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Santo Mártir

San Oscar Romero, a 39 años de su martirio

Los seguidores de monseñor Romero veneran su figura y ejemplo en la iglesia. ARCHIVO

Los seguidores de monseñor Romero veneran su figura y ejemplo en la iglesia. ARCHIVO

Un año antes de su muerte, del 19 al 23 de marzo de 1979, el entonces Arzobispo de San Salvador, monseñor Oscar Arnulfo Romero, estuvo en Santo Domingo. Vino invitado por los Misioneros del Sagrado Corazón que celebraban en esa fecha un congreso sobre “Espiritualidad del Corazón de Jesús”, en Manresa Loyola, de Haina. Al concluir el encuentro, el padre Darío Taveras, lo condujo al aeropuerto Las Américas. Cruzando la ciudad, Romero le pidió detenerse en la Catedral. Allí en la capilla del Santísimo cayó de rodillas y pasó un buen rato de oración. “Rezó por el pueblo dominicano, pero sobre todo por su sufrido país, El Salvador, desangrado por la guerra, adonde le urgía volver”, narró el sacerdote.

El mártir Romero se entregó serenamente a la oración. Como si buscara, en medio del silencio de los muros centenarios de la Catedral Primada, el aliento de Jesús Sacramentado y descansar en Él, el enorme peso de la soledad y el abandono de sus propios hermanos obispos que no comprendían su opción tan radical por los desvalidos y los derechos de su pueblo salvadoreño.

El padre Darío Taveras, uno de los primeros sacerdotes dominicanos, de la congregación MSC y escritor de varias obras, relata que monseñor Romero aprovechó su visita para agradecerle al obispo auxiliar de Santo Domingo, monseñor Príamo Tejada, que en Puebla, México, firmó una carta de solidaridad con su ministerio, junto a obispos latinoamericanos, que lo llenó de emoción.

Entonces se sabía que el arzobispo Romero había sido prácticamente abandonado por sus hermanos obispos salvadoreños y centroamericanos, en su firme defensa de los derechos humanos y de sus sacerdotes que estaban siendo perseguidos y asesinados por el Ejército y los paramilitares de la dictadura del entonces presidente, José Napoleón Duarte.

Visitó el seminario Durante su visita al país, el prelado estuvo en un encuentro con los estudiantes del Seminario Santo Tomás de Aquino, junto a otros dos obispos de Honduras y Guatemala, que participaron en el congreso de los MSC, pero sus posiciones respecto a la violación de los derechos humanos y los asesinatos de sacerdotes, feligreses y presuntos subversivos en la región centroamericana fueron muy distintas. Para muchos de los formadores y los jóvenes seminaristas presentes, Romero demostró ser un verdadero profeta.

El padre Darío Taveras, en un artículo publicado en el semanario católico Camino, con ocasión de la canonización de Romero, recordó tres pequeños hechos -para él-- progresivos del menos al más, del rechazo a la plena aceptación de entrega del Arzobispo Metropolitano de San Salvador.

Primero: cuando Romero estuvo en Santo Domingo, el fotógrafo de la revista Amigo del Hogar, sacó una foto de todo el grupo. Uno de los obispos latinoamericanos que estaba presente pidió que lo sacaran de la foto, porque no quería que lo vieran junto a monseñor Romero.

Segundo: El fiel secretario de San Juan Pablo II, el padre Estanislao, cuenta en el libro “Una vida con Karl”, que preparando el viaje que hizo el Papa en 1983 a El Salvador, Karl Wojtyla tuvo que decir a uno de sus ayudantes, que le sugirió no visitar la tumba de Romero,“¿cómo no voy a ir a su tumba, si entregó su vida en el altar?”.

Y tercero: en el año 2007, en Aparecida (Brasil), un sacerdote preguntó al cardenal Bergoglio, hoy Papa Francisco, qué pensaba de monseñor Romero, la respuesta fue clara: “Para mí es un santo y un mártir. Si yo fuera Papa, ya lo habría canonizado”.

El martirio Apenas un año después de su estadía con los dominicanos, el 24 de marzo de 1980, el arzobispo Romero entregó su vida mientras oficiaba una misa en la capilla del hospital Divina Providencia, de San Salvador. Fue asesinado de un disparo de fusil. La bala calibre 22 lo impacto muy cerca del corazón, provocándole una hemorragia incontenible.

La detonación del disparo se escucha con claridad en una grabación con las últimas palabras pronunciadas por monseñor Romero, durante la eucaristía que fervorosamente celebraba, como si hubiera presentido que había llegado el momento de que su sangre de mártir se mezclara con el cuerpo y la sangre de Cristo, que él mismo como sacerdote, acababa de consagrar en el altar: “Que este cuerpo inmolado y esta sangre sacrificada por los hombres nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor. No para nosotros mismos, sino para conceptos de justicia y paz a nuestro pueblo”.

Una entrevista El arzobispo mártir, durante su corta estadía en Santo Domingo, sacó tiempo para una larga entrevista con la revista Amigo del Hogar.

Lo entrevistó el director, padre Juan Rodríguez, y fue reproducida parcialmente por Roberto Morozzo, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Roma Tres, en su libro de 462 páginas: Monseñor Romero, Ediciones Mondadori, Milano 2005 (en italiano) y Ediciones Sígueme, Salamanca 2010 (en español), citó al padre Taveras.

Al inicio de la entrevista, Romero describió como “grave” la situación que entonces vivía su pueblo. “El Salvador en general es todo un problema. Es un territorio de 21 mil kms, con más de cuatro millones de habitantes, lo que por sí crea una situación social y económica difícil. A esto se agrega la mala distribución de la tierra que está en posesión de unas cuantas familias dejando una inmensa mayoría con poca tierra o sin nada”.

En el aspecto político su país era una democracia, pero en ese momento los cauces democráticos se cerraban por una represión que monopolizaba en unas pocas manos el poder y el derecho de participación. “La mayoría se siente frustrada y como consecuencia surgen brotes que se llaman subversivos, pero que son legítimas aspiraciones que responden al deseo del pueblo de organizarse y dejarse oír”.

El arzobispo reconoció que existían brotes clandestinos auténticamente subversivos, que encontraban en la situación económica, política y social, un pretexto para sublevarse, pero que estos grupos desaparecerían si se abrieran los cauces a una participación legítima. Sobre su arquidiócesis explicó que, muchos sacerdotes y laicos se dedicaban a la promoción humana y que sentían su responsabilidad como Iglesia, pero que tenían dificultades “porque una pastoral de promoción despierta en el hombre su sentido de dignidad humana y de reclamar sus derechos, sobre todo de organización y de participación. “A esto se llama comunismo y política, pero la iglesia nunca se ha apartado de su línea espiritual, de ahí los diversos conflictos entre la Iglesia y el ambiente”.

Un nuevo rumbo Monseñor Romero se refirió al cariño que siempre tuvo por su pueblo y por los pobres. “Antes de ser obispo estuve como sacerdote 22 años en San Miguel, una ciudad lejos de la capital y creo que no viví los problemas tan intensos que ahora me tocan vivir. Allí traté de llevar a mi predicación y actuación pastoral, mi actitud más bien tradicional y aferrada a los principios aprendidos en el seminario. Sin embargo, cuando visitaba los cantones, sentía un verdadero gusto de estar con los pobres, y ayudarlos”.

“Al llegar a San Salvador, la misma fidelidad con que he querido llevar mi sacerdocio me hizo comprender que mi cariño a los pobres, mi fidelidad a los principios cristianos y adhesión a la Santa Sede, tenían que tomar un rumbo distinto”, confesó el nuevo santo de la iglesia católica.

El 22 de febrero de 1977, cuando tomó posesión de la Arquidiócesis, había una racha de expulsiones de sacerdotes, y a menos de un mes de tomar posesión fue asesinado el padre Rutilio Grande, y dos meses después fue muerto también por balas el padre Navarro Oviedo.

“Así empezó mi episcopado en San Salvador, y el diálogo con mis sacerdotes y con el pueblo, me hizo sentir que mi cariño y mi compromiso tenía que demostrarlo con más fortaleza frente a los enemigos del pueblo y frente a los perseguidores de esta Iglesia”.