INFORMALIDAD
Camino a Cotuí, Margot subsiste con la venta de arepas y majarete
Margarita es su nombre, pero responde por el de Margot. Así conocen a la doña que vende majarete en el paraje de La Mata, en el trayecto a la comunidad de Cotuí, provincia Sánchez Ramírez.
Es una mujer de casi 60 años, por lo menos eso se nota en sus manos trabajadas, con más peso corporal del normal y con un ánimo que solo es característico de quiénes viven el día a día vendiendo algo para cubrir sus precariedades.
A esa hora del día, la 1:00 de la tarde, Margot se para frente a una vitrina de cristal a acomodar los vasos de plástico y otras cantinas del mismo material y de diferentes tamaños llenas de majarete, un licuado de maíz tierno puesto a la cocina con especias y azúcar, leche de vaca y su pizquita de sal, dice haciendo señas en su rostro de una picada de ojos.
Pareciera que ese es parte del “truco” para que su majarete le guste a los que cruzan esa vía que va hacia o desde Cotuí.
Margot está en la acera con su vitrina, una silla con una vasija con unas cinco o seis mazorcas de maíz ya medio secas por la hora y un poco más retirado de la acera tiene un “fogón” con leña y una gran paila en la que cuece el preparado para una arepa con dulce que el olor a canela, nuez moscada, vainilla, mantequilla y coco delata. Porque las arepas las hace con azúcar y también son sal.
Es prácticamente el auxilio de un desayuno, un almuerzo o una cena para los viajeros de esa zona.
Margot, al igual que muchas mujeres ya con familia grande (hijos y nietos) no le gusta quedarse en el ocio y, menos ella que paga alquiler y se sostiene de lo que produce. Ella vive en el campo, donde nunca hay mucho trabajo y ahora está peor la pandemia, dice.
Tiene diez años rayando maíz para sus preparaciones. Solo que ahora se ha modernizado y se esfuerza menos pues tiene una ayudante en el negocio y una licuadora eléctrica donde licúa los granos de maíz y solo tiene que colarlo con agua, como hace con el coco.
Se ha facilitado el trabajo que se ve fácil, pero requiere de levantarse con los gallos cortar los granos de las mazorcas que ha comprado, porque no tiene conuco, partir los cocos y “tiriarlos” para rayarlos en la licuadora, llevar botellones de agua y la leña y los calderos que usará en el día.
Es que Margot no está ubicada solo en la acera. A su espalda tiene un área casi cerca de un derricadero donde tiene su fogón con leña y una pequeña silla de guano y a pocos pasos del fogón un pequeño local por el que paga una renta mensual.
No es que se vea un lugar bonito, pero está limpio y los olores que emana el caldero en el que se cuece la arepa son agradables; canela, coco y maíz tierno. Se sabe que la arepa es dulce porque a la que hace con sal el olor es distinto.Y por eso a sus clientess les gusta el cocon de la arepa dulce, dice con una sonrisa.
Los vasos plásticos llenos de majarete tienen distintos precios, desde RD$35 hasta RD$60, RD$75 y RD$100. También vende “el concón” del majarete que dice es muy buscado y casi nunca hay porque se vende muy rápido. Hay gente que hasta se lo encarga.
En este puesto tiene dos años. Cuatro o cinco meses después del inicio de la pandemia del Covid-19 o, al menos, desde que se enteró del virus.
En su negocio ha incursionado en el “Chacá”, otro preparado del maíz, pero que no se raya, sino que los granos están partidos en trozos pequeños. Vende maíz en mazorca y también hervidos.
“Hago arepas con sal y con azúcar. Muchas gentes les llaman tortas, pero en realidad las tortas son pequeñas. Estas son arepas, dice.
Agota un horario que comienza de seis a siete de la mañana si tiene que cocinar en ese paraje del camino. Su joven ayudante es una chica que recibe clases en el Liceo y solo la asiste dos a tres veces por semana.
Los trozos de arepa cuestan RD$75. Hay momentos en los que tiene que pelar y desgranar para luego licuar los granos de 50 mazorcas de maíz.
Como todos tienen su espacio en la vida, dice, le da cabida a un amigo que prepara semillas de cajuil y las pone encima de la vitrina también para la venta a RD$150 el pote pequeño y a RD$250 el grande.
“Yo pago casa y también RD$4,500 por este local”, indica Margot con su mano hacia el pequeño cuarto con una puerta y una ventana y un mostrador y un peso de medidas en su interior.
Las arepas las cocina en un fogón de leña y el majarete en una estufa a gas.
Margot forma parte del alto porcentaje de trabajadores informales, independientes y hasta emprendedores que desde antes de la pandemia forman el grueso del sector productivo de la región de América Latina, considerada la segunda más desigual del mundo, donde las mujeres sufren grandes carencias, desigualdades y presiones familiares y sociales.
A esto no escapa República Dominicana, donde la informalidad laboral supera el 50%, a pesar del crecimiento económico, muchas veces por la falta de capacitación para la nueva economía, otras por la discriminación de género y de edad para la contratación formal.
En América Latina y el Caribe hay al menos 140 millones de personas trabajando en condiciones de informalidad, lo que representa alrededor de 50% de los trabajadores.
En el caso de República Dominicana, según estimaciones oficiales, el empleo informal se redujo de 58.6% a 47.9% entre 2005 y 2010, como proporción del empleo total no agrícola, especialmente como consecuencia de las reformas en el sistema de seguridad social, que amplió la cobertura del sistema de salud. Con la pandemia, el cuentapropismo aumentó en casi todos los países del mundo.
Margot, como tantas otras mujeres dominicanas con baja escolaridad y en el rango de adulta mayor, engrosan las estadísticas que ubican este segmento femenino laboral informal en el 87% de las que no tienen ningún nivel de instrucción y en el 74% de las que cuenta con un nivel de instrucción primario.