábrica de Pinturas “Pidoca”, en la Fábrica de Papel, y en la propia Corporación Azucarera Dominicana, etc., a cambio de tierras para la parte más sufrida de nuestra población, que es la justicia social y la única que vive hoy en las mismas condiciones en que la halló Colón y que dieron lugar a las protestas con que llenó el mundo aquel Quijote de la fraternidad humana que se llamó Fray Bartolomé de Las Casas.

Juntamente con esta reducción de los latifundios por vía de expropiación o de negociación amigable, hay necesidad de promover una Reforma Agraria con medidas más efectivas de las que se han estado empleando hasta ahora, como, por ejemplo, con el establecimiento de un régimen que permita la incorporación a la Reforma Agraria de las tierras que se hayan insuficientemente explotadas y con la adquisición, mediante condiciones de pago satisfactorias, de las tierras que se hayan insuficientemente explotadas y con la adquisición, mediante condiciones de pago satisfactorias, de las tierras situadas en regiones donde abunde el minifundio o que se hallen sometidas al impacto de una explosión demográfica de proporciones desmesuradas.

Estamos en víspera de emprender la gran tarea de la construcción de las presas que el país reclama con más urgencia. Las tierras hoy baldías que se incorporarán con esas presas a nuestra área en producción, deben ser retenidas principalmente para la Reforma Agraria, porque no sería justo que el país invierta millones de pesos en obras de esa envergadura para beneficio exclusivo de unos cuantos terratenientes que hoy se retiran ningún provecho de esas tierras virtualmente abandonadas.

En el campo internacional nos pronunciamos abiertamente en favor al mantenimiento de relaciones diplómaticas con todos los países de América, sin importarnos del carácter de las instituciones bajo las cuales viva cualquiera de ellos, como cosa que no es de nuestra incumbencia y que se hallaría además en desacuerdo con numerosas resoluciones interamericanas en que se expresa que las relaciones diplomáticas con un país cualquiera no implican aprobación alguna de un régimen interno, y en favor, asimismo, del establecimiento de relaciones de índole estrictamente comercial con los países socialistas.

Seguiremos dando nuestro apoyo a la Organización de Estados Americanos y velando al propio tiempo por la salvaguarda de la soberanía nacional para que nuestro suelo no vuelva a ser hollado por botas extranjeras y para que nuestra bandera no vuelva a ser ofendida ni humillada.

Estamos convencidos, de que en el desempeño de nuestra gestión, tropezaremos con muchos intereses creados. Somos un país donde el privilegio juega un papel importante en la vida pública y donde el egoísmo personal prevalece sobre los intereses nacionales. Los primeros que sentirán afectados por nuestra conducta y que reaccionarán contra nosotros, acaso en forma violenta, serán nuestros propios partidarios políticos. Los que nos dieron sus votos y trabajaron en beneficio de nuestro ascenso al Solio Presidencial creerán, como es costumbre en nuestro país, que hemos venido a la Presidencia de la República a defender los intereses de un partido y no los de la Nación. Pero yo he venido hasta aquí como Presidente de los afiliados del Partido Reformista, sino como Presidente de todos los dominicanos.

Otros que se sentirán sin dudas lastimados por nuestra actuación futura, serán los beneficiarios de los privilegios y de las situaciones discriminatorias contra las cuales viviremos en permanente vigilia, sea cuando se trate de eliminar un abuso o de extinguir una prebenda, sea cuando haya necesidad de poner los puntos sobre las íes para impedir que continúe un contrato oneroso para el Estado o una injusticia irritante para un sector social determinado, sea cuando haya que poner fin a una irregularidad en la Administración Pública o cuando haya que hacer desaparecer un obstáculo que embarace el camino del país en su ascensión hacia la plenitud del progreso o hacia la plenitud de la vida civilizada.

La política de Sarmiento, formulada en los siguientes términos por su Ministro de Relaciones Exteriores Máximo Valera: “La victoria no da derechos”, servirá de pauta a la administración que hoy comienza.

Para nosotros, si algo crea la victoria, no son derechos sino obligaciones. Nos sentimos en la obligación de proteger a nuestros adversarios contra los que pretendan abusar del triunfo obtenido y contra los que quieran instaurar de nuevo en el país un régimen de persecución política y de retaliaciones. Yo no he venido aquí a ponerme el uniforme y las botas de Trujillo, sino a hacer un intento sincero para lograr que esos símbolos de opresión desaparezcan de la vida de todo dominicano.

El Presidente Provisional, doctor Héctor García Godoy, cuyo mandato expira en este día, merece sin duda el respeto y la gratitud de la República. Su gestión, aunque llena de dificultades, quedará en el país como un ejemplo de moderación y de sensatez, y su nombre de gobernante pasará a la historia envuelto en una aura de ecuanimidad republicada.

Agradezco, en mi nombre y en el del pueblo dominicano la prueba de solidaridad que hemos recibido de los países que se han hecho representar por medio de Misiones Especiales en este acto y que se asocian así al júbilo que a todos nos produce el hecho de que haya sido superada la crisis que por un momento nos hizo suponer que la antorcha de la civilización, traída aquí por el Descubridor de América hace más de cuatro siglos, estaba a punto de extinguirse en el solar donde precisamente se encendió por primera vez esa luz dos veces milenaria.

Pero mis votos de gratitud más hondos van dirigidos al pueblo que me escogió, por abrumadora mayoría, para confiarme su destino en uno de los momentos más difíciles de su tormentosa vida política. Dos sectores de nuestra población me imponen sobre todo el deber de testimoniarles en esta ocasión mi reconocimiento más vivo: la mujer, sobre todo las madres dominicanas, que en su mayoría apoyaron mi candidatura porque entendieron que ella garantizaría, mediante la convivencia de las diversas ideologías políticas en el seno de la República, la tranquilidad de todas las clases sociales, y el campesino de las veintiséis provincias del país, que se asoció a su vez desde un principio a la causa del Partido Reformista y que dejó constancia de su sensibilidad cívica en las mismas urnas donde los agitadores de la ciudad dieron prueba, en cambio, de analfabetismo moral y de analfabetismo político.

Tengan la seguridad los que me honraron con sus votos en las urnas del 1 de junio, de que no omitiré sacrifico ni ningún esfuerzos para hacerme digno de esa enaltecedora prueba de confianza. Con la ayuda de la Divina Providencia, cuya protección invoco para el país y para mí esta hora solemne, espero devolver un día a mi sucesos, saneado y sin mediatizaciones que menoscaben su contenido imperecedero, el legado que hoy recibo de manos del Presidente de la Asamblea elegida por el voto libérrimo del pueblo dominicano.

Discurso extraído del libro “Joaquín Balaguer: Mensajes presidenciales”