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COSAS DE DUENDES

Llamado

Un sacerdote me contó que Dios le había llamado a servirle cuando era casi un niño. Le pregunté que cómo ocurre eso, cómo sabe un adolescente de 14 o 15 años que Dios lo está invitando para consagrarse a Él durante el resto de su vida.

Según el religioso, lo que experimentas, en ese momento, no se puede explicar con palabras. No insistí en la pregunta. Solo pensé que él fue dichoso porque pudo definir temprano su camino, sin extraviarse, sin desvaríos. No le tocó tropezar en una pista llena de obstáculos, que nosotros mismos vamos lanzando y dificultan nuestro avance por la senda que conduce al Señor. Estos tropiezos hacen que, pese al discurrir de los años, muchos todavía no hayamos escuchado, con claridad, nuestro llamado.

En mi caso, hace seis o siete años, ¡el tiempo vuela!, participé en un ejercicio donde se nos indicaba que escogiéramos una parte del cuerpo con la que podríamos servir a Jesús. Yo seleccioné las manos. Después de elegir, tomábamos de una canasta un papelito que, por “diocidencia” o coincidencia movida por Dios, decía si habías escogido bien.

Hubo gente, con muchos años de servicio en cárceles y hospitales, a los que el mensaje recibido les ratificó en ese camino. Pero yo quedé desconcertada. El papelito que tomé decía que hasta que no me decidiera a servir no sabría para qué servía.

Lo cierto es que no participaba en ningún ministerio. Desde entonces, he colaborado aquí y allá, tratando de encontrar mi llamado. Porque todos lo tenemos, aunque no siempre lo escuchamos tan temprano como los religiosos.

Tal vez, a los simples mortales, Dios nos prepara más despacio. Aprendemos ese conocimiento que vamos a necesitar para convertirnos en un instrumento multiplicador de su mensaje entre nuestros hermanos; o en la mano que mitiga el hambre, el dolor, la tristeza y la soledad de los más humildes, los amados del Señor; o en los brazos que dejarán brillante el piso de la iglesia que acoge a los creyentes.

A cualquier misión puede llamarnos Dios. Tal vez, no a la que esperamos, pero siempre será justo para la que estamos hechos, la labor perfecta para la que el mismo Dios creó nuestras manos, nuestros pies o nuestros labios. Mientras tanto, estos deben estar ocupados en servir hasta que se nos revele la misión que, entonces sí, sin dudas, sabremos que Él nos asignó. En ese momento, tendremos esa certeza, aunque no podamos explicar cómo llegamos a ella, igual que le ocurre al sacerdote con el que hablé.

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