La República

La función de la crítica

En esta época el entretenimiento está matando las ideas, y por lo tanto los libros, y descuellan tanto las películas, las series y las redes sociales, donde prevalecen las imágenes.

William Faulkner, John Dos Passos, y una persona no identificada.

MARIO VARGAS LLOSAMadrid, España

Descubrí a Edmund Wilson el año 1966, cuando pa­sé de París a vivir en Londres. Las clases en Queen Mary Colle­ge, primero, y luego en King’s College, no me tomaban mu­cho tiempo y podía pasar va­rias tardes por semana leyendo en el bellísimo Reading Room de la British Library, entonces todavía dentro del Museo Bri­tánico. Había dos críticos que era indispensable leer todos los domingos: Cyril Connolly, el autor de Enemies of Promi­se y The Unquiet Grave, cuya columna versaba a veces sobre literatura, pero más a menudo sobre pintura y política, y las críticas teatrales de Kenneth Tynan, una maravilla de gracia, ocurrencias, insolencias y cul­tura en general. El caso de Ty­nan es muy apropiado para ad­vertir la gazmoñería de la Gran Bretaña de entonces (en esos mismos años desapareció). Ty­nan era inmensamente popu­lar hasta que se supo que era masoquista, y que, de acuerdo con una muchacha sádica, ha­bían tomado un cuartito en el centro de Londres, donde una o dos veces por semana ella lo flagelaba (y aportaba también el árnica, me figuro). Que lo hi­cieran no importaba tanto; que se supiera, era otra cosa. Ty­nan desapareció de los perió­dicos después del éxito de Oh! Calcutta! (él decía que era una traducción inglesa del francés: Oh! Quel cul tu as!) y dejó de hablarse de él. Partió a los Es­tados Unidos, donde murió, ol­vidado de todos. Pero sus inol­vidables críticas teatrales están todavía ahí, en espera de un editor audaz que las publique.

Edmund Wilson si­gue siendo famoso y, espero, leído, porque fue el más gran­de crítico literario de antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y no sólo en los Es­tados Unidos. Acabo de releer por tercera vez su To the Fin­land Station y he vuelto a que­dar maravillado con la elegan­cia de su prosa y su enorme cultura e inteligencia en este li­bro que relata la idea socialis­ta y las locuras y gestas que en­gendró, desde que Michelet en una cita a pie de página descu­bre a Vico y se pone a aprender italiano, hasta la llegada de Le­nin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución rusa.

Hay dos tipos de crítica. Una universitaria, que está más cerca de la filología, y trata, en­tre otras cosas, del indispensa­ble establecimiento de las obras originales tal como fueron escri­tas, y la crítica de diarios y revis­tas, sobre la producción editorial reciente, que pone orden y echa luces sobre ese bosque confuso y múltiple que es la oferta edito­rial, en la que los lectores anda­mos siempre un poco extravia­dos. Ambas están de capa caída en nuestro tiempo, y no por falta de críticos, sino de lectores, que ven mucha televisión y leen po­cos libros, y andan por eso muy confusos, en esta época en que el entretenimiento está matando las ideas, y por lo tanto los libros, y descuellan tanto las películas, las series y las redes sociales, donde prevalecen las imágenes.

Edmund Wilson, que na­ció en 1895 y murió en 1972, es­tudió en Princeton, donde fue compañero y amigo de Scott Fitz­gerald, pero se negó siempre a ser profesor universitario y hacer ese tipo de crítica erudita que só­lo leen los colegas y a veces ni si­quiera ellos. Lo suyo era el gran público, al que llegaba en sus ex­traordinarias crónicas semana­les, primero en The New Repu­blic, luego en The New Yorker y finalmente en The New York Re­view of Books. Después solía re­unirlas en libros que nunca per­dían actualidad. Y no se crea que escribía sólo sobre los modernos. Yo recuerdo como uno de sus me­jores ensayos el largo estudio que dedicó a Dickens. Su prodigio­sa capacidad para aprender idio­mas, vivos y muertos, era tal que, se decía, cuando The New Yorker le encargó escribir sobre los ma­nuscritos del Mar Muerto, pidió unas semanas de permiso para aprender antes el hebreo clásico. Y yo recuerdo haber leído en las páginas del desaparecido Ever­green su polémica con Nabokov sobre la traducción que éste ha­bía hecho de Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, que versaba sobre todo acerca de las entelequias y secretos de la lengua rusa.

¿Quién descubrió a la lla­mada “generación perdida” de grandes novelistas norteamerica­nos entre los que figuraban Dos Passos, Hemingway, el soberbio Faulkner y Scott Fitzgerald? Fue Edmund Wilson, que en sus artícu­los y ensayos fue promoviendo y descifrando los grandes hallazgos y las nuevas técnicas y maneras de narrar del genio literario nor­teamericano, sin dejar de mencio­nar que habían sido aquellos los que aprovecharon mejor que na­die las lecciones del Ulysses de Joyce.

Los grandes críticos han acompañado siempre a las gran­des revoluciones literarias, y, por ejemplo, en América Latina, el lla­mado “boom” de la novela no hu­biera existido sin críticos como los uruguayos Ángel Rama y Emir Ro­dríguez Monegal, el peruano Jo­sé Miguel Oviedo y varios más. No es extraño, por eso, que en Francia Sainte-Beuve y en Rusia Visarión Belinski acompañaran el período más creativo y ambicioso de sus revoluciones literarias y les dieran un orden y unas jerarquías. La fun­ción de la crítica no es sólo descu­brir el talento individual de ciertos poetas, novelistas y dramaturgos; es, también, detectar las relacio­nes entre aquellas fabulaciones li­terarias y la realidad social y políti­ca que expresan transformándola, lo que hay en ellas de revelación y descubrimiento, y, por supuesto, de queja y de protesta.

Yo estoy convencido de que la buena literatura es siempre subversiva, como lo estaban los in­quisidores y censores que prohibie­ron durante los tres siglos colonia­les que se publicaran novelas en las colonias hispanoamericanas, con el pretexto de que esos libros dispa­ratados –pensaban en las novelas de caballerías- podían hacer creer a los indios que esa era la vida, la realidad, y, por lo mismo, descon­certar y amolar la evangelización. Por supuesto que hubo mucho con­trabando de novelas y debía ser formidable, en esos tiempos, leer esas novelas prohibidas. Pero si el contrabando permitió la lectura de novelas, la prohibición se aplicó es­trictamente en lo relativo a su edi­ción. Durante los tres siglos colo­niales no se publicaron novelas en América Latina. La primera, El pe­riquillo sarniento, salió en México sólo en 1816, luego de la inde­pendencia. Aquellos inquisido­res y censores que creían que las novelas eran subversivas esta­ban en lo cierto, aunque no en prohibirlas. Ellas expresan siem­pre un descontento, la ilusión de una realidad diferente, por las buenas o las malas razones. El marqués de Sade, por ejemplo, detestaba el mundo tal como era en su tiempo porque no permitía a los pervertidos como él saciar sus gustos, y sus largos discur­sos, tan aburridos, lo que piden es una libertad irrestricta para la lu­juria y la violencia contra el próji­mo. Lo que las buenas novelas no aceptan, es la realidad tal cual es. Y en ese sentido son los perma­nentes motores del cambio social. Una sociedad de buenos lectores es, por eso, más difícil de manipu­lar y engañar por los poderes de este mundo. Eso no está claro en las democracias, porque la liber­tad parece disminuir o anular el poder subversivo de las novelas; pero, cuando la libertad des­aparece, las novelas se convier­ten en un arma de combate, una fuerza clandestina que va en contra del statu quo, socaván­dolo, de manera discreta y múl­tiple, pese a los sistemas de cen­sura, muy estrictos, que tratan de impedirlo. La poesía y el tea­tro no siempre son vehículos de aquel secreto descontento que encuentra siempre una vía de escape en la novela, es decir, son más plegables a la adap­tación al medio, al conformis­mo y la resignación. Todo eso deben señalarlo y explicarlo los buenos críticos, como hizo a lo largo de toda su vida Edmund Wilson.