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AGROEMPRESARIO DEL AÑO

Atención al agro es impostergable

(1 de 2) Señoras y Señores Ser escogido como Agroempresario del Año es un honor y una distinción que agradezco a la Junta Agroempresarial Dominicana (JAD). No recibo este reconocimiento como algo personal, sino que entiendo que el mismo es extensivo a mi familia, a los funcionarios y colaboradores del Grupo Linda, y a los hombres del campo dominicano que cada día se esfuerzan con laboriosidad para obtener de la tierra los frutos que alimentan a nuestro pueblo y exportamos a otras naciones. Pienso que invertir y trabajar en actividades relacionadas con la agricultura y la producción de alimentos, es algo que no requiere ser premiado puesto que si hay una actividad noble y gratificante en sí misma, es el trabajo en el campo aunque reconozco que en estos tiempos y de manera transitoria, el trabajo agrícola no es merecedor de la misma estima y respetabilidad que antes tuvo y que de todos modos le corresponde. Sólo los agricultores pueden asumir la responsabilidad que representa la soberanía alimentaria para todas las naciones del mundo. La actividad productiva en el campo es, por demás, parte de la solución al problema ambiental y el calentamiento global. Todos los que nos sentimos responsables por el futuro de este país y los que no tenemos intención o vocación de abandonarlo, deberíamos apoyar la producción nacional a sabiendas de que tenemos grandes y difíciles tareas por delante. Lo primero que debemos perseguir y lograr es producir con capacidad para ser competitivos. Pero ¿qué significa ser competitivos y cómo se logra? Nos dicen que la competitividad se logra afinando de forma óptima y eficiente los costos operativos, la capacitación de los recursos humanos, el uso de tecnología y las prácticas de cultivos apropiadas incluyendo variedades de altos rendimientos. En verdad estos integrantes de la competitividad son solamente una parte de la historia. Para ser verdaderamente competitivos necesitamos, en primer lugar, el diseño y la ejecución de políticas públicas apropiadas. En las últimas décadas la República Dominicana ha enfatizado su rol de integración regional. Por su participación como Parte Contratante del GATT desde 1950, y después como Miembro fundador de la OMC, empezó a dar pasos firmes para mantenerse abierta a las corrientes comerciales mundiales. Desde los años 70, al entrar en vigor el Sistema Generalizado de Preferencias, SGP, gozamos de los beneficios de un tratamiento preferencial unilateral otorgado por los países desarrollados, con sus limitaciones, pero sin la obligación de reciprocidad. Lo mismo ocurrió con los sistemas preferenciales regionales que han aplicado a la Comunidad Europea a través de los Convenios de Lomé y Cotonou, y los Estados Unidos mediante la Iniciativa de la Cuenca del Caribe y otras legislaciones complementarias. Nuestro país tomó un giro significativo hacia nuevos esquemas de relaciones recíprocas que involucran y desafían la competitividad del sector agrícola, mediante la conclusión de dos importantes acuerdos de libre comercio, uno con los integrantes del mercado común del Caribe, CARICOM, y el otro, con los países miembros del Mercado Común Centroamericano, en el cuatrienio 1996-2000. Esa tendencia continuó entre 2002 y 2008, período en el que se concertaron dos transcendentales acuerdos, por tratarse de los socios comerciales más importantes para el país: el Acuerdo de Libre Comercio con los Estados Unidos (DR-CAFTA), que entró en vigor para la República Dominicana a principios de 2007, y el Acuerdo de Asociación Económica, conocido como EPA, en 2008. Dentro de ese panorama, dados los impactos que la reducción y eliminación de los obstáculos a las importaciones tienen en los sectores productivos nacionales, estamos obligados a mejorar nuestra competitividad, por lo que es impostergable ponerle la debida atención a nuestros productos agrícolas, ya que estos compiten con los de esos socios comerciales y con los de grandes naciones que otorgan fuertes ayudas directas y mantienen regímenes fiscales más avanzados y menos onerosos para sus sectores productivos. Precisamente, dada la afluencia de productos provenientes del extranjero, y teniendo en cuenta la vulnerabilidad del sector agropecuario, es absolutamente necesario que nuestras autoridades apoyen el esfuerzo para definir políticas. Pero ¿cuáles políticas? La realidad es que las dificultades no se resuelven únicamente con disponer de mecanismos de defensa, cuya complejidad hace muy difícil que productores con medios económicos limitados puedan aprovecharlos de manera efectiva. Es necesaria, además, una colaboración activa y constante del gobierno dirigida a procurar al campo un terreno nivelado de competitividad, aplicando consistentemente las legislaciones y regulaciones actuales y otras que pudieran adoptarse, para lograr impactos visibles contra la competencia desleal a que nos enfrentamos. Importamos renglones de productos protegidos por los gobiernos de países que nos exigen desproteger los nuestros. Resultado de la situación que acabamos de describir es que nuestro comercio con Centroamérica es totalmente deficitario. Según las cifras que ofrece la Secretaría de Integración Económica de Centroamérica, mientras República Dominicana solo exporta a Costa Rica cerca de 37 millones de dólares, las importaciones desde esa nación son 8 veces mayores para un total de 300 millones de dólares. Pero si analizamos solamente el flujo de comercio del sector de alimentos procesados, importamos productos costarricenses por valor de más de 25 millones de dólares, mientras que nuestras exportaciones a Costa Rica fueron casi cero. Lo mismo puede decirse del balance comercial con El Salvador, cuyas exportaciones de alimentos procesados a República Dominicana fueron 29 millones de dólares contra 211 mil dólares de nuestro país. Según el Banco Mundial, la República Dominicana terminó el año 2012 con un producto Interno Bruto (PIB) de 58,000 millones de dólares, algo más alto que el país con más alto Producto Interno Bruto de Centroamérica, que es Costa Rica, con 55 mil millones de dólares. Este índice es casi tres veces al de Nicaragua, cuyo PIB es el menor de Centroamérica y alcanzó 19 mil millones de dólares en ese mismo año. ¡Es incongruente que teniendo un PIB más alto que cualquier nación centroamericana nuestra balanza comercial con ellos sea negativa! Ante los serios desafíos que surgen de la liberalización del comercio, es necesario que las autoridades dominicanas enfoquen su atención hacia esas realidades, por los efectos que tienen sobre el campo. Nuestro sector agrícola experimenta hoy una revolución comercial, de modo tal que la supervivencia del mismo dependerá mucho de las acciones que se tomen en el presente. Actualmente la única protección que tiene nuestro campo y nuestra agricultura dominicanos son los aranceles, ya que en las políticas de apoyo a ese sector no se aplican, ni siquiera de manera mínima, las ayudas directas que muchos países industrializados y emergentes otorgan a sus sectores agrícolas. La agropecuaria dominicana sufrió un proceso acelerado de descapitalización a partir de la década de 1970 debido a una combinación de factores. Los controles de precios a algunos productos agrícolas se combinaron con las importaciones subsidiadas de esos mismos productos. Como resultado, la rentabilidad se vino abajo. Las fincas, en lugar de modernizarse y ser más eficientes empezaron a fracasar. Los propietarios vendían sus fincas y depositaban su dinero, primero en las financieras y luego en la especulación inmobiliaria. La ausencia de rentabilidad, precios, garantías y seguros, junto con políticas públicas protectoras del consumidor permitían, en consecuencia, que los productos extranjeros se vendieran a menor precio que los locales porque procedían de productores subsidiados. Tan evidente y clara era esta situación, que el número de estudiantes de agronomía y veterinaria en las universidades disminuyó, y los que hicieron la carrera buscaban empleos en las empresas suplidoras de insumos y productos, las únicas que podían pagar esos servicios profesionales. Si necesitáramos otro testimonio indaguemos en los bancos y encontraremos un número considerable de fincas y propiedades rurales ejecutadas por falta de pago y todavía hoy sin compradores, a menos que algún proyecto turístico, minero, vial o de cualquier otro tipo haya hecho esa propiedad atractiva por razones ajenas al trabajo y desarrollo agropecuario. La venta de equipo y maquinaria agrícola llegó a mínimos históricos. Ya es tiempo de que entendamos que ningún país puede tener una agricultura competitiva sin garantizar su rentabilidad, tanto respecto al conjunto de la economía interna como en relación al comportamiento internacional de ésta. El DR-CAFTA establecía un plazo máximo de desgravación arancelaria de diez años para los productos agrícolas industrializados; aranceles que van reduciéndose anualmente y terminarán por desaparecer el 31 de diciembre del año 2016. Esto significa que para esa fecha nuestra integración comercial con los Estados Unidos será total en cuanto al sector agroindustrial se refiere, lo que representa una gran y urgente amenaza para nuestros campos. En cuanto a los productos sensitivos que dentro del sector agrícola no industrial obtuvieron plazos máximos de 20 años de desgravación, es bueno señalar que ya han transcurrido más de la mitad de dichos plazos. Frente a esa y otras situaciones que afectan gravemente al sector, ¿qué vamos a hacer? En el año 2004, fecha en que se firmó el DR-CAFTA, exportamos hacia Estados Unidos bienes por valor de 4,527 millones de dólares. En el año 2012, luego de transcurridos ocho años en un marco de libre comercio recíproco, los ingresos por las exportaciones a ese país amigo fueron de 4,365 millones de dólares. Es decir, exportamos 200 millones de dólares menos que en el año 2004.

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