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TRISTEZA

Memorias de un vecino de Roosevelt

Roosevelt Comarazamy.

Roosevelt Comarazamy.

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Gustavo Hernández SevillanoSanto Domingo

Comparto estas memorias de quien fue un segundo padre para mi y para muchos, acaecidas en el entonces apacible ensanche Naco de hace 40 años.

¡Que clase de vida, Roosevelt!

Conociste y repasaste decenas y decenas de naciones, recibiste el amor abnegado de tu esposa por más de medio siglo, ejerciste la profesión que te apasionaba y muchos te recordarán como el mejor. Y sin embargo, quienes hoy te lloran, no lo hacen por ello. Es que tenías el corazón demasiado grande.

Hace cuatro décadas, cuando resonaba una de tus expresiones favoritas, "vamo a da palo", en menos de 10 minutos todos los niños del sector ya habían salido de sus casas con sus guantes y se iban al otro lado de la acera a tratar de manejar las líneas contundentes que salían del madero, misión imposible.

Lo que más me sorprendía era como nunca tus batazos rompieron un bombillo, ni un cristal en los balcones, ponías la pelota donde querías, disfrutabas sin dañar a nadie; así fue tu vida, la de un hedonista ético, el hombre que nunca desperdiciaba una buena tertulia o un momento de placer, sin afectar al prójimo, cual filósofo sibarita que sabía vivir la vida de manera intensa y espiritual.

Hace mucho que dejé de preguntarme cómo podría pagarte todo lo que hiciste por mí; no iba a poder. Aquel niño de siete años que subías con Roosvelin al séptimo cielo del estadio Quisqueya mientras transmitías no podía creer que estaba ahí, y cuando terminaba el juego y nos llevabas al clubhouse a darle la mano a Pedro Guerrero, Rafael Landestoy y otros grandes, presentándonos como adultos, estaba en las nubes. Luego te aparecías a la semana con un poster de Manny Mota, firmado por él, "To Gus, with my best wishes". Era demasiado.

Son incontables las estampas que recuerdo de tí. Fueron muchas las veces que te vi salir en aquel Impala grande azulísimo, todavía fresca la mañana, cuando tomabas el volante y sacabas de manera elegante el brazo izquierdo y lo dejabas caer. Aquel niño pensaba, "ahí va Roosevelt a tomar carretera, disfrutando de la naturaleza, recibiendo la caricia de la brisa, pensando en cómo su voz y su sapiencia van a ayudar a los Azucareros a ganar un campeonato, mañana también hay juego en La Romana, se quedará a dormir allá, donde lo tratan bien y es querido, cuando grande quisiera ser como él".

Varias veces me vi en apuros cuando siendo adolescente me iba en guagua a ver un juego a un estadio del Este, el juego se dilataba y no había manera de regresar a la capital, pero siempre aparecía tu mano mágica, consiguiendo un hospedaje extra en el club de la Costa o hablando con el chofer del equipo que al otro día jugaba en la capital, viniendo con los peloteros.

No somos pocos quienes fuimos iniciados en el periodismo por ti, Roosevelt. Un día me dijiste, "cuando veas el Jeep del periódico parqueado frente a casa, te vas conmigo, para que hagas ejercicios y practiques". Huelga decir que aproveche de manera sustanciosa al mejor profesor que podía tener, en veinte materias en la universidad no pude aprender tanto. Luego vino aquella gran escuela que fue la cadena de Grandes Ligas La Grande, transmitiendo cada noche junto a otros grandes desde la casa de tu padre.

Un día te llame y te pregunte si podías presentar mi libro, siendo al día siguiente la puesta en circulación. Solo me respondiste: "tráemelo", te lo leíste en una noche y al otro día estabas allá, con tu prosa inmaculada deleitando a todos los presentes. El problema vendría después, cuando uno tenía que hablar después de tí; siempre dejaste el listón muy alto. Tu discurso pasó a ser el prólogo de la segunda edición, parecía que lo había escrito un ajedrecista de muchos años. Cosas tuyas, Roosevelt.

Hoy mis ojos se humedecen, pero con la convicción de que estás en un lugar superior, el que te ganaste.¡Buen trabajo, Roosevelt!

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