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40 años del asesinato de Lennon: El día que mataron un sueño
El 8 de diciembre de 1980 amaneció inusualmente templado y luminoso en Nueva York, metrópoli donde el frío muerde. Como cada día, John Winston Lennon, cuarentón desde hace solo dos meses, se ha despertado a las seis de la mañana mirando al vecino Central Park desde sus ventanas del Dakota, en el Upper West Side de Manhattan. Es un curioso edificio de estilo gótico alemán, rematado en 1884 y ahora patrimonio histórico. Allí vive con la artista japonesa Yoko Ono desde 1973, cuando le compraron un apartamento al actor Robert Ryan, hartos de vivir en un loft bohemio.
El Dakota posee solera y misterio, con sus techos de 4,3 metros y su historial de inquilinos de caché, desde Lauren Bacall a Leonard Bernstein, pasando por Judy Garland o el inquietante Boris Karloff. La vecina de al lado es la cantante de soul Roberta Flack, que se lleva bien con Yoko y es reservada con las singularidades de la pareja (por ejemplo, su adicción al tarot). Pero algunos vecinos del Dakota albergan reservas hacia los Lennon-Ono por su avidez inmobiliaria. Han ido colonizando el edificio y hoy son dueños de cinco de sus apartamentos: los dos del séptimo piso, donde viven; uno que hace de almacén, el estudio de ella y otro para invitados. Yoko, hija de un banquero japonés, se ha revelado como una inversora habilidosa. El matrimonio posee una gran cartera inmobiliaria y granjas de vacas lecheras. Lennon dejó al morir una fortuna de 235 millones de dólares de entonces.
John inicia al alba su rutina diaria, que horas después él mismo detallará en una entrevista para una radio: «Me levanto siempre a las seis. Voy a la cocina y me hago un café. Toso un poco y cojo un pitillo. Los periódicos llegan a las siete y Sean [su hijo de cinco años] se despierta a las 7.20. Superviso su desayuno, porque ya no cocino más, acabé harto, pero vigilo qué come. Yoko pasa rumbo a su oficina y le hago un expreso. Luego holgazaneo hasta las nueve.
Me aseguro de que Sean y su nanny Helen no vean anuncios en la tele, prefiero que le ponga Barrio Sésamo. Después ellos salen y yo vuelvo a mi habitación, el dormitorio, donde tengo todo lo mío, los instrumentos, los discos... Me gusta que todo pueda hacerse en la cama, como a Hugh Hefner. A partir de ahí hago lo que me da la gana: estar en casa o salir, leer, escribir...».
Lennon llegó a Estados Unidos en 1971, escapando de la agobiante losa de su fama en Inglaterra y del shock de la ruptura de The Beatles, de la que le costó años recuperarse, si es que llegó a hacerlo alguna vez. Su activismo pacifista lo convirtió en sospechoso para el Gobierno de Nixon. El informe del FBI sobre él ocupaba 281 páginas. Solo obtuvo el permiso de residencia definitivo tres años antes de ser asesinado.
Diciembre sonríe. John está de buen humor. Por fin parece haber dejado atrás sus tormentos interiores. Su obra de regreso a la música «tras cinco años sin coger la guitarra», «Double Fantasy», no ha sido muy bien tratada por la crítica (una firma señera la ha tachado de «esterilidad autoindulgente»). Pero ahí está: disco de oro. Semeja además la promesa de que pronto llegarán obras mejores: «De repente, y perdonad la expresión, es como si me hubiese entrado una diarrea creativa», se ríe John en la entrevista de solo unas horas después. «Estoy recuperando aquella ilusión por la música que tenía de chaval». Traza planes a largo plazo: «Mi trabajo no estará hecho hasta que esté muerto y enterrado y espero que sea dentro de mucho, mucho tiempo», comenta solo ocho horas antes de recibir los cuatro disparos de Chapman.
Los años setenta de Lennon han resultado erráticos, en lo artístico y lo personal. Sin el acicate de la competencia con McCartney ha grabado algún disco brillante, como «Imagine» o «Plastic Ono Band», pero ha dejado también mediocridades autoindulgentes.
En el otoño de 1973 se separó de Yoko, incapaces de entenderse. De manera insólita, ella le seleccionó a su nueva amante: May Pang, de 23 años, una neoyorquina atractiva de ancestros chinos, que trabajaba de secretaria de ambos. May objetó que John era su jefe. Pero Yoko insistió: «Yo arreglaré todo». Con su bendición, Lennon y Pang se mudan a Los Ángeles, donde el artista vivirá dieciocho meses de alcohol y cocaína sin tasa, que llamará socarronamente su «Fin de Semana Perdido». Una furia gamberra y autodestructiva en la que lo secundan salvajes como Harry Nilsson o Keith Moon. Pero en febrero de 1975 ya está de vuelta en Nueva York y con Yoko. En octubre nacerá su hijo Sean. Comienza su lustro de reclusión y vida familiar: «Me dediqué a hornear el pan y cuidar al niño». Pero en estas postrimerías de 1980, Lennon ha vuelto a la música, en parte espoleado por el nuevo disco de su amigo-rival, «McCartney II», que lo ha sorprendido.
Según su asistente personal en los años de reclusión, John era un lector voraz y un fallido explorador espiritual, al que le faltaba paciencia para la meditación: «En realidad vivía en permanente estado de autocastigo». Incapaz de sobrellevar la fama, prefirió quedarse dentro de casa. Tampoco tenía amigos de verdad, «solo se tenían el uno al otro».
Son las diez de la mañana. Normalmente a estas horas John baja al vecino Café La Fortuna, pero los lunes cierran. Así que sale a cortarse el pelo en una barbería vecina. Le dejan un estilillo que evoca a aquel teddy boy revoltoso que en su adolescencia en Liverpool fundó The Quarrymen. Son días intensos de promoción. A las once llega al Dakota la superfotógrafa Annie Leibovitz para una sesión para «Rolling Stone». Lennon posa desnudo y en posición fetal abrazado a una Yoko enlutada. «Has captado perfectamente nuestra relación», comenta satisfecho a la fotógrafa. Lennon apodaba a Yoko «Mother», traumatizado de por vida por la ausencia en su niñez de su madre, Julia. A las doce menos cuarto del mediodía llega a las puertas del Dakota el fotógrafo aficionado Paul Goresh, que zascandilea por allí muchas mañanas y goza ya de la confianza de John. Pronto aparece un tipo raro, de rostro ovalado y aniñado, gafas y flequillo, vestido con un abrigo largo y con gorro de pieles: «Mi nombre es Mark Chapman y vengo de Hawái», se presenta educadamente al fotógrafo. Pero cuando el otro le pregunta dónde está hospedado se encoleriza con él en una furia extemporánea.
Un plan confuso Mark Chapman, un guarda jurado de 25 años que arrastra problemas psicológicos, tiene tres obsesiones: los Beatles y Lennon, su fe cristiana y «El guardián entre el centeno», la obra de Salinger sobre la iniciación de un adolescente, con cuyo protagonista se identifica. Criado en un suburbio de Atlanta, hijo de un militar que maltrataba a su mujer, ha trabajado como instructor en campamentos, ha sido cooperante para una oenegé baptista, mozo en un hospital... Un trotamundos. En ocasiones resultaba un empleado cumplidor y bien visto. En otras lo acababan despidiendo por su psique alterada y sus efusiones beodas y drogotas.
Chapman lleva tres días en Nueva York y tres meses planificando un asesinato que lo convierta en una celebridad. Su plan es confuso. Maneja como víctimas potenciales al músico Todd Rundgren, a Jacqueline Kennedy, Ronald Reagan... Antes de volar a Nueva York desde Hawái enseña un revólver a su mujer, una agente de viajes de ancestros japoneses, y le anuncia que va a matar a Lennon. Ella no avisa a la policía ni a los servicios sociales. El 6 de diciembre, ya en Manhattan, se hospeda en un albergue del YMCA y sopesa suicidarse arrojándose desde la Estatua de la Libertad. El día 7, acosa al cantante James Taylor y toma un taxi al Greenwich Village, contándole al conductor que es ingeniero de sonido y que viene de grabar una larga sesión con Lennon y McCartney. Esa noche se muda al Sheraton y se regala una cena cara, como si estuviese gratificándose por lo que hará al día siguiente. También telefonea a su mujer. Hablan de su relación con Dios y cómo superar sus problemas.
A las 12.40 del mediodía llega al Dakota un equipo de la radio RKO de San Francisco para entrevistar a Lennon. Los acoge con efusividad y charlan durante tres horas. Les cuenta que no ha votado en su vida, porque desconfía de los políticos y «hay tanto conservador en la izquierda como en la derecha»; que Yoko lo retiró del azúcar, que antes de conocerla en 1969 «no sabía como tratar a una mujer de verdad, solo a grupis»...
A las cuatro de la tarde John y Yoko salen del Dakota con los entrevistadores. Su coche no llega y John pregunta a los periodistas si lo pueden acercar al estudio de grabación en su coche de paso que van al aeropuerto. Chapman se acerca a Lennon y le tiende un LP de «Double Fantasy» sin decir palabra. «¿Quieres que te lo firme?». El asesino asiente con la cabeza. John deja una rúbrica rápida, al tiempo que mira al fotógrafo Goresh dirigiéndole una mueca de perplejidad por la rareza de Chapman. Ya en el coche, los periodistas preguntan a Lennon por McCartney, al que no ve desde 1976 y con el que tras la disolución de los Beatles se cruzó duras ofensas: «Bueno, es como mi hermano y le quiero. Las familias tenemos nuestros altibajos y peleas, pero al final yo haría cualquier cosa por él, y creo que él por mi».
A las cinco de la tarde están ya en los estudios Record Plant para grabar una composición de Yoko, «Caminando sobre el hielo». «Será tu primer número uno», la anima él. Lennon aporta su guitarra, lo último que grabará.
A las diez y media de la noche retornan en su limusina. Yoko propone ir a cenar algo a Stage Deli. Pero John responde que prefiere llegar a casa antes de que Sean se duerma. La noche está tan templada que en lugar de introducir la berlina en el espacioso vestíbulo porticado del Dakota se bajan en el arcén de la 72 nd Street. Son las 10.45. Ya en el hall, se acerca Chapman, todavía con su álbum firmado, y susurra: «Mr. Lennon». Adoptando una postura de combate, dispara entonces cinco tiros con su revolver del 38, con la munición más letal: balas «hollow point», diseñadas para provocar el máximo destrozo interno. Lennon recibe cuatro disparos. Tres en la zona izquierda de la parte alta de la espalda y otro en el brazo izquierdo. Le perforan el pulmón izquierdo y la arteria subclavia. Da seis pasos hacia la garita del conserje y se desploma. «¡Han disparado a John!», grita Yoko. El portero telefonea a la policía e intenta hacerle un torniquete. Le quita sus gafas. Lo arropa con su chaqueta. Al lado de John ha caído el casete con la grabación de esta tarde que llevaba en su bolsillo. Chapman, impávido, finge leer «El guardián entre el centeno». La policía llega en minutos y lo detiene sin resistencia.
Intento sin fruto
Se llevan a John en volandas sin esperar a una ambulancia. De su boca emana sangre. Lo tienden en el asiento trasero del coche patrulla. A las once llegan al hospital más cercado, el Roosevelt. Los médicos lo llevan a la sala de reanimación, todavía sin reconocerlo. El doctor Lyn de cuidados intensivos lo intenta todo, llega a masajear con sus manos el corazón de Lennon, se le aplican transfusiones... Los daños en las arterias hacen estéril todo esfuerzo. A las 11.15 lo declaran muerto. Extrañamente, un instante después en el hilo musical del hospital suena una canción de The Beatles, «All my loving». Los sanitarios lloran al saber que es Lennon. « ¡Me estáis mintiendo! ¡No os creo!», Yoko se niega a asumirlo. Una enfermera le trae el anillo nupcial de John. Ella solo pide una cosa: «Mi hijo Sean tal vez esté despierto. Por favor, que no vea la tele. Tengo que contárselo yo».
Miles de admiradores se agolpan esa madrugada frente al Dakota. Personas de todos los credos y naciones hacen vigilias por Lennon. El asesinato crea una conmoción equiparable a los de Luther King o JFK. Es como si Chapman, en su locura, hubiese liquidado finalmente la utopía hermosa de los sesenta, el sueño que encarnaron The Beatles, y del que Lennon fue su alma rebelde. «Siempre fui diferente a los demás, desde la guardería. Veía cosas que otros no veían». Mark Chapman fue condenado a cadena perpetua revisable y sometido a tratamiento psiquiátrico. En la actualidad tiene 65 años y está encarcelado en una prisión de Búfalo. A instancias de Yoko Ono, se le ha negado once veces la libertad condicional, la última el mes pasado. En la vista pidió «perdón por un acto despreciable» y explicó que su móvil fue «la gloria». «Me merezco la pena de muerte. No tengo excusa».
Lennon sigue con nosotros. Para entender la dimensión de su genio basta con escuchar los 5 minutos 30 segundos de «A Day In The Life».