TESTIMONIO

Escribí a la luz de una vela y ante un cadáver

SORPRENDIDO Y CONFUNDIDO SE SINTIÓ ESTE REPORTERO CUANDO VISITÓ EL EDIFICIO DONDE ESTUVO, POR ÚLTIMA VEZ, ENTREVISTANDO A UN FUNCIONARIO HAITIANO

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Javier ValdiviaPuerto Príncipe, Haití

Un apretón de manos y un “nos vemos pronto” puso fin a la última entrevista de aquel martes funesto. No recuerdo bien qué hora era; seguro más de las cuatro. Sólo recuerdo haber bajado las escaleras del edificio del Ministerio de Comercio e Industria de Haití, que guardé la libreta de notas y que Jorge Cruz, mi compañero, se fue a la camioneta que nos esperaba mientras yo prendía un cigarrillo. La memoria a veces nos hace malas jugadas. El último día que estuvimos en Puerto Príncipe, el viernes 15, dimos una vuelta por la zona baja de la ciudad, devastada por el terremoto del martes. 

Por más que me esforcé no podía recordar dónde quedaba el último lugar que vimos en pie aquel día.

Sé que al salir del Ministerio no vi el Palacio Nacional, pero a todos los que pude preguntar dónde funcionaba la oficina de Josseline Colimon Fethière, la ministra de Comercio, señalaban unas ruinas frente al lateral izquierdo de la casa de gobierno, también hecha pedazos. 

De quien me despedí al final fue de Guy Lamothe, un viejo amigo que ahora es director general del Centro para la Promoción de Inversiones. Escribo “es” porque me resisto a creer que esté muerto, aunque el edificio derrumbado que está frente al Palacio sea el mismo donde me enseñó con entusiasmo su oficina, donde me presentó a sus compañeros y donde me pidió que no dejara de llamarlo. 

Habíamos llegado a Haití la noche anterior y aunque cansados, estábamos de buen ánimo. Caminamos desde la estación del autobús, en Petion Ville, hasta la Embajada Dominicana donde le expliqué al embajador Rubén Silié la razón de nuestro viaje. El Rancho estaba cerrado por remodelación y los militares destacados en la sede diplomática nos recomendaron un hotel cerca de allí, más barato que el común de los hoteles en la parte alta de Puerto Príncipe. 

No creo mucho en las premoniciones, pero sí en la intuición. Y ahora mismo creo saber porqué Jorge y yo, sin decir una palabra (después lo supimos), decidimos que no era el mejor lugar para alojarnos. Nos fuimos a La Villa Créole. 

El martes por la mañana tomamos temprano el desayuno. Tony –no recuerdo su apellido–, asistente de Edwin Paraison, ministro de Haitianos en el Exterior, fue a buscarnos a las 8:30 de la mañana para llevarnos a la oficina del primer ministro, Jean Max Bellerive, donde nos esperaba para la primera de las varias entrevistas que teníamos programadas para ese día. 

Hacía calor. En el antedespacho un señor avanzado en edad repasaba sentado unos apuntes debajo de un inmenso cuadro de Toussaint Louverture, mientras Tony me contaba episodios de la revolución y hacía llamadas para ajustar la agenda. Así se pasó el día, desde la entrevista a Bellerive hasta a la ministra de Comercio, pasando por el portavoz de la Policía y otros funcionarios de varios organismos. 

Quedaba pendiente visitar al jefe de la Misión de la ONU en Haití, Hedi Annabi, al propio Paraison, y dar una vuelta por la ciudad para hacer historias de ambiente. 

El jueves volvíamos a Santo Domingo. Subíamos por la rue Lambert, en Delmas, después de un día bastante provechoso. Fue por eso que decidí que estaba bien por ahora y que nos íbamos al hotel a revisar mis apuntes, a comer algo y a descansar un rato. 

Jorgito iba sentado adelante, como siempre hacemos, para que pueda sacar fotografías. Las cosas pasan porque tienen que pasar, de algún modo inexplicable. Recuerdo que estábamos atascados en un tapón cuando la gente empezó a correr por un callejón hacia la calle. Pensé primero que pudo haber sido un ladrón, pero me di cuenta de lo que pasaba cuando la camioneta empezó a mecerse: Jorge, que actúa siempre casi por instinto, abrió la puerta con la cámara en mano y empezó a disparar su cámara. Yo también bajé, pero fue para advertirle que no se fuera lejos y para fijarme bien si había edificios al lado izquierdo (yo iba al lado derecho) o cables y postes de alta tensión que pudieran caernos encima. 

Nací y crecí en el Perú (una zona sísmica casi por antonomasia) y quizá por eso no le tengo miedo a los temblores; realmente le tengo miedo a los muertos.

Cuando era niño mis abuelas contaban historias de aparecidos: la procesión de ánimas a las doce de la noche; el velorio de un tío innombrable a quien quiso llevarse el demonio. A las tres de la mañana, dicen, los muertos que no han encontrado descanso salen a deambular por las calles. 

Ese día en Haití, y los siguientes, no eran aparecidos, pero estaban allí y se contaban por miles. Cuando pasó el terremoto (yo no sabía aún que había sido de tal magnitud), Jorge seguía fotografiando escenas y a personas, y yo tomaba datos de la hora, de los nombres de la calles, de cuánta gente estaba dentro de la iglesia que se había derrumbado a nuestro lado. 

Así pasan las cosas con nosotros: no hay sorpresas hasta que transcurren algunas horas de lo que pudo haber sido un hecho extraordinario. Bajamos por la Panamericana. La gente caminaba desubicada y a cada paso una escena indescriptible. 

Esa noche y en la madrugada escribí con la luz de una vela mi primera crónica; frente a mí había un cadáver. 

Creo que lo demás no tiene importancia, o por lo menos ya se conoce. Minutos después del sismo, Tony, nuestro acompañante, decidió dejarnos para ir a ver a su familia (una noche después supe que había muerto su esposa, su suegro y su cuñada, y que sólo su hijo había sobrevivido no se sabe cómo).

La vez que me lo dijo lo abracé y le di algo de dinero para combustible, y agua. Cuando se fue ya no pude contenerme: lloré por todo lo que había pasado, por su familia, por el niño muerto que vi en un jardín de infancia mientras su padre pedía ayuda para él aunque ya no se podía hacer nada; por el anciano que no se movía de entre los escombros del hotel Montana porque su esposa estaba viva pero no había forma de sacarla; por los que pedían misericordia a un dios que se olvidó de ellos; por la gente a la que amo. 

Ahora que escribo estas líneas tengo a mi lado la tarjeta que Guy, mi amigo del Ministerio de Comercio, me dio cuando nos despedimos. No lo he llamado aún y quizá nunca lo haga; tengo miedo de no encontrarlo. 

Nota al margen 

Siempre pensé que la primera persona no se hizo para el periodismo. Y la razón es simple: el protagonista no es uno, sino el hecho que se cubre. Pero en ocasiones como ésta el testimonio se convierte en una herramienta más (es, de hecho, un subgénero periodístico) y ayuda a ilustrar la verdadera magnitud de un evento, o como tocó ahora, la terrible dimensión de un desastre.

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