Llama a celebrar vida de periodista
El miércoles al mediodía fui a visitar a mi amigo César.
“Padre, aquí está don Virgilio, que vino a verte”, escuché que le dijo su hija Taína cuando me asomé a su habitación guiado por su hijo Oscar.
Le puse una mano en la cabeza, a modo de saludo, y le dije: Qué hubo, César? Aquí estoy.
“Hola!, Alcántara”, me respondió medio sonreído.
No estaba muy comunicativo ese día, pero con su gesto me hizo saber que le agradaba verme.
El jueves -ese fatídico 20 de septiembre– cuando recibí en mi teléfono el mensaje de que César había fallecido, no me sorprendió.
No me sorprendió, pero emocionalmente sentí una conmoción. Un choque que me entristeció profundamente… hasta las lágrimas.
Comprendí luego, que César era una presencia que se hacía sentir tan imperiosamente, que la noticia de su ausencia, y nada menos que su ausencia definitiva, me llevó a sentir un hueco.
Un hueco que ahora sé que es profundo en la mente, en la conciencia de quienes lo apreciamos… de quienes lo quisimos… de quienes aprendimos a aceptarlo tal como era.
La enfermedad de César, siendo la enfermedad que era, nos colocó a sus amigos de siempre frente a esta realidad… la realidad de la muerte.
Todos sabemos que de este mundo nadie sale vivo, o de que –como dijo otro– al final todos estaremos muertos.
Pero la muerte –no importa si hablamos con frecuencia de ella– no figura siempre en la contabilidad que llevamos cuando estamos ocupados construyendo nuestras vidas.
Sin embargo, está ahí.
La muerte es parte de la vida. Es un hecho tan brutal, tan inexorable y tan dolorosamente definitivo, que solo puede hacerse aceptable si creemos que se trata de un tránsito, como en forma tan atinada se le denomina en el idioma Inglés. Se le llama “passing” o “passing away”, identificando el fallecimiento con un evento transitorio, pasajero.
Un tránsito.
La muerte solo puede hacerse aceptable si creemos que somos seres trascendentes, que somos más que un cuerpo.
Si creemos haber sido animados por aquel soplo divino del que habla el Gran Libro.
En los innumerables años de nuestra amistad, con César hablé de muchas cosas, pero nunca de sus creencias espirituales.
No tengo certidumbre de si creía –como creo yo– en una vida después de la muerte.
Pero si creía o no en ello, al final realmente no importa.
Las creencias solo nos sirven para sostener posiciones mientras vivimos. En el mundo del espíritu, no creo que hagan mucha falta.
Allí, lo que sobrevive a nuestro fallecimiento físico – cualesquiera que hayan sido las creencias con las que nos hayamos sostenido en nuestra vida social– se enfrenta con una realidad que intuye, que no es de su hechura, y cuya existencia no depende en modo alguno de nuestra voluntad.
Hoy, ahora, en esta circunstancia, la pena de haber perdido a un amigo del alma, me acongoja. Me hace sentir emocionalmente estrujado, disminuido. Como si algo me hubiera sido amputado.
Pero al expresar estos sentimientos, más que manifestar mi pena, más que compartir la pena de sus hijos, de sus nietos y de sus innumerables amigos, lo que quisiera es invitarlos a que celebremos su vida.
Invitarlos a que celebremos que fue un padre siempre presente, un padre protector de sus siete hijos. Que celebremos que César fue un abuelo cariñoso.
Quisiera invitarlos a que recordemos que César fue un periodista cuyo trabajo tuvo un impacto que hará que el recuerdo de su paso por los medios de comunicación sea perdurable.
Al celebrar la vida de César, los invito a que lo recordemos con aquella sobresaliente dimensión que lo hizo convertirse durante años en “el Gran Señor de la Televisión”.
Y luego, a convertirse en un columnista polémico y controversial de lectura obligatoria en la prensa diaria.
Como lo que hizo siempre fue expresar sus opiniones –y hacerlo no solo con una memorable articulación, sino con pasión, con una enfática pasión– su labor en la prensa no era del tipo que dejaba indiferente a quienes lo escuchaban o a quienes lo leían.
En algunas de sus célebres entrevistas sus palabras parecían ser usadas como un bisturí. Fue un polemista que incendiaba los espíritus con sus explosiones temperamentales.
El miércoles 19, cuando lo visité, y cuando tan cerca se encontraba del umbral de la muerte, le mencioné esas explosiones como un marcado acento de su carácter, y recuerdo que se sonrió.
Una sonrisa con la que reconocía esa faceta urticante de su personalidad. Una personalidad que incluía una generosidad casi sin límites y una capacidad para ayudar, para socorrer, que se manifestaba en múltiples dimensiones.
En fin, queridos amigos, celebremos la vida de este perenne luchador.
Como todos los combatientes, César cosechó triunfos, y perdió batallas.
Una lástima, una gran lástima que no nos diera el gusto de tumbarle el pulso a la terrible enfermedad que finalmente lo abatió.
César: como se correspondía con lo que sembraste, somos muchos los que hemos venido hoy a despedirte.
Yo, que te vi y que hablé contigo en la víspera misma de tu tránsito, y que percibí que una hostia estaba todavía en proceso de diluirse en tu boca, celebro especialmente que antes de irte hiciste la paz con el mundo en el que tanto combatiste.
NOTA: El autor escribió este panegírico a mano, en una libreta de papel amarillo antes de salir hacia el funeral de su viejo amigo. Ya en el cementerio, las fuertes emociones que le dominaron le impidieron ponerse de pie para leerlo.