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SEMANA SANTA RD

A continuación el texto integro del sermón de las siete palabras

1ra. Palabra:

“PADRE, PERDONALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN”

(Lucas. 23 ,34)

Rvdo. Fr. José Hernanado, OP

Después de una Cuaresma inesperada, (Cuaresma en cuarentena), estamos celebrando el Viernes Santo, y la Iglesia, como siempre, acompaña a Jesús, que sube al calvario, y crucificado, ofrece su vida por nuestra salvación. Hacemos hoy, Viernes Santo, memoria de su muerte en la cruz, pero sabiendo que el final no es la muerte, sino la resurrección y la vida.

Podemos imaginar que, desde la cruz, Jesús mira a sus acompañantes, a las mujeres que han estado a su lado, a los militares romanos que cumplen órdenes, tal vez a algunos discípulos, al pueblo en general que han ido a contemplar la ejecución.

Y podemos imaginar también que desde la cruz nos contempla hoy a nosotros, temerosos, desorientados y desprotegidos, mirando el futuro con angustia y sin saber qué hacer. Nos encontramos, como decía el Papa hace unas semanas, asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos”.

Durante esta Cuaresma hemos acompañado a Jesús, este año de forma nueva y creativa, en su subida a Jerusalén. Y hoy, desde la cruz, Jesús mira a su alrededor y mira también al cielo… y su primera palabra es, no podía ser de otra manera, de perdón: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Aquel que había pasado toda su vida y de forma especial sus últimos años hablando y ejerciendo la misericordia y el amor de Dios, asume la muerte sin renunciar a lo que ha predicado en su vida, o mejor, recibe la muerte precisamente por no renunciar a lo que ha predicado y vivido antes.

Desde la cruz, tal vez recuerda sus tres años de intensa actividad predicando el Reino, anunciando la cercanía y las preferencias de Dios, curando a los enfermos, reinsertando en la sociedad a los marginados, rechazando divisiones y echando por tierra prejuicios sociales y religiosos, repitiendo con palabras y hechos que Dios nos ama, que es nuestro padre, que nos quiere hermanos y que nos ha creado iguales.

Clavado en la cruz nos invita hoy a reflexionar sobre qué hemos hecho con su legado, qué hemos hecho de su herencia… y por sus palabras, “Padre perdónalos…” tenemos que concluir que no hemos hecho todo lo que él espera de nosotros.

¿Por qué le pide perdón al Padre por nosotros, qué pecados cometemos que necesitan perdón?

Aquellas personas que estuvieron presentes físicamente en el Calvario no fueron capaces de reconocerle y aceptarle como el Hijo amado de Dios, su Mesías Salvador. Tampoco nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, sabemos reconocerle ni aceptarle como es, aunque nos llamemos cristianos. Tampoco nosotros somos capaces de dar la cara por él todos los días, y en todas las circunstancias de nuestra vida. Tampoco nosotros nos identificamos plenamente con sus enseñanzas de amor, de perdón, de humildad, de servicio, de verdad, de libertad, de justicia y de paz. Muchas veces, más de las que creemos, vivimos como verdaderos paganos, e hipócritamente tratamos de hacer compatible su Evangelio con la sociedad de consumo, materialista y atea, de la cual somos parte. Una sociedad que es injusta y egoísta. Una sociedad que margina, que excluye, que discrimina. Una sociedad en la que los pobres, los minusválidos, los ancianos, los que tienen poca educación, los que no tienen una apariencia bella, los que son diferentes en cualquier aspecto, tiene muy poco o nada que hacer y qué decir. Una sociedad que sacrifica el ser por el tener, la bondad por la apariencia, el saber por la eficiencia.

Hace bien Jesús en pedir a Dios el perdón para nosotros. Padre, perdónalos… Padre, perdónanos…

Jesús nos recordaba con su vida y su actuación que somos la única criatura a la que Dios ha amado por sí misma (GS24,3) y que estamos llamados a participar, por conocimiento y por amor, en la vida del mismo Dios. Y que para eso hemos sido creados y que esta es la razón fundamental de nuestra dignidad (CIC356).

Por tanto, creados a imagen y semejanza de Dios, el rostro de todo hombre ante su Creador es, también, el fundamento de la dignidad de las personas ante las demás personas y el móvil para la radical fraternidad entre todos, independientemente de la raza, nación, sexo, origen, cultura y clase (Doctrina Social de la Iglesia, 144). La misma Encarnación del Hijo de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a su dignidad: «Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Jesús». (Ga 3, 28; Rm 10, 12).

Para los creyentes, la dignidad de la persona tiene su raíz y razón de ser en la palabra de Dios, manifestada en la creación y revelada en la historia de la salvación y de modo definitivo, en la palabra hecha vida; Jesucristo, que nos ha revelado el verdadero rostro de Dios y del ser humano. La raíz última de la dignidad de la persona está en el hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios y haber sido redimida por Jesús que nos hace a todos hermanos e hijos del mismo Padre. El ser humano fue puesto por Dios por encima de todo lo creado y recibió de Dios el encargo de dominar y cuidar la naturaleza, poniéndola al servicio de todos.

¿Están nuestras vidas y nuestras acciones cotidianas orientadas en este sentido? Cada uno puede responder personalmente, pero mucho me temo que no. Y desgraciadamente esta situación no es nueva. Hace cinco siglos, en este mismo lugar, en el contexto de todos conocido, un fraile levantó su voz exigiendo el culto y la gloria de Dios en el respeto a la vida y a la dignidad humana.

Estos ¿no son hombres… no tienen animas racionales, es decir, no tienen razón y alma, no tienen dignidad?

Nuestros obispos, en 2011, quinientos años después del sermón de Montesino, hicieron una magnífica relectura de dicho sermón, actualizándolo y reconstruyéndolo para el momento actual. Les invito a recuperarlo hoy.

Hoy en este Viernes Santo 2020, pedimos al Cristo Crucificado que pida perdón a Dios por nosotros reconociendo que necesitamos el perdón:

1.Por los que discriminan y marginan a hombres y mujeres por su condición, sexo, color, nacionalidad, enfermedad, decimos, Padre, perdónalos….

Pero ¿estamos seguros de que nuestro accionar diario no lleva una alta carga de estos ingredientes? Por tantas ocasiones que nosotros somos portadores y causantes de la discriminación y la marginación, Padre, perdónanos….

2. Pobreza: Hablamos de falta de trabajo digno y trabajo informal, desempleo, ausencia de servicios básicos, barrios marginales, viviendas precarias, hacinamiento, falta de oportunidades… Echamos la culpa al capitalismo salvaje y a la globalización. Y la tienen. Padre perdónalos…

Pero ¿hacemos todo lo posible en nuestros hogares y pequeños negocios para que vaya disminuyendo la pobreza de quienes trabajan para nosotros y con nosotros o los explotamos de manera sistemática, inmisericorde y disimulada? Padre, perdónanos..

3.- Violencia/inseguridad/Delincuencia

Es otro de los indicadores de cómo marcha el respeto a la dignidad y los derechos… Es, o era hace unos meses, una de las preocupaciones fundamentales de los dominicanos. Hay factores estructurales que provocan esta situación de violencia, inseguridad y delincuencia… Pero detrás de las estructuras hay personas manteniéndolas y afianzándolas… Padre perdónalos…

Pero, no podemos ignorar la violencia que nos toca más de cerca, la violencia intrafamiliar,-tantas mujeres asesinadas-, la violencia al interior de nuestros trabajos y relaciones sociales, violencia que se traduce en palabras, gestos y actitudes hacia los más cercanos. Porque no somos pacíficos, sino violentos, Padre perdónanos…

4. -Corrupción/clientelismo

Una tradición vieja que se hace nueva cada día y de forma especial en momentos de emergencia.

Codiciosos de ganancias, aprovechamos cualquier situación, aunque sea de emergencia, para ganar dinero, nosotros o nuestro grupo, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante los consejos y sugerencias, no nos hemos despertado ante las injusticias de nuestra sociedad, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Padre, perdónalos… Padre, perdónanos…

5.- La tierra y el planeta

La contaminación de aire, tierra, agua, por basura, desechos tóxicos, emanación de gases , la ‘cultura del descarte’, que excluye personas y convierte a las cosas en basura, calentamiento global y sus efectos, desigual acceso al agua potable; la destrucción y desaparición de especies animales y vegetales… Padre perdónalos, Padre, perdónanos

6. La política. El uso excesivo del poder y del manejo público, cuando la política ha de ser la animación interior hacia la justicia, que conlleva un comportamiento ético y espiritual cuyo resultado es gobernar en función de la igualdad, del respeto a los derechos de todos y del crecimiento económico y el desarrollo orientados sobre todo a los más vulnerables de la sociedad… Padre perdónalos… Padre, perdónanos.

CONCLUSIÓN:

Jesucristo revela a Dios como Padre de la misericordia y esto nos permite verlo especialmente cercano a nosotros, sobre todo cuando necesitamos el perdón, o cuando sufrimos o estamos amenazados en el núcleo mismo de nuestra existencia y nuestra dignidad, como nos sucede en estos días. La situación que vivimos es un auténtico vía crucis para nuestra sociedad y en este vía crucis hemos sido humillados y cargados con una pesada cruz. Ha caído nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas del mundo moderno, señores de la ciencia y del progreso. En plena cuarentena doméstica y sin poder salir a la calle, comenzamos a valorar la realidad de la vida familiar. Nos sentimos más interdependientes, todos dependemos de todos, todos somos vulnerables, necesitamos unos de otros, estamos interconectados globalmente, para el bien y el mal.

La pandemia que sufrimos ha destapado con crudeza el viejo sistema de desigualdad que rige nuestro mundo. Un sistema que ha terminado fallando. Aunque esta misma situación nos da la oportunidad de reorganizarnos de cara al futuro y ver qué priorizar, dónde tenemos que enfocar la atención, cómo arreglar nuestras vulnerabilidades… Algunos pensadores señalan que esta crisis es una especie de “cuaresma secular” que nos concentra en los valores esenciales, como la vida, el amor y la solidaridad, y nos obliga a relativizar muchas cosas que hasta ahora creíamos indispensables e intocables.

Hoy, en esta situación, los creyentes, guiados por un vivo sentido de fe, nos dirigimos, casi espontáneamente, a la misericordia de Dios.

La cruz de Cristo que hoy adoraremos es, en cierto sentido, la última palabra de la misión y del mensaje. Pero Dios nos dice que no, que la última palabra la tiene Él, y su última palabra es LA VIDA, porque Él es fiel a su amor y su Hijo no ha venido al mundo para condenar ni para matar, sino para salvar y que vivamos plenamente.

Esa vida que Él nos promete, amenazada hoy por la enfermedad y por el miedo y por todas las circunstancias negativas y pecaminosas de las que nos hemos rodeado y en las que participamos, esa vida es la que tenemos que rescatar, a la que tenemos que aspirar.

Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre», significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia y en el perdón.

2da. Palabra:

“HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAISO”

(Lucas 23,43)

Rvdo. P. Nelson Clark

Rector Catedral Primada de América

La condena que le hicieron a Jesús, junto a dos malhechores, bandidos o ladrones, fue para justificar que estaban cumpliendo la ley. Aunque el supuesto pecado de Jesús era la blasfemia, lo trataron como un malhechor. La ley judía prohibía el hurto: No robarás (Ex, 20,15), séptimo mandamiento de la Torá. Asumido por el cristianismo, porque, como dice San Pablo, “ni los ladrones, ni los avaros, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios.” (1Co 6,10).

El catecismo de la Iglesia Católica afirma que “El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada.” (CIC, 2401).

El séptimo mandamiento prohíbe la usurpación del bien ajeno contra la voluntad de su dueño. De ahí que la Doctrina Social de la Iglesia relaciona el robo con tocar el bien común, porque los bienes de la creación son de todos y para todos.

Jesús está junto a dos ladrones. Se cree que ellos dos estaban por los caminos acechando a la gente; es probable que hayan robado a la familia de José y María; y a lo mejor eran rebeldes al poder romano. Ellos robaban cosas pequeñas, pero eran bandidos.

Hoy hay ladrones que roban gallinas y van presos; otros roban millones y no les pasa nada; otros son asesinos, porque matan para robar un celular. A estos se asemejan los que roban millones: los dos tipos de ladrones matan, unos en el momento, otros a largo plazo. El que se roba la pensión de un empleado, obligándolo a implorar la providencia cada día para vivir; el que se roba el

dinero dedicado a la educación, que condena a muchos a no tener la oportunidad de prepararse y hacer una carrera; el que roba el dinero dedicado a la energía. ¿Alguna vez hemos evaluado el daño psicológico que provocan a las familias los apagones constantes, las precariedades constantes, el diario vivir en la estrechez, que siempre les falta algo? ¡Cuántos millones en los bancos!, ¡Cuántos lingotes de oro! Ahora mismo, no valen nada guardados.

A los ladrones que están junto a Jesús, a uno se le llama el buen ladrón y al otro el mal ladrón. Según una fuente apócrifa, es decir, no canónica, los nombres eran: Dimas y Gestas. Dimas era el buen ladrón y Gestas el malo. Ellos comparten la misma profesión, la misma condena, pero no tienen la misma idea de Jesús y lo interpretan de un modo diverso.

El mal ladrón lo interpreta como Cristo, por eso decía: “¿No eres el Cristo? Pues

¡sálvate a ti y a nosotros!” (Lc 23, 39).

El buen ladrón lo interpreta como rey, se preocupa por el otro, lo corrige y le dice: “Nosotros nos lo hemos merecidos con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho ¿Es que no temes a Dios?” (Lc 23, 41). Es curioso que un ladrón que se pasó la vida entera robando diga eso. Pero ahí se ve su preocupación por el otro. Está confiado que su rey lo puede perdonar y lo puede llevar a su reino. Por eso, hace una oración: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 42).

Esta súplica la encontramos en José de Egipto cuando interpretando los sueños de dos cortesanos, a uno le profetizó que le iba a ir bien, y que se acordara de él (de José) hablando con el Faraón para que lo sacara del calabozo donde lo habían llevado injustamente (Cf. Gn 49,14). De hecho, el cortesano una vez nombrado, se olvidó de José. Así somos los humanos. ¿Cuántas veces nos hemos olvidado de lo que le prometemos a Dios, en los momentos de aprietos?

La pasión de José prefigura la de Cristo. Solo Cristo no se olvida de interceder por los pecadores, porque como dice el profeta Isaías “se entregó y fue tenido por un rebelde, cuando él soportó la culpa de muchos e intercedió por los rebeldes” (Is 53,12). ¿Cómo Cristo no va a escuchar a este ladrón arrepentido?

¿Cómo Cristo no te va a perdonar a ti que, a lo mejor, está preocupado, asustado en tu casa?

Por eso, le responde con el último gesto de amor que hace como el Cristo terreno, pero también como Dios: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Esta no es una palabra de condena sino del perdón. La fe de este ladrón le lleva a discernir, aún estando condenado a morir, que está delante del rey y la instauración de su reino. Dice San Juan Crisóstomo, en una homilía: “Cuando todo el pueblo, los magistrados, los soldados, se burlan de Él, este ladrón no se para a mirar el estado humillado del crucificado: con los ojos de la fe, sobrepasa todo eso, y reconoce al maestro de los cielos. En su corazón se inclinó y dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. No nos de vergüenza de recibir como médico al que el Señor no se avergonzó de presentar primero en su paraíso” (1ª. hom. De cruce et latrone). Hermanos, un ladrón estrena el paraíso, no un sacerdote, o un escriba. Dicen algunos, que era tan ladrón que se robó el paraíso.

Hace caso omiso de este tribunal inferior (de aquí abajo, que se equivoca, que se vende); él sabe que hay otro juez que es invisible; que hay otro tribunal incorruptible.

San Agustín, comentando este texto dice que el buen ladrón hizo una doble confesión: la de su pecado y la de su fe, logrando así lo que puede salvar según San Pablo: “Si confiesa con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvado. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia y con la boca se confiesa para conseguir la salvación” (Rm 10, 9-10).

También el buen ladrón es una aplicación de la “Parábola de los obreros de la Viña” (Mt 20, 1-16), que, siendo contratado por propietario a diferentes horas, recibieron la misma paga. El buen ladrón pertenece a los de la hora undécima, los últimos, lo que muestra que nunca es demasiado tarde. Hermano nunca es demasiado tarde para encontrar a Cristo y reconocerlo como rey. Es hoy el tiempo para nosotros.

Desde ese momento se abre para el malhechor el horizonte luminoso del Reino de Dios, el paraíso, que significa lugar de paz. El perdón transforma la existencia, cancela el pasado y uniéndose a la conversión del hombre, inaugura una vida insospechada de plenitud de vida y de paz.

El encuentro con Cristo transformó a Mateo y a Zaqueo, que eran ricos, recaudadores de impuestos y el imperio le permitía cobrar un poco más para ellos. Hoy, hay personas que creen que tienen licencia para robar. Claro, no se sabe quién se las ha dado.

Zaqueo, al encontrase con Cristo va más allá de la retribución que establecía la ley judía de un cuádruple en un solo caso, y de la ley romana que la imponía la retribución para todos los robos, extendiendo para sí a todas las injusticias que haya podido ocasionar: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré cuatro veces más” (Lc 19, 8).

Hermanos, que buena noticia, al paraíso pueden ir los pecadores que se arrepienten. Imitemos a este ladrón, imitemos la conversión de Zaqueo, en este momento en que estamos en “una cuaresma mundial”, en la que Dios nos ha puesto, y nos dice a través del Apóstol Pablo: “El que robaba, que ya no robe; que trabaje con sus manos haciendo algo útil, para que pueda socorrer así al que lo necesite”. (Ef., 4,28)

Reconozcamos que Jesús reina, que tiene poder. Puedes enfermarte con el Coronavirus, pero te vas al cielo; puede ser que hayas sido señalado de robo, si es verdad ¡devuélvelo! Te vamos a perdonar, no te vamos a condenar, Cristo te perdona, haz un tesoro en el cielo repartiendo eso a los pobres, los bienes son de todos, róbate el paraíso.

Hermanos, los dos ladrones reflejan el misterio de la libertad que tiene cada hombre para elegir el bien o el mal. Hoy, de frente a un Cristo crucificado, de frente a esta Pandemia, tenemos que elegir entre la incredulidad, la desesperación, o elegir la fe y la esperanza. Nunca es demasiado tarde, hoy podemos entrar al paraíso.

3ra. Palabra:

“HE AHÍ A TU MADRE”

(Juan 19,27)

Rvdo. P. Abraham Apolinario

Vicario General de la Arquidiócesis de Santo Domingo.

Jesús, al ver a la Madre y junto a ella a su discípulo más querido, dijo a la Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo.”

Después dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre.” Después de ese momento el discípulo se la llevó a su casa.

María, es la mujer que está junto al hombre nuevo. En el relato del Génesis, en el momento de la caída, junto a Adán, se encontraba Eva, su mujer.

Junto a Jesús, el nuevo Adán, quien inicia la nueva creación, está María, la nueva Eva. Ella participa de la creación del cielo nuevo y la tierra nueva.

Juan, el discípulo más querido, recibe en su casa a María. Jesús, como buen judío sabía lo que significaba para una mujer quedarse sola, sin un esposo o un hijo. María era una madre soltera, igual que muchas de nuestras mujeres. Jesús quiere que no se quede sola y le pide a su discípulo preferido que la acompañe.

Los cristianos hemos continuado recibiendo a María en nuestras casas, ella forma parte de la familia. Tenemos a Dios como padre y a María como madre. Ella completa nuestra familia de fe. María es bienvenida en los hogares dominicanos. Tenemos una pintura suya, hecha con cariño, para recordarnos que ella es nuestra madre y que nos cuida. María de la Altagracia está en nuestros hogares y en nuestros corazones. A ella le pedimos que ruegue por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”.

A María le rogamos que interceda por su pueblo en este tiempo de sufrimiento, inseguridad, temor y muerte. A María le rogamos vivir esta crisis como verdaderos cristianos.

Le pedimos a María que nunca olvidemos, lo que nos decía nuestro Arzobispo Ozoria, en la fiesta de La Anunciación, en este mismo templo sagrado: “Todo lo que tenemos, es de todos.” Dios así lo quiso.

La creación, obra de Dios, está al servicio de toda la humanidad. La Iglesia nos enseña que “los bienes, aun cuando son poseídos legítimamente, conservan siempre un destino universal. Toda forma de acumulación indebida es inmoral, porque se halla en abierta contradicción con el destino universal que Dios creador asignó a todos los bienes". (CDSI, núm. 328).

En este sentido, queda claro que no basta cumplir la ley, para enfrentar el Coronavirus. Legalmente se podrá argumentar que es un derecho cobrar deudas y cumplir los contratos, pero en una situación como la estamos viviendo la moral invita a mirar más allá, a mirar lo que es justo. Es el momento de pensar en los más necesitados.

Juan recibe a María en su casa, porque ahora ella lo necesita.

Nuestros hospitales y servicios de salud deben acoger primero a quienes más lo necesitan. Hay mucha gente buscando servicios de salud, pruebas, exámenes, medicamentos y no aparecen.

El Estado y las Organizaciones deben estar claros en que los bienes que administran y poseen tienen un destino universal. Deben estar al servicio de todos, especialmente de los más frágiles y débiles.

Estamos en una Emergencia. Se ha prolongado el Toque de queda, para cuidar la salud. Pero es tiempo de proteger la vida de las personas, tomando las medidas necesarias por duras que sean, para asegurar la alimentación y los servicios básicos a todos los dominicanos.

El Covid-19 no es el único causante de lo que estamos viviendo en República Dominicana. “Le quitó la sábana al enfermo”, ha destapado, para que todos lo veamos, en qué condición vive la mayoría de nuestro pueblo: El hacinamiento, la falta de agua y servicios sanitarios. Carecemos de un servicio de salud primario. Eso no lo trajo el virus, ya estaba aquí. Dedicamos una parte ridícula del Presupuesto Nacional al sistema de Salud.

Como parte de esta Iglesia, queremos seguir la tradición Bíblica del año Sabático, tal como nos relata el libro del Deuteronomio: “Si se encuentra algún pobre entre tus hermanos, que viven en tus ciudades, en la tierra que Yavé te ha de dar, no endurezcas el corazón ni le cierres la mano, sino ábrela y préstale lo que necesita”. (15, 1)

Deseo animar a los empresarios, como ya lo han hecho algunos, a aportar recursos significativos, a la altura de la Emergencia Nacional en que vivimos. No es momento de hacer aportes simbólicos. Es momento de sacrificios y los que pueden más deben sacrificarse más. Así nos enseñaron nuestros padres: “El más fuerte que cargue lo más pesado.”

Hago un llamado a los hombres y mujeres de fe, que poseen pequeñas o grandes fortunas, a aportar a la patria dominicana. Espero que nuestros deportistas y nuestros artistas se comporten a la altura de la situación que vivimos. Mientras más discreto sea el aporte, más valor tendrá ante Dios. Eso dice el evangelio.

Nos unimos al grito de nuestra Iglesia latinoamericana, que llama a optar preferencialmente por los pobres.

Igual que Juan acogió a María en su casa, enséñanos, Señor a acoger a los más pobres.

¡Amén!

POSITIVO

4ta. Palabra:

“DIOS MIO, DIOS MIO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?”

(Marcos 15,34)

Rvdo. P. Juan B. CorderO, CARM

Te queda lejos mi clamor, el rugido de mis palabras no te alcanza (Sal 22).

Este grito del salmista, rezado por incontables generaciones, hasta alcanzar todo su sentido y fuerzas desgarradoras, cuando es rezado por Jesús, desde la cruz, no es una protesta ni mucho menos un gesto de rebelión contra Dios, a quien sabemos, Jesús reza, sino que es la oración-síntesis, de otras tantas suplicas que han precedido a esta y que, al parecer, no han sido escuchadas. Es diríamos, un ultimátum hecho suplica.

Este es el grito de las víctimas de la historia. Historia de injusticias, violencias, torpezas, excesos y muertes sangrientas perpetradas por unos contra otros…

Es el grito de Abel, a manos de Caín. Es el grito del Profeta Elías a manos del corrupto rey Ajax y la infame Jezabel, cuando el profeta, tiene que huir de esta última al amenazarlo de muerte. Es el grito Nabot, a quien después de habérsele calumniado y matado por orden de Jezabel, le fue incautada la propiedad que había heredado de sus padres, por haberse negado a cederla al déspota rey Ajax. Es el grito de Jeremías y otros tantos profetas por mantenerse fieles a la misión que Dios les encomendó. En fin, estas palabras del salmista rezadas por Jesús con toda su fuerza y su crudeza, son el resumen antiguo y lamentablemente siempre nuevo del dolor y el sufrimiento humano y de toda la creación.

Nadie como Cristo desde la cruz, podía lanzar estas palabras en su suplica al Padre. El, que paso haciendo el bien, que escucho como nadie esta suplica en la tragedia, la exclusión y la miseria de tanta gente de su época, a las que les devolvió la dignidad de hijos de Dios. Él no se cerró a la carne de cuantos, apaleados por sus sufrimientos, acudían a él a que los sanara y los restituyera a su dignidad. Siendo el mesías y siervo sufriente del Señor, se hizo todo con todos, especialmente con el desheredado y el excluido. Por esta razón podía proferir esta suplica y como nadie darle, todo su sentido. Pues él era el justo de Dios que sin haber cometido nada que le mereciese tal final, amó con la misma fuerza amorosa de Dios su Padre, hasta las últimas consecuencias. Por eso mereció ser escuchado, y Dios lo resucito al tercer día, arrancándolo de las garras de la muerte eterna y con él a todo al que cree en su nombre.

Dios nos redimió y nos perdonó en su Hijo. El Escuchó ese mismo grito ya desde los albores de la creación, cuando la desobediencia de nuestros primeros padres, produjera una fractura en nuestra relación con Dios, con nosotros y con la creación. Dios, ajustó las cuentas con la humanidad, pero lo hizo de la manera más singular y única, que a Dios solo se le podía haber ocurrido. Y es que, todavía siendo el hombre enemigo suyo por la arrogancia y la soberbia, por haber desterrado a Dios de su vida, no se dejó vencer de la maldad humana y en cambio, envió a su hijo, haciéndolo expiación por todos. Tomó el recibo de nuestra deuda y rompiéndolo en el cuerpo de su Hijo, nos liberó, es como si no dijera: no me deben nada mientras rompe el recibo de nuestra culpa...

A partir de entonces, y de esa actitud de Dios para con todos, se esperaba que también hiciéramos lo mismo, los unos con los otros, que de la misa manera que Dios nos amó y nos perdonó en su Hijo, de igual forma lo hiciéramos, a lo largo de nuestra historia. Que también nosotros igual que el siervo perdonado de la parábola, ante la respuesta de su hermano deudor que le dijo, “ten paciencia conmigo y te lo pagare todo” le condonase la deuda como lo hizo su Señor con él, mas en lugar de emular a su Señor en la generosidad, encerró a su hermano, deudor de minucias, en comparación con lo que al siervo indolente se le había perdonado, en la mazmorra de su corazón pétreo e insensible. No escuchó el grito de su hermano. Sabemos cuál fue el desenlace de esta historia contada por Jesús. No puede esperar misericordia de parte de Dios, quien no la practica haciéndose consciente de que el mismo, ha sido objeto de ella por parte de Dios. No puede proferir ese mismo grito de Cristo, en la hora aciaga, sino es capaz, o más bien, no quiere escuchar ese grito porque ello significaría, anteponer sus intereses y decide, por tanto, cerrar sus entrañas al hermano que sufre.

Mucho tiempo hemos estado cerrados al mundo que sufre la degradación por el maltrato a la creación de Dios. Y Principalmente hemos estado aislados y muy atrincherados de nuestro prójimo, encerrados en nuestro individualismo, nuestra indiferencia, arrogancia y delirio de grandeza y de autosuficiencia que nos ha llevado calificar a unos y otros de primer mundistas, tercer mundistas, etc. Ahora sin temor a exagerar y equivocarnos al proferir esta afirmación; nos hemos igualado en estos días.

Hace poco, en muchos países, asustaba la idea de ser invadidos por los migrantes que salían en verdaderas hordas, por diversas razones, de sus países en busca de mejor suerte para poder vivir. Empezaron proyectos de mega-ingeniería para levantar muros, para no ser invadidos. Resulta, que hemos sido invadidos y sometidos por algo que no esperábamos, un enemigo, invisible a simple vista y que verdaderamente es lo único que ahora mismo, se ha constituido más que una amenaza, en un verdugo inmisericorde e impredecible y de consecuencias inabarcables e insospechadas por mucho que hagan cálculos probabilísticos y proyecciones a corto y largo plazo para ponerlo a raya. La pandemia, nos ha igualado a todos, y es triste ver como caen, tantas personas, que incluso ya no distinguimos entre el honrado y el tunante embaucador. Caen todos como reza el salmo, por igual príncipes, jefes y siervos, caen como uno de tantos. Si algo nos está haciendo ver toda esta situación, es nuestra vulnerabilidad y nuestra pequeñez. ¡Cuán pequeños somos! Toda una lección de realismo y humildad. Esta situación mundial, nos está llevando a sacar ese poquito de mejor, que tiene el ser humano, echado en algún rincón del corazón y que vale más que todo. La solidaridad, ser solidarios hasta el forro de nuestra piel. El reconocimiento, de que andábamos frenéticos y poseídos por una prisa neurótica, por una arrogancia y autosuficiencias insufribles, ese reconocimiento de que la vida, no es ganancia a costa de la lealtad, la sinceridad y la fidelidad, ese reconocimiento de haber incurrido en competencias desleales, prisas enfermizas, segundas intenciones, nos ha llevado a replantearnos, quienes somos y que somos en el mundo y en el universo.

Somos comunidad, somos una familia global, células de un único y solo tejido. Por eso, nos damos cuenta de que no se trata en esta situación, de salvar mi piel, sino de hacerlo juntos. A esto nos invita el amor. Jesús ayudo a todo el que se acercó a él en busca de consuelo y salud. Promovió a las personas a quien ayudaba, reconociendo su valía y su dignidad. No los hacia dependientes de su persona: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Dijo al paralitico de la camilla bajada por el techo. Al leproso, si quiero, queda limpio. Al endemoniado de Gerasa, vuelve a tu casa y cuéntale a los tuyos, como el Señor ha tenido misericordia de ti. Así estamos llamados a ser y a hacer los cristianos principalmente. Ayudar al hermano a descubrir su dignidad, su valía, y a abrirse camino en la vida, tomando su camilla, que es hacerse cargo por sí mismo de su vida. Así también el tejido o estructura estatal, como instancia mayor está llamado a estar atento del cuidado de las instancias menores. Hay que ayudar a desarrollar a la familia, y a las diversas agrupaciones y asociaciones de las que la familia forma parte. El descuido de estas instancias menores por parte de las instancias mayores, atenta contra el desarrollo de las primeras y les hace dependientes al mismo tiempo que les atrofia su capacidad de respuesta, originalidad y de aporte a la sociedad. Pensemos en el centralismo excesivo del aparato estatal y las funciones públicas, que hace que muchas instancias menores solo cuenten, a partir de ciertos intereses, no siempre potables. La subsidiariedad se nos impone y se nos exige ahora más que nunca. Y sobre todo en forma de solidaridad. El principio de subsidiariedad, pide urgentemente que las instancias estatales, velen en todo momento, con total determinación para que no se comentan abusos contra la población, que es el capital humano y el principal de una nación. Así en estos días hemos tenido, en medio de esta crisis, que escuchar, como ciertos elementos haciendo gala de todo tigueraje y marrullería, no se les ha apretado el pecho para procurarse sórdidas ganancias a partir del sufrimiento de quienes están postrados ante esta pandemia. ¿Cómo es posible que existan alimañas como estas y que no se les pare los pies a tiempo? ¿Cómo es posible que haya gente obtusa, que tenga tiempo y espacio para llenar sus arcas, a costa de la necesidad de la población en riesgo de enfermar en gran número? Les cabe la sentencia dictada por el mismo Dios, por labios del profeta Oseas (Oseas 8, 4-7), ante la corrupción y la maldad de los dirigentes de su pueblo, que compraban al pobre por un par de sandalias y vendían hasta la paja del trigo: Sean quienes sean, de las altas instancias que sean, jura el Señor, que no olvidara esta injustica. No olvidara el dispendio y el despilfarro, la grosería costumbre de sacar todo lo que pueda de las arcas publica, dejando al país, siempre sumido en deudas por mucho que hablen de crecimiento mega o macroeconómico. Invitamos pues, a quienes tienen la responsabilidad de dirigir la cosa pública, que escuchen el grito que surge ahora en medio de esta crisis. Que nadie quede desamparado en manos del agiotista, el avivato y el ladrón de turno. Pero no todo es negativo, están los ciudadanos que acatan las leyes, que se cuidan y así cuidan a los demás. Esta el ingente cuerpo de salud integrado por los médicos tanto hombres como mujeres, las enfermeras y enfermeros, los voluntarios, empresarios y particulares que dan de su tiempo de su saber hacer para enfrentar juntos esta situación difícil. Es tiempo de arrimar todo el cuerpo y juntos ayudarnos sabiendo que todo cuanto nos hacemos, se lo hacemos al mismo Jesucristo, que dijo: lo que haces a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo haces…

Solo quien escucha el grito de Jesús en los otros, puede proferirlo a su vez.

5ta. Palabra:

“TENGO SED”

(Juan 19, 28)

Rvdo. P. Pablo de la Cruz, CARM

“Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliera “Tengo Sed”.

Hermanos, en esta breve palabra, se manifiesta un ansia intensa de Jesús en el suplicio de la Cruz, y esto nos recuerda que Cristo era ciertamente hombre, y, como tal, sintió la necesidad fisiológica de la sed, uno de los mayores tormentos de los crucificados.

Tengo sed, es la palabra más radicalmente humana que Cristo pronuncia en la cruz.

Este Cristo, cien por ciento hombre, en su aflicción y su sufrimiento, siente necesidad de ser escuchado para así, poder saciar su sed. Pero vemos, que la cerrazón y la indiferencia de sus verdugos, que tenían el corazón embotado en las dadivas de este mundo y en las secuelas del pecado, no escucharon el clamor de su necesidad.

Lamentablemente esta necesidad de Cristo de saciar su sed continua estando vigente hoy, en nuestra sociedad, en cada dominicano que, herido y frustrado en su día a día ante la falta de una verdadera democracia que nos represente a todos con igualdad y transparencia, no dejan de clamar por una mejoría real que garantice sus necesidades más básicas:

Alimentación, Educación, Justicia, Vivienda digna, empleo e igualdad… que sean emanados de un verdadero desarrollo solidario con la mirada puesta a corto, mediano y largo plazo en el bien común.

Y, si bien es cierto, que la humanidad está viviendo momentos muy difíciles, no menos cierto es que aquel que se despojó de su categoría divina haciéndose uno como nosotros, sigue sufriendo junto a cada uno de sus hijos y, desde la cruz nos muestra y nos enseña que su solidaridad tiene como centro, la humanidad. Por eso dijo en una ocasión, “Vengan a mi todos los que están fatigados y agobiados que yo los aliviare”, (Mt 11,28-30)

Ante la realidad que acontece y se cierne en nuestra República Dominicana, de gran impacto social, ahora, motivada por el Covid-19; sin olvidar que antes de esta pandemia, que nos invita a todos a ser responsables y acatar el llamado de salud pública; ya teníamos la gran incertidumbre provocada por el ambiente político, donde la lucha desmedida por el poder, la lisonjas de unos cuantos que no han entendido que la política se ejerce sirviendo, no para ser servidos y las dadivas de otros ante la carencia de muchos, desnudan y dan al traste de por qué ocupamos uno de los últimos lugares en educación.

Como Iglesia nos preocupan esas realidades que por años se repiten y que vienen siendo ese vinagre moderno mezclado con hiel, que pretende seguir anestesiando a un pueblo que agoniza.

Pero no todo está perdido, pues, desde aquí vemos el despertar de una ciudadanía que aún tiene esperanza y cree conscientemente que por el camino que nos conducen quienes nos han dirigido en las últimas décadas, no es el camino correcto y, por lo tanto, tienen necesariamente que cambiar, y revisar el concepto de desarrollo que no coincide ciertamente con el que se limita a satisfacer los deseos materiales mediante el crecimiento de los bienes, sin presta la urgente atención al sufrimiento y la sed de tantos.

Frente a esta pandemia, el tiempo es apremiante y más que oportuno para que entre todos como sociedad, como dominicanos, logremos alcanzar la patria que queremos, enarbolando los valores que nuestros padres fundadores soñaron.

En ese orden, ¡Basta ya de oprimir al pobre!, ¡basta ya de comprar conciencias y de aprovecharse de la ignorancia del marginado!, fruto de sus malas acciones.

Tomemos conciencia plena de que todos somos hermanos y salgamos de nuestros egoísmos, de nuestra desidia y con arrojo, coraje y mucha valentía, comencemos a vivir nuestras responsabilidades con coherencia entre nuestro hablar y actuar, pues como decía Alejandro Magno “de la conducta de cada uno, depende el destino de todos”

Por eso reflexionemos con humildad, acerca de cómo anda nuestra solidaridad, con ese otro Cristo sediento, representado en nuestro pueblo sufriente, y que todos vemos a nuestro alrededor y, antes quienes a diario nos hacemos de forma fácil, los indiferentes.

Pidamos la gracia al Espíritu Santo, de poder ser solidarios con el hermano que se encuentra envuelto en tantas vicisitudes y que no le permiten tener una vida digna como ser humano único e irrepetible.

Exhortamos a todo el pueblo de Dios a no perder la fe y la esperanza en un mundo nuevo, que debe comenzar aquí y ahora; a pesar de las dificultades, mantengamos la unidad como un solo cuerpo, desterrando de nuestros corazones el egoísmo, el orgullo y la vanidad; seamos solidarios en todo momento con los demás, especialmente los desfavorecidos, los que viven en situaciones de vulnerabilidad, los que están marginados por el sistema imperante.

Es tiempo de aunar esfuerzos para alcanzar una sociedad mejor, tomando el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, modelo de servicio, él mismo lo dice en su palabra: no he venido a ser servido, sino a servir.

Este es el legado más grande del cual nosotros los cristianos debemos de ostentar y ha de ser el ejemplo vivo y eficaz que direccione nuestra coherencia de vida, ya que como dice San Pablo: una fe sin obras es una fe muerta.

Que el sacrificio redentor de Cristo nos ilumine a todos con su gracia y nos infunda un espíritu más dócil a las necesidades de todos.

6ta. Palabra:

“TODO ESTA CONSUMADO”

(Juan 19,30)

Rvdo. P. Nelkys Acevedo

En la Plegaria Eucarística número II, el Sacerdote reza así: Él en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la Cruz y así adquirió para ti un pueblo Santo.

Esta frase es dicha por Jesús como quien ha llegado a este momento de la Cruz con una decisión clara y profunda, con la convicción de quien sabe cuál es su misión. Para Juan, Jesús no llega derrotado a la Cruz sino con la claridad de que todo esto tiene un sentido en su vida, pero sobretodo en el plan de Dios; es decir, Jesús exclama “todo está cumplido” como quien dice que ha cumplido la tarea encomendada, la misión que se le ha dado; llega al final de su vida habiendo cumplido “la misión”.

En efecto, en la vida de Cristo todo lo que las Escrituras proclaman y lo que los profetas anunciaban encuentra cumplimiento.

San Melitón, Obispo de Sardis y escritor eclesiástico prominente de la segunda mitad del siglo II, lo explica con las siguientes palabras:

Muchas predicciones nos dejaron los profetas en torno al misterio de Pascua, que es Cristo; Él vino desde los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal y apareció como hombre; hizo suyas las pasiones y sufrimientos humanos con su cuerpo, sujeto al dolor, y destruyó las pasiones de la carne, de modo que quien por su espíritu no podía morir acabó con la muerte homicida. Se vio arrastrado como un cordero y degollado como una oveja, y así nos redimió de idolatrar al mundo, el que en otro tiempo libró a los israelitas de Egipto, y nos salva de la esclavitud diabólica, como en otro tiempo a Israel de la mano del Faraón; y marcó nuestras almas con su propio Espíritu, y los miembros de nuestro cuerpo con su sangre.

Éste es el que cubrió a la muerte de confusión y dejó sumido al demonio en el llanto, como Moisés al Faraón. Éste es el que derrotó a la iniquidad y a la injusticia, como Moisés castigó a Egipto con la esterilidad. Éste es el que nos sacó de la servidumbre a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de las tinieblas al recinto eterno, e hizo de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido y eterno. Él es la Pascua de nuestra salvación. Éste es el que tuvo que sufrir mucho y en muchas ocasiones: el mismo que fue asesinado en Abel y atado de manos en Isaac, el mismo que peregrinó en Jacob y vendido en José, expuesto en Moisés y sacrificado en el cordero, perseguido en David y deshonrado en los profetas. Éste es el que se encarnó en la Virgen, fue colgado en el madero y fue sepultado en tierra, y el que, resucitado de entre los muertos, subió al cielo. Éste es el cordero que enmudecía y que fue inmolado; el mismo que nació de María, la hermosa cordera; el mismo que fue arrebatado del rebaño, empujado a la muerte, inmolado al atardecer y sepultado por la noche; aquel que no fue quebrantado en el leño, ni se descompuso en tierra; el mismo que resucitó de entre los muertos e hizo que el hombre surgiera desde lo más hondo del sepulcro.

Este hombre que grita que todo se ha cumplido, nada posee, ha muerto sin nada: sus vestidos los sortean los soldados, hasta la túnica y sus sandalias son de ellos; no tiene sepulcro donde reposar, y un amigo le prestará el suyo. Él no tiene nada, ¡ah! sí, tiene una madre cerca de la cruz, que, por cierto, es la mujer más maravillosa que ha pasado por este mundo; pero desde ahora ya no será solamente suya, porque nos ha dicho a cada uno de nosotros: “Ahí tienes a tu Madre”, y a Ella le ha dicho: “Ahí tienes a tus hijos”. Es impresionante ver con qué autenticidad esta Madre se ha preocupado por todos sus hijos. Aquella Madre del Calvario tiene también ese nombre tan cercano y tan nuestro de: Santa María, Virgen de la Altagracia. Aquella tarde del viernes Santo estaba en la colina del Calvario; después vendría a Visitarnos en Higüey, a decirnos que sí, que había aceptado ser nuestra Madre.

Porque no estamos solos. Solos nos hundimos, solos nos perdemos, “solos estamos condenados” decía el Santo Padre Francisco hace unos días.

Nuestro país, el mundo, toda la tierra y cuantos la habitan, lloran y sufren estos días. La Iglesia, tachada de cobarde por las redes, llora y sufre con sus hijos; estos que hablan mal de la Iglesia, olvidan que su misión es llorar con los que lloran, haciendo presente que aun en medio de las pruebas Dios va con nosotros, que todo tiene que cumplirse y que el Padre no nos abandona.

En el recordatorio de mi ordenación sacerdotal, hace 7 años, quise colocar un versículo de la Carta a los Hebreos que dice: “Es capaz de comprender a errantes y extraviados, porque está envuelto en debilidad”. Juro que nunca pensé que serían proféticas en mi propia vida estas palabras, hoy conozco el dolor, la angustia, la desesperanza y la desesperación como hace un año no la conocía; pero también a lo largo de casi un año, he aprendido el valor de la DIGNIDAD HUMANA, la fuerza del BIEN cuando es COMÚN, el destino UNIVERSAL que tienen los BIENES, lo que es la SUBSIDIARIDAD cuando estamos en medio de la angustia, lo importante de la SOLIDARIDAD cuando el dolor nos visita. Sé que no son términos técnicos, estos puntos que Monseñor Ozoria mencionaba el pasado 25 marzo, soy testigo de que es la manera en que la Iglesia, los hermanos, la humanidad, hace presente en medio de la angustia y el dolor que no estamos solos. Quien preside esta Iglesia arquidiocesana, sabe desde muy joven que Dios provee -como reza su escudo episcopal-, que Dios acompaña, que Dios nunca abandona, y tampoco lo hará con nosotros en este duro momento.

CONSUMATUM EST, todo está cumplido, ¿qué significa? Que no estamos solos.

Ya desde el nacimiento, Jesús ha sido como aspirado por aquella hendidura en la Roca, que es el sepulcro. Allí tuvo que bajar, allí llegó su amor: hasta el final. Su último aliento infundió a todo el cumplimiento; un aliento débil e imperceptible, pero dentro tenía guardada toda la vida de Dios, que, como una bendición, bajó y se acomodó humilde, invisible; adonde no había vida, aquel: ¡Todo está cumplido! abrió el camino a su cuerpo sin vida, invadió aquella tumba preparándola para acoger esa muerte única y santa. Una racha divina prohibida al ojo listo y que se piensa inteligente del hombre; un misterio de vida que estalla en la muerte, ninguna ciencia podrá explicar tan grande amor. Ha bajado allí, en aquel sepulcro y a cada tumba, desde ese instante, se ha hecho Esposa del Señor de la vida.

El Hijo de Dios, igual a Dios, Dios en Persona, tuvo que entregarse sin reservas a la muerte que a todos nos encarcela; tuvo que pasar por ella, para llegar a nosotros sus esclavos. Tuvo que hundirse en nuestra realidad para que nos diéramos cuenta de Él, dándonos cuenta también de la muerte que llevamos dentro; tuvo que casarse con nosotros en aquella Cruz para reconducirnos al Paraíso.

La angustia de Jesús, que eleva al Padre una oración sobre la que desciende la sangre que sólo el amor auténtico puede derramar. Jesús, el Esposo que quiere a la esposa hasta el final, y la esposa dormida, incapaz de sustentar el peso que supone el amor. Toda la Pasión de Jesús se cumple en el Getsemaní, donde su naturaleza humana es entregada a la voluntad del Padre. Postrado sobre la tierra de la cual todos somos hechos, acogiendo la voluntad del Padre que nos ha creado para Él, se empeña en hacer de nosotros su esposa.

Con su sangre derramada para lavar cada adulterio nuestro, Jesús nos ha reengendrado como a vírgenes castas elegidas por el Padre para un único Esposo. Con la misma sangre ha redactado el documento con el que nos ha acogido en su intimidad, empeñándose en protegernos y proveer para nuestra vida.

En el relato de su Pasión, cada instante, cada palabra, cada gesto, constituye una letra ensangrentada que testimonia la autenticidad y el valor infinito de su amor hacia nosotros. Porque el amor no es un sentimiento, sino el empeño duro y a menudo cruento de fidelidad. Cada golpe de flagelo, cada insulto, cada escupitajo; y luego los clavos, las espinas, la Cruz, el vinagre, la asfixia, la soledad y el extremo abandono, son algunas entre las condiciones que Jesús ha honrado para pagar el precio de nuestro rescate.

Jesús ha sido fiel proveyendo a nuestra salvación, cargándose de nuestra infidelidad. No nos ha juzgado, ni renegado. Nos ha querido siempre, paso tras de paso, dolor tras de dolor, hasta el final, hasta la tumba que ha decretado nuestra quiebra. Jesús ha querido a una esposa adultera, excitada para los amantes, narcisísticamente redoblada a contemplar su propio yo, llegado a ser dios. Jesús se ha casado con cada centímetro de nuestra historia registrada, instante tras de instante, pecado después de pecado, en los acontecimientos, en las palabras y en los personajes de su Pasión.

Pero ésta Pasión ha sido el parto doloroso de las bodas decidida en las entrañas del Getsemaní. En ello Jesús nos acogió libremente, experimentando con antelación el sudor frío de la agonía; en aquel jardín saboreó el dolor que supone querer a una esposa adultera hasta dentro de su traición más grave, la que la ha conducido a matar a su Esposo.

En el Getsemaní del Shemá cumplido, Jesús ha experimentado: en su corazón, en su mente y en su carne, el sacrificio que habría significado pagar el precio para honrar la alianza de amor con la cual atarnos a Él. Jesús supo, ha temblado asediado por la angustia, ha sudado la sangre que habría derramado después de poco, y ha aceptado con amor infinito la VOLUNTAD que el Padre le encomendó cumplir: "Abbá, Papá, todo es posible para ti... Pero me crees, es duro beber la copa de estas bodas. Es amargo como la hiel y áspero como el vinagre, como la esposa con que me llamas a beberlo”. Si fuera posible pasaría más allá de él, pero... pero el amor es no seguir la carne y sus deseos; es no hacer según mi voluntad humana. El amor es acoger a la esposa que tú has preparado para mí, sin reservas, echando mi carne en la obediencia que me hace Dios contigo. Y Jesús ha tomado de las manos del Padre la Copa de

la alianza, para llenarlo con su sangre; en el que habría celebrado y bendecido las bodas con nosotros.

Pero Jesús también baja hoy al jardín a buscar a su esposa, se hunde en su mismo sueño de muerte para luchar en su lugar, vencer y así despertarla a la vida que no muere. Ocurre en el Misterio Pascual lo que ocurrió durante la Creación de Eva, plasmada por la costilla de Adán durmiente; como ocurre durante la alianza entre Dios y Abraham, caídos en un sueño profundo mientras el fuego divino pasaba bajo las carcasas de los animales desgarrados.

“Todo está cumplido” es la penúltima palabra pronunciada por Cristo; las pronuncia en el momento más duro y cruel de su vida. En medio de la cuarentena y el miedo de estos días, son estas para nosotros palabras de alegría, pues no puede estar triste como un hijo sin padre, quien tiene a un Dios poderoso que vino a amarle.

Comprendo lo que cada uno en nuestro país siente, pues también he pasado momentos muy complicados. Pasé días en los que no supe cómo afrontar las desgracias que estaban pasado. Sé muy bien que nos sentimos sin fuerzas e inclusive abandonados, pero en medio de todo este gran conflicto, Dios está a nuestro lado. Se acerca y nos dice palabras que no habíamos esperado, nos dice qué hacer para salir de ese lugar en el que estamos quedados y con su gran poder nos hace comprender que toda obra para bien, al fin y al cabo.

Tomémonos de la mano del Señor, que ha venido a rescatarnos. Pongamos la mirada en el Salvador, quien ha venido a ayudarnos; tomemos su diestra poderosa, para que Él pueda levantarnos, y procuremos aprender de las cosas que Dios está con todo esto enseñándonos. Dios quiere hacer cosas que superen todas nuestras razones.

El COVID nos está enseñando que estábamos viviendo mal, y hemos llegado a este día convencidos que en el futuro: o cambiamos o morimos. Sin Dios, sufrimos; con él, al final de nuestros días podremos decir llenos de alegría que ¡todo está cumplido!.

7ma. Palabra:

“Padre, en tus Manos Encomiendo mi Espíritu”

(Lucas 23, 46)

Mons. Francisco Ozoria Acosta

Arzobispo de Santo Domingo

Texto Bíblico: Lucas 23, 46.

“Era medio día; se ocultó el sol y todo el territorio quedó en tinieblas hasta media tarde. El velo del Santuario se rasgó por el medio. Jesús gritó con voz fuerte: Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu. Dicho esto, expiró”.

Siempre me ha llamado la atención esta séptima palabra de Jesús en la cruz. Me llama la atención porque humanamente no se entiende que un ser humano que está agonizando, en el último minuto de su vida, pueda gritar (como dice el texto de Lucas) “con voz fuerte”: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Podría entenderse humanamente hablando, el uso de esa expresión en la cuarta palabra de Jesús: Jesús gritó con voz potente: … Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Jesús grita con voz fuerte porque sabe en quién ha puesto su confianza. Esta es una oración de confianza.

El que había aceptado el cáliz (“Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” Lc.22, 42), sabía en quién ponía su confianza y esperanza.

“Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu”, prácticamente, es una cita del verso 6, del Salmo 31: “En tus manos encomendé mi vida, y tú me libraste, Señor Dios fiel”.

Todo este salmo es la oración del pueblo (del creyente) perseguido y en gran dificultad. En este salmo se profesa la confianza presente que tiene un sólido fundamento: “Dios como roca, refugio y fortaleza”.

“En ti me refugio, Señor: no quede yo nunca defraudado; por tu justicia ponme a salvo. Inclina tu oído hacia mí, ven pronto a librarme, sé mi roca y mi refugio, mi fortaleza protectora”. Tú eres mi roca y mi fortaleza” (Sal. 31, 2-4).

Por tanto, estamos ante una oración de Jesús que confía en el Padre que no lo defraudará.

La inmolación de Jesús, su entrega incondicional llega a este momento de abandono confiado en las manos del Padre.

Estamos viviendo una experiencia de prueba y de dificultades. Una experiencia en la cual tenemos que confirmar nuestra fe y nuestra confianza en Dios.

Por eso al contemplar a Jesús que se entrega en las manos del Padre, pidámosle a ese Jesús el regalo de esa confianza absoluta en Él, ante la situación actual causada por esta pandemia.

Termino esta reflexión con las palabras del Papa Francisco en la bendición Urbe et Orbis, alentándonos como Jesús alentaba a sus discípulos en aquella tormenta:

“Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere.

El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a esperar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor”.

¡Ave María Purísima!