DE LA PLUMA AL PARABRISAS
Un periodista "limpiavidrios"
La mayoría de los "limpiavidrios" son jóvenes que provienen de los sectores más pobres del país y de familias disfuncionales.
Son las 8:00 de la mañana de un domingo nublado y la esponja empapada de agua y shampoo cae sobre el vidrio de un carrito público que circula entre las avenidas John F. Kennedy y Máximo Gómez. Era mi primer cliente del día y ya era recibido con un insulto del conductor.
El chofer encendió el parabrisas y me tumbó la esponja al pavimento, al mismo tiempo que aceleró y me lanzó el vehículo casi encima. Cuando creí que la situación no podía empeorar más, miro hacia mí alrededor y veo que mis nuevos compañeros “limpiavidrios” me observan con detenimiento. Hasta ese momento, el miedo y la vergüenza ya eran mis amos supremos.
“¿Tú no eres de este país verdá¥? Tú pareces venezolano y que nunca has limpia¥o vidrios”, me dice uno de ellos, quien me sorprende con su afirmación. Aun así, no lo pienso mucho y respondo que sí para seguirles la corriente. En ningún momento se imaginaron que en el puente peatonal, ubicado en esa intersección, se encontraba el fotógrafo Víctor Ramírez, mucho menos sospecharon que yo era un periodista.
A pesar de que yo portaba un pantalón jean con grandes agujeros, un t-shirt negro que con el tiempo se volvió gris, el tenis roto y una gorra deformada; no parecía formar parte del conglomerado de “limpiavidrios” que siempre trabajan bajo sol y sereno, y que utilizan a diario las mismas franelas desmangadas, bermudas desgastadas y las chancletas que dejan al descubierto sus dedos mugrientos.
Mi acento dominicano pasó desapercibido ante la percepción de que yo era un extranjero. Irónicamente, para ellos yo no invadía su espacio, por el contrario, se ofrecieron a ayudarme.
Así se limpia vidrios “El chamo”, así me bautizaron mis nuevos “colegas”, quienes de manera literal me dieron un breve cursito de cómo, cuándo y a quién limpiarle los vidrios. Según ellos, los taxistas son los peores clientes ya que nunca “sueltan” ni cinco pesos. Los choferes de carros públicos dan sus menuditos de vez en cuando, mientras que las personas que circulan en vehículos modernos pagan solo para que ni los molestes.
El agua que ha de empaparse en la esponja debe ligarse con jabón o shampoo. El detergente en polvo no se puede usar ya que pone las manos resbalosas y provoca que la labor se torne torpe; y por último, me sugirieron usar un parabrisas como limpiador.
Esta recomendación sale a colación ya que, la mayoría de los “limpiavidrios”, utilizan un pedazo de neumático incrustado entre dos maderas con clavos como limpiavidrios, que fue lo que yo usé en principio y hacía que se me dificultara el trabajo.
Con esas pautas y con mayor seguridad, retomé la tarea de ganarme la vida como cualquiera de ellos, y vaya que funcionó, buenoÖ al menos para mí. Entre las 8:00 y 11:30 de la mañana ya había ganado 125 pesos.
Durante ese tiempo tropecé con señores que solo levantaban el dedo índice con la negación en movimiento. Otros fueron menos sutiles y bajaban el vidrio para recordarme a mi madre. Pero no me puedo quejar, también hubo una persona que me ofreció un sándwich en vez de dinero, lo que rechacé por desconfianza.
Al no aceptar su alimento, el conductor reaccionó indignado: “tú no tienes hambre, tú lo que quieres es cuarto para metértelo de droga mijo”. Los dos minutos de luz roja del semáforo no dan tiempo ni para respirar. Mientras que la verde significa solo un descanso de 20 segundos. Entre correteos de una esquina a otra, cualquiera se vuelve malabarista esquivando vehículos que circulan a 80 kilómetros por hora, y aceleran cuando te ven cruzar la calle.
Solo, en un lugar desconocido El reloj de un agente de la Autoridad Metropolitana de Transporte (AMET) que se encontraba allí marcaba ya las 12:28 del día, era el momento de comer y solo pensaba en aquel sándwich que había rechazado.
Pero además, había que cambiar el agua de la cubeta y mezclarla con shampoo nuevamente para seguir trabajando. Mientras todos se dispersaban para hacer un tipo de receso, uno de mis compañeros me invitó para su hogar que quedaba cerca, en el barrio Kennedy, una especie de callejón con el suelo lleno de grietas, un colmado en cada esquina con bachatas a todo volumen y viviendas deterioradas.
Lo acompañé, a sabiendas de que el fotógrafo me perdería de vista. Fui solo con él, guiado por la fe de que yo no portaba ni anillo de boda, ni celular ni cartera; accesorios con los que siempre ando.
Luego de caminar por diez largos minutos llegamos a una cisterna frente a su casa, aparentemente pública, ya que había cuatro jovencitos esperando su turno para sacar agua.
Después de esperar, llenamos la cubeta y nos devolvimos para continuar trabajando; no sin antes pararnos en un puesto de empanadas y comernos cada uno dos de jamón y queso con limonada. Gasté 45 pesos de los 125 que había ganado, ahora solo cuento con 80 pesos de capital. Y ya es casi la 1:00 de la tarde.
¡Casi metemos la pata! Cuando salimos del barrio Kennedy y regresamos al área de trabajo, me di cuenta que Víctor ya no estaba en el puente peatonal sino frente a los “limpiavidrios” tomándoles fotos. Ellos ya saben de su presencia y se ponen en alerta. Yo doy la espalda y comienzo a trabajar como si nada estuviera pasando.
Pero al escuchar un silbido desde atrás y un “te está llamando ese fotógrafo”, cundió el pánico en mi interior. Las miradas estaban sobre mí mientras les aseguraba a todos que nunca lo había visto.
Uno de ellos me acompañó para ver lo que él quería conmigo, y cuando estábamos frente a frente, me adelanté y le pregunté ¿qué quién era? a lo que respondió con cara de confusión que buscara otro ángulo para poder fotografiarme mejor.
Yo insistí en que no lo conozco, mientras que el “limpiavidrios” que me siguió le preguntó “¿qué cuál era el problema con el venezolano?”
En ese momento mi fotógrafo entiende la situación y sale “debajo de la patana” con el cliché que utilizamos los periodistas, ese de que estamos haciendo un reportaje de corte humano y de que “no hablaremos mal de ustedes” para así tranquilizarlos.
(+) FIN DE LA JORNADA Son las 5:00 de la tarde y el cielo sigue gris por lo nublado. Entre lloviznas y poca circulación de vehículos, he ganado en estas últimas horas solo 180 pesos, sumando ya 260 pesos.
Casi todos los limpiavidrios han hecho su día y se han marchado, al menos aquellos que estaban desde la mañana trabajando ya que hay quienes empiezan sus labores a partir de las 4:00 de la tarde y culminan en la medianoche.
Contrario a mí, que todavía peco de novato en estos menesteres, los “limpiavidrios” regresan a sus casas con 600 y 700 pesos al día, lo que al mes no soñaría con ganar de sueldo un miembro de la Policía.
Trato de despedirme pero uno de ellos me detiene y me aparta del resto, a la vez me hace una propuesta. “Ven mañana que vamos a ir para Villa Consuelo, te voy a poner a vender y a ganar dinero”.
Al preguntar qué mercancía vendería solo se limitó a decirme que “una vaina bien”, y por más que insistí en que me dijera solo repetía que volviera al otro día. Al final nunca me dijo nada.
Recogí mis herramientas de limpiar vidrios, me despedí de mis compañeros que quedaban y caminé hacia la avenida San Martin con Máximo Gómez, donde me esperaba el chofer del Listín Diario, Juan Bautista Soto. Cuando abordé el vehículo y me quité el disfraz mental que llevaba, renuncié a mi nuevo trabajo para seguir dedicándome al periodismo por vocación.