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El fútbol es un hábito, pero los hábitos pueden terminar

Hace unos meses, escuché algo que no me he podido sacar de la cabeza esta semana. Era algo que pensé que sabía, en lo más profundo, pero nunca había podido poner muy bien en palabras. No era tanto, así como un pensamiento nuevo, sino más bien como un pensamiento que nunca había tenido del todo.

Yo creo que te acordarás de la historia. El verano pasado, después de más de un siglo de existencia, el equipo de fútbol de Bury cerró sus puertas. Por unos días, se volvió una causa célebre: una prueba de la desigualdad en el ecosistema del fútbol; una prueba de la vulnerabilidad de los clubes históricos frente a dueños malintencionados; una prueba de que algo estaba mal.

Por un tiempo, algo parecido a un circo mediático se ubicó afuera de las puertas del Bury pero, una vez que los tribunales dieron su fallo y se echó la suerte, los periodistas comenzaron a distanciarse. Unas semanas más tarde, apareció una fotografía en redes sociales. En ella salía Michael Curtis, el cuidador, cortando orgullosamente el campo de Gigg Lane, el estadio vacío del equipo, como lo había hecho durante décadas.

Me pareció un encapsulamiento perfecto del cariño, y el orgullo, que sentimos por nuestros equipos deportivos, qué significan para nosotros: cuidaríamos de ellos, aunque nunca volvieran a jugar. Por lo tanto, en las primeras horas de una mañana, tomé el auto y conduje los pocos kilómetros de distancia que hay desde Manchester para encontrarlo. Abrió la puerta, con una ceja levantada (por lo general, a la gente se le dificulta más decir que no en persona). Después de un rato, me invitó a pasar.

Había un puñado de sus colegas. Hablamos un par de horas: sobre qué los motivaba a seguir volviendo, sobre el proceso por el que habían pasado, sobre lo que les significaba el Bury y sobre sus esperanzas para el futuro. Los aficionados estaban ocupados intentando organizar un club “fénix”, un remplazo para el Bury, uno que pudiera regresar el fútbol a Gigg Lane.

Todos ellos también esperaban que eso sucediera, pero Martin Kirkby, el hombre que maneja el bar del estadio, fue cauteloso. Según Kirkby, sin importar cuán pronto se pudiera fundar un nuevo club ni cuán alto pudiera estar en la pirámide de la liga del futbol inglés, el daño estaba hecho. El fútbol —ir a partidos de fútbol, ver fútbol por televisión, hablar sobre fútbol— era un hábito. Y, tristemente, “los hábitos de la gente cambian”, con rapidez.

Los deportes nunca son solo deportes. Son industrias y economías, negocios y marcas, como lo escribí la semana pasada. Son —en palabras que tomé prestadas de un inversionista estadounidense del fútbol— contenido mediático deteriorado por el tiempo: son vehículos de entretenimiento, distracciones y escapes, telenovelas que nos cautivan. Son fenómenos sociales y lenguajes comunes. Son un reflejo del mundo en el que existen.

Durante los siguientes meses, a medida que nuestros mundos se encojan y se comprometan con una sola casa, o una sola habitación, se nos concederá una nueva perspectiva sobre todo eso. En un mundo sin deportes, nos daremos cuenta de cuánto color y ruido ofrecen a la pompa de la vida. Aunque nos enfoquemos en lo verdaderamente importante —la seguridad y el bienestar de nuestras familias, nuestras comunidades; tener suficiente comida, tener un lugar para vivir—, veremos, frente a su ausencia, qué presencia tienen los deportes.

No obstante, más que nada, Kirkby tenía razón: los deportes son un hábito. Les dan un ritmo a nuestras vidas del cual apenas nos percatamos. Los sábados hay partidos; en primavera, las noches de los martes y los miércoles son de Liga de Campeones; en agosto, vuelve a empezar la temporada; en mayo, se entregan los premios, y luego todos tenemos la oportunidad de descansar, reflexionar y, con el tiempo, preguntarnos cuándo volverá a empezar todo.

El viaje al estadio; la premura para llegar al campo, al bar o a tu casa a tiempo para el inicio del juego; la gente que ves, la gente con la que ves el juego, la gente con la que juegas; las rutinas, las supersticiones y la actividad de desplazamiento; cuando ves tu teléfono a escondidas para ver los marcadores; cuando ves el “Partido del día”; cuando te bebes sediento las noticias de las transferencias; cuando te desplazas frenéticamente por Twitter.

No obstante, mientras más dure este hiato, más se disipará eso, más de nosotros se alejarán. Las rutinas cambian, los intereses menguan. Tal vez, conforme más partes del mundo realicen cierres de emergencia, ya no habrá otras actividades, ¿pero quién sabe? Tal vez viviremos más tiempo de nuestras vidas en línea. Tal vez nos acostumbraremos más al aislamiento, nos volveremos más sospechosos de las grandes multitudes. Tal vez apreciaremos todavía más esos fragmentos del tiempo en familia.

También hay un impacto económico. Todo el modelo de negocio del fútbol depende de las inmensas cantidades de dinero que pagan las televisoras para transmitir los juegos. Sin embargo, en los próximos meses, primero comenzarán a disminuir los anunciantes y luego los suscriptores. En un clima de incertidumbre financiera generalizada, no todos ellos podrán regresar.

Esto no quiere decir que el coronavirus marque el fin del fútbol. Para nada. No obstante, sospecho que tendrá un impacto duradero, uno que aún no podemos distinguir. Para la mayoría de nosotros, el regreso será más atractivo a medida que pasen los días, las semanas y los meses.

Y cuando lo hagamos, la mayoría de nosotros se emocionará con solo ver lo verde de los campos, lo vasto de los estadios, lo hermoso que puede ser un gol. La curva que hace el balón, el sonido de la red, la fracción de segundo que dura el silencio antes de una erupción de dicha y desesperanza. La mayoría de nosotros regresará, en cuanto podamos, en cuanto sea seguro. Sin embargo, algunos no lo harán. El fútbol es un hábito y los hábitos de la gente cambian.

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