COSAS DE DIOS

El cura y el ladrón

¿Cómo actuaría si llega a su casa y le cuentan que un ladrón le robó y, además, violó algo que usted considera sagrado? ¿Gritos, improperios y sed de venganza? Así actuaríamos la mayoría. Pero un sacerdote me ofreció una lección gratis de que, cuando los criminales hacen su trabajo, los cristianos debemos hacer el nuestro. A cada quien le corresponde mostrar a quién sirve.

El ladrón llegó de noche, sin romper puertas ni ventanas. El lugar que fue a saquear estaba abierto, como debe estarlo la casa de Dios, para todos, incluso para los ladrones. Fue fácil. Penetró al Santísimo, donde está expuesta la Hostia Consagrada y, para su fortuna, estaba libre el banco, pegado a la pared, delante del cual se encontraba colocada una urna de madera, cerrada por detrás con cerradura, que decía “Limosna”.

Calmado, sin mostrar la menor perturbación, el ladrón forzó la cerradura, mientras decenas de creyentes participaban en una actividad a escasos metros suyo y una señora rezaba en el banco de al lado. A ella le llamó la atención el ruido de papeles que, cada tanto, producía aquel hombre mayor que se había sentado allí con un maletín. Era eso, el maletín, lo que le llamaba la atención, junto al ruido de papeles, y le hizo levantar varias veces la cabeza. Pero, cuando ella lo miraba, el hombre del maletín negro se quedaba inmóvil, como si meditara.

Tras saquear a medias la urna de la limosna, el ladrón se marchó como llegó, silencioso y cargando su maletín. Minutos después, unas fieles notaron que la urna estaba abierta. Entonces, la vecina de banco del ladrón entendió que el ruido, que ella atribuía a papeles que él debía llevar en el maletín, correspondía al de las papeletas que los feligreses habían ofrendado y que este hombre robó sin amilanarse. Descubierto el robo, el guardia de seguridad de la iglesia, porque hay uno y también cámaras de vigilancia, avisó al sacerdote que, al enterarse, llegó hasta el Santísimo. Y el comportamiento del Cura, en ese momento, fue lo que dio pie a este escrito.

Como es lógico, todas las presentes en el Santísimo estaban alarmadas por lo ocurrido. El padre llega y se arrodilla, como manda el lugar, sin apresuramiento alguno. Escucha lo sucedido y, sin pedir detalles, responde: “No ha pasado nada, sigan rezando”. Revisa la urna. La saca para evitar que alguien le eche más dinero, sin reparar en que está abierta. Entonces, se vuelve a arrodillar. Antes de salir, repite, “sigan rezando”. Se va.

La serenidad del ladrón para el mal resultó tan sorprendente, como la ecuanimidad del sacerdote ante el robo y la violación de un lugar santo.

A ninguno de los dos los detuvo, en sus propósitos, los problemas encontrados. Al ladrón, ni la Hostia Consagrada, ni los fieles presentes, ni la vecina de asiento, ni la cámara de seguridad, ni el guardián armado, lo disuadieron de robar. Al cura, ni el que lo recibieran con tan mala noticia, acababa de llegar de una actividad, ni la alarma de las fieles, ni la violación de un lugar sagrado, ni el robo, le hicieron variar su enfoque, el Santísimo es para rezar, no importa lo que ocurra, hay que seguir rezando. Y así se hizo.

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