Deserción.
Cuarenta mil estudiantes desertaron de las aulas en dos años
Jefrey Tejeda tiene 17 años y hace uno, cuando cursaba el quinto de secundaria (tercero de bachillerato), tuvo que salir de la escuela. Con ello, sus esperanzas de convertirse en ingeniero se vinieron abajo, ya que debió dedicarse a tiempo completo a trabajar para sustentar su hogar.
El cambio determinante de su vida lo percibió en el momento en el que los gastos familiares descansaban sobre sus hombros. En ese instante, abandonar la escuela se convirtió en su única opción.
Conforme a datos del Ministerio de Educación, durante el año lectivo 2017 al 2018, un total de 40,206 estudiantes, correspondiente a las tres modalidades que figuran dentro del sistema educativo actual (público, privado y semioficial), desertaron de la educación que comprende los niveles de inicial, primaria y secundaria.
Componiendo los tres niveles, en el sector público, 31,314 niños y adolescentes no continuaron sus clases; en el privado, 8,542 personas corrieron la misma suerte, y en el semioficial, 350 alumnos abandonaron sus estudios.
Asimismo, al menos 19,627 desertaron de los estudios a nivel secundario, tanto del sector público como del privado y semioficial, mientras que en el nivel primario se registró un total de 15,317 menores que abandonaron la escuela. En el nivel inicial, las cifras ponderan que al menos 5,242 infantes no continuaron asistiendo a clases.
Los datos estadísticos evidencian que este fenómeno no es exclusivo de los estudiantes del sector público, sino que desde el privado y el semioficial, las deserciones también arrojan cifras a considerar.
Estudiar o subsistir Las vicisitudes de Jefrey Tejeda, tal y como narra, empezaron cuando no encontraba una jornada escolar que le permitiese trabajar y estudiar simultáneamente.
“Cuando empezaron mis fallas en las clases por el horario, en la escuela que yo estaba me sugirieron ir a otra que tenía la tanda nocturna, pero cuando fui a inscribirme, no había cupo”, expresa. También dice que se sentía preocupado porque su intención era permanecer estudiando, pero que las dificultades que se presentaron, adicionadas a su inestabilidad económica, hicieron que tomara la drástica decisión de dejar los estudios.
A través de referencias de algunos vecinos fue contratado para vender panes dentro de un pequeño camión propiedad de quien es hoy su empleador. Fue en ese momento que tuvo que reemplazar los lápices, libros y cuadernos por las bolsas de empaque y raciones de este alimento.
Su ruta de venta inicia a las 5:00 de la mañana, desde Cristo Rey hasta Villa Mella, y por esta labor diaria recibe una remuneración de ocho mil pesos. Cada viernes su empleador debe pagarle dos mil pesos, de los que entrega 700 a su madre para la compra de su alimentación diaria.
Una situación similar ocurre con Manuel y Maicol, de trece y 16 años, respectivamente. Ambos realizaban trabajos esporádicos tras salir de la escuela, como limpiabotas, barrenderos, e incluso, para poder subsistir, se dedicaban a realizar ventas de dulces en Cristo Rey, sector donde residen.
Sin embargo, la escasez en las que vivían inmersos, desprovistos de los elementos imprescindibles para vivir dignamente, provocó que tuvieran que emplear todo su tiempo a una jornada de trabajo que le permitiese al menos comer diariamente.
“Era difícil uno ir a la escuela sin nada que comer y después tener que llegar tarde a buscar dinero”, precisa Maicol.
Su madre, Graciela Gómez, de 35 años, trabaja en una banca de apuestas y pese a que cada quincena recibe una remuneración de 4,500 pesos, admite que no le alcanza para cubrir los gastos que tiene y que además, debe comprar los medicamentos de su padre (el abuelo de los niños), quien sufre de hipertensión arterial.
“Yo no quería que ellos dejaran de estudiar, pero no nos quedaba de otra. Soy madre soltera”, señala Gómez.