Regreso al infierno
LA REINCIDENCIA EN EL PENAL ALIMENTA EL GRAN HACINAMIENTO
(9)
“El Lápiz”, condenado a 30 años, segundo a cargo de una celda en “Vietnam”, se queja de que allí hay demasiada gente: duermen en el baño, tres al lado del inodoro, otros tres en la ducha, tres más en la entrada y algunos, cuando no hay más espacio, hasta en hamacas.
Cerca, “Wander”, representante de otra celda y con una condena de 20 años por atraco, dice que hay una letrina para 185 personas, donde además veinte duermen por la noche. Es el contraste de La Victoria: mientras unos duermen en los baños, en “Vietnam” hay camas de más de 100,000 pesos y alquileres de 1,000 por semana, aunque en los “Pasillos A-B”, donde la mayoría son extranjeros, hay una por la que un interno pagó 300,000 y ahora vale medio millón. En “Alaska”, segundo en la escala de comodidad de La Victoria, pueden valer hasta 200,000; en “Veteranos”, que se llama así porque allí van mayormente policías y militares, vale mucho menos.
A “Los Galpones” llegó “Orlando”, de 40 años, por trata de blancas, un 14 de julio del 2014. Es un “colaborador” en el área de la salud y habla por la pequeña pero vistosa comunidad gay en esta área, que tiene, conocidos, a nueve integrantes. “Orlando” elogia el trato que se le da a los portadores de VIH, pero se queja de la poca higiene que existe en el penal.
“Los Galpones”, el único pabellón de dos pisos en la Penitenciaría, está ubicada al sur, a varios metros del bloque principal, con “Alaska” como lo más próximo, pero separado por una reja de metal cerrada con candado, y un amplio espacio entre ésta y la pequeña entrada al recinto, tras pasar una garita de control donde revisan a la visita.
El primer teniente Rosario está a cargo de la seguridad del área. A la izquierda de la entrada, dos pequeños cuartos donde la DNCD revisa también a los visitantes. Parece un pequeño castillo de dos pisos al que se sube por una escalera octogonal.
A la derecha, celdas como las que hay en otras áreas: pasillos estrechos y oscuros, en ésta, un televisor público y un colmado.
Aquí vive Pedro Fleming, “El Karateca”, preparador físico de 50 años, condenado a 20 años por homicidio, de los cuales ya cumplió 17. Entró al penal el 28 de abril de 1999. Maestro de karate durante 30 años, segundo down en Taekwondo, se ganó 25,000 pesos en un concurso de pintura en el ciclo de estudios 2008-09 del penal. “Aquí usted conoce quién es quién”, dice Fleming, que tenía un instituto fuera. Aquí se puso a dar prácticas de karate y fue el ideólogo de la escuela de boxeo, también fue coordinador de deportes en el tiempo del alcaide Fortunato.
En un mes lograron montar el lugar y para la inauguración estuvieron presentes Tito Trinidad, El “Abejón” Fortuna, Dayana Santana y Félix Díaz, nada menos. Desde entonces ha habido cinco encuentros y dos campeones. Brian Pérez y Wilfredo Ramírez, “Pitbull”. Tres profesionales y 21 novatos en el gimnasio donde Fleming, duro como el acero, se concentra en la preparación física y la disciplina de sus pupilos. “El Karateca”, hombre respetado en “Los Galpones”, comparte pabellón con Brian Pérez, de 24 años, el primer campeón nacional semipesado salido de prisión: siete peleas ganadas, cinco por Knockout, en 168 libras que su cuerpo moreno exhibe junto a varios tatuajes.
“Aquí hay todo tipo de presos”, dice Rosario. “Cuando usted cría respeto, el preso se adapta a la seguridad del penal”. Pero no se confía.
“Siempre hay que estar arriba de ellos”, agrega, mientras “Pedro”, uno de “Los Galpones”, emboca sucesivamente, con tiros certeros, las bolas 5 y 12 en una de las dos mesas de billar que hay en el área común.
En el primer piso, a las 11:00 AM, una mujer entregada al culto extasiada dice palabras que resultan incomprensibles cuando las bocinas las reproducen durante su ministerio.
La religiosa, vestida entera de azul, ora igual con los ojos cerrados en el altar en el que el lema “Iglesia Pentecostal Jesús Rescata Almas Perdidas”, sobre una paloma blanca pintada en la pared, identifica su fe, mientras un grupo de músicos toca una canción al lado izquierdo del templo bajo otra inscripción, tan incomprensible como su propia prédica: “Iglesia Adventista del Séptimo Día, Los 3 Ángeles #5”.
Y al amparo del ecumenismo, casi un centenar de personas alaba a Dios en busca de la paz que muchos no encuentran en La Victoria.
En el segundo piso, “Lizzy”, un travesti de 25 años condenado por drogas, conversa con otro interno en este pabellón lo más parecido a una nueva Sodoma.
(10)
A las 8:00 de la mañana del viernes 12 de febrero, el alcaide Gilberto Nolasco, más adusto que nunca, informa sobre una fuga.
Nolasco está preocupado, pero ya se han tomado las previsiones de lugar, y el coronel Carrasco conversa con un grupo de oficiales a la entrada del penal. Alrededor de la 1:00 de la mañana, dos hombres condenados a 20 años, se fugaron del “Hospital”, pero uno de ellos murió en el intento: un balazo en la cara lo detuvo; el otro logró escapar pero ya las autoridades están tras sus pasos.
“Hace mucho que no pasaba esto”, dice Nolasco. “Hubo algo aquí porque el sistema es muy seguro. Fue ideado para eso”.
Según la Dirección General de Prisiones, desde el 2012 al 2015 La Victoria ha registrado 14 fugas, y en la totalidad de los casos los internos han sido reapresados. (La evasión de otros tres internos más se producirá el 11 de marzo). El hecho trastorna un poco el ritmo normal de la Penitenciaría. En el transcurso del día, gente de afuera llega al penal a investigar lo sucedido, incluyendo altos oficiales de la policía, entre ellos uno de la DICRIM. Carrasco ha informado temprano al director de Prisiones, quien a su vez ha hecho público el acontecimiento.
Al día siguiente, Ramírez dirige una requisa en el “Hospital”, pero el mayor Arias dice que no tiene relación con la fuga y que esta es una operación que se realiza todos los días. La foto del cadáver ya circula dentro del penal y hasta los detalles de la muerte: el fugitivo estaba agachado, esperando el momento para dar el siguiente paso, cuando un custodio ubicado en una garita del techo del penal lo descubrió y le hizo el disparo que le entró por la parte de atrás de la cabeza. La discusión en los pasillos es si le tiraron una ráfaga, pero la versión casi-oficial es que el agente jaló el gatillo sólo dos veces. La bala, por supuesto, causó un pequeño orificio por la entrada, pero le destrozó el lado izquierdo del rostro.
Entre veinte y veinticinco custodios provistos de palos y bates, que hacen las veces de macanas, participaron en el operativo. A los pocos minutos tres internos esposados, con sus pechos descubiertos, son traídos a la entrada de la Fortaleza.
También vienen del área requisada, dos con diez cubetas blancas tapadas encima de dos carretillas.
“Ley seca”, dice un interno que observa la operación desde la entrada del penal. Es “vino” hecho en la prisión: licor de arroz y de “cualquier otra cosa” que los internos toman para emborracharse.
“¡Usted sabe lo que es eso!”, dice el teniente Guzmán, molesto, mientras los que trajeron las cubetas vierten su contenido en un desagu¨e, y un olor nauseabundo, una mezcla de fermento y vómito, empieza a invadir el lugar. “Toman esto, se enferman y uno tiene que estar cuidándolos en el hospital”, dice el oficial. Los tres que fueron traídos del “Hospital” son ahora subidos a una “Van” de la Dirección de Prisiones con unas rejas por dentro.
Serán trasladados por mal comportamiento.
Cuando están siendo subidos al vehículo, dos de ellos vociferan palabras y se declaran allegados de “El Blanco” “Denny el Blanco”, el interno que hace cuatro meses también fue trasladado junto con otros trece por el mismo motivo según las autoridades de la prisión.
El capitán Leyba, a cargo de la seguridad del “Hospital”, bordea la estructura y camina hacia el lugar por donde se produjo la fuga. El oficial explica que la guardia realiza el “barroteo” al menos tres veces al día. Leyba, dice, es tan viejo en el oficio de la custodia carcelaria, que sabe distinguir entre un barrote al que le han pasado la cegueta, de uno que se encuentra intacto. Los dos que se fugaron estudiaban en el penal y purgaban una condena de 20 años por secuestro. “A los presos no se les puede tener confianza.
El interno es amigo de su libertad, y para lograrla, le arrancan la cabeza a cualquiera”, dice Leyba, que los conocía. “Los internos son como los policías, siempre están al acecho”.
El mayor Vicioso cuenta el caso de un policía que salió a custodiar a dos internos y que en el camino le dio un infarto. Los internos tomaron las armas del agente, llamaron al penal y pudieron salvarle la vida. Hay otro, dice, al que lo han dejado libre lo más lejos posible, pero que siempre vuelve a La Victoria.
Son estos los que cada día van en grupos a los tribunales. El proceso está a cargo de Arcadio Rojas Silva, abogado I, funcionario del Departamento Jurídico del penal, con dos años de trabajo dedicado al asunto. También de “El Pastorcito”, Domingo Díaz, 44 años, con 23 años de ministerio y 15 en el penal de los cuales ya cumplió 12 por homicidio.
El “colaborador” dice que duerme tres horas nada más y que tiene 11 años “buscando presos”: los identifica en la tarde, de 4:00 a 7:00, pasando “caritas” (las fotografías de los internos) que las compara con una lista. Los internos salen antes de las 9:00 AM (en promedio, entre 80 y 100 cada día) y vuelven por la tarde y hasta por la noche, de lunes a viernes. “Yo sabía para dónde venía”, dice Díaz. “Quisiera que Dios me dé la autoridad para devolver a la persona que le quité la vida”.
En una salida, a un interno le encuentran una gillette. El mayor Arias le pregunta “si piensa cortar al juez”. El hombre se ríe. En la fila, esposados de dos en dos, uno con muletas tiene problemas para seguirle el paso a su compañero, y otro, de mejor semblante, se despide de un oficial: “Con Dios”, dice, pero aquí nada se sabe. Hay una camioneta para viajes a provincias. Y según Nolasco, hasta el año pasado se quedaban hasta sesenta sin ir a la justicia cada día por falta
de custodios, esposas y transporte.
Por gestiones del Procurador y Prisiones, ahora hay tres autobuses y uno de refuerzo por si se malogra otro.
En el segundo piso, a la espera del alcaide, “Alberto”, de los “Pasillos” ha venido a denunciar que lo acusan de haberse robado un celular y que le tienen la “vida en zozobra” porque quieren obligarlo a trabajar para lo que no está dispuesto: vender droga. El acoso, agrega, está afectando el trabajo con el que mantiene afuera a su familia. Otro grita que “se va al ‘Hospital’ por un par de días”; un tercero cruza custodiado por un policía con una herida en la cara hacia el área médica. Es otro día de febrero.
(11)
“Changó” lustra los zapatos de Brand, en la entrada del penal como cada mañana, mientras el corpulento policía comenta que el día anterior salieron más internos a la justicia. Dicen que “Changó” no ha salido aún de La Victoria porque no tiene el dinero para pagar la multa de los años de prisión que ya casi cumplió, aunque alguien cree que en algún momento llegó a tener hasta cien mil pesos en el bolsillo y que no se va porque no quiere. “Changó” viste siempre un abrigo rojo y una gorra gastada; los pantalones cortos como todos los internos. Cuando un grupo del Economato pasa por allí con la inscripción PGR (Procuraduría General de la República) en la espalda, y el desayuno es llevado al ala sur del penal en los tanques de siempre, “Changó” va por pan para alimentar a las palomas que se posan cada mañana en el ala norte de la fachada.
Cerca de la entrada de la visita, un grupo ha salido del “Hospital” para darle la despedida a uno de sus compañeros; bromean. La requisa fue en los “Galpones”. En el área médica, donde hay unas gotas de sangre del día anterior, muchos esperan al psicólogo, e Isael Lugo, maestro de la Vocacional, lanza otro de sus aforismos virtuosos: “Esta es la de hoy —dice—: La diferencia entre un ‘pantalones cortos’ y un ‘pantalones largos’ es que a este último no lo han agarrado todavía”.
Por el ante-patio viene un grupo de nuevos internos que se sienta en el recibidor a la entrada de la fortaleza.
“Ahí viene nuestro reemplazo”, comenta Fleming, el preparador físico. A las 9:30 de la mañana llega también el doctor Geuris Rosario Tirado, de 37 años, psicólogo clínico de la Procuraduría General de la República. Con ocho años de experiencia en el penal, el único entre seis dominicanos con maestría en psicología criminal y forense puede decir con absoluta seguridad, pese a su joven carrera, que “la libertad no es salir, sino no sentirse preso”. El doctor Rosario da dos terapias al mes y atiende por espacio de 45 minutos, a entre 5 y 6 internos cada viernes. “Antes de caer en La Victoria, los hombres son sujetos, aquí son números”, asegura el psicólogo. También que el hacinamiento es un gran problema vinculado a un alto índice de riesgo en cuanto a la seguridad, pero que controlado con opciones como permitir el uso de teléfonos ayuda a “bajar la ira” de las privados de libertad.
“El objetivo de ellos es sobrevivir: aprenden cómo hacerlo y desarrollan sus vidas”, dice. Según Rosario, de cada 10 internos, cuatro no vuelven, y no todo el que está aquí es un criminal. “Los que cumplen condenas de entre 5 y 15 años son los menos reincidentes, mientras que un criminal con condena de no más de cinco juega con el sistema, miente. “Los que vuelven lo hacen porque no asimilan”. Así funciona: el criminal “se hace” y se forma del legado que han dejado otros criminales: Rosario considera que hay muchos que hoy sueñan todavía con ser como “Danny 45”, aunque reconoce que ha habido un impor importante giro gracias a un cambio en el sistema: “Antes se manejaba la cárcel con violencia, ahora con inteligencia”.
“Danny 45”, a quien según “Ñapa” lo mataron en “Veteranos 4, por la celda de los locos”, traicionó a “Vietnam”, donde vivía antes. Es tal la leyenda alrededor del terrible criminal que no hay una versión clara sobre el lugar —unos dicen que lo mataron en los “Pasillo E, celda 2, antes celda 9—, aunque todos coinciden en el hecho de que fue una persona “terrible”. Tras su muerte, a finales de los 90’s, hubo después un “gobierno compartido”: los barrios se organizaron y transformaron el curso de la historia del penal. De esa época queda algunos nombres, “Pacheco”, “Los Negrones”, “Engie”, “Carlos Pelota” y más recientemente, quizá el último líder conocido, “Demy el Blanco”, que fue trasladado de La Victoria en octubre del año pasado.
El año 2000 entró a La Victoria con Candelier, “que llegó metiendo plomo y sacando gente” según el que dice ser el más viejo de la prisión.
Muchos otros coinciden con “Ñapa” en que, en realidad, la policía tomó control efectivo del penal recién en 1998, y que así ha sido hasta ahora. Tras décadas de torturas, desapariciones y presos políticos, de los barrios y de los motines, el penal se rindió a una “nueva generación” más tranquila pero a la vez más peligrosa, “a la que le gusta demasiado la pistola”.
Demy Bautista Vásquez, “Demy el Blanco”, condenado a 20 años de prisión, era, según la policía, un capo de la droga y la bebida que se maneja en La Victoria, y un tipo respetado según los internos.
Algunos, incluso, dicen que era “derecho”, siempre protegido por sus hombres de máxima confianza, “Pistola” y “José La Rabia”, que ayudó a poner orden en la prisión y que era capaz de calmar a un revoltoso de una sola cachetada. Se dice de todo sobre su traslado, que provocó un feroz motín que se saldó con un muerto y varios heridos.
Una de las versiones señala que un tal “Tony”, famoso por estafar a internos extranjeros con “traslados fantasmas” y conocido entre altos círculos oficiales, lo denunció a la Procuraduría, que ordenó salir de ese problema. Otros aseguran que la orden llegó de fuera para quitarle el control, pero la versión oficial que fue removido por su mal comportamiento.
“Siempre tomamos medidas preventivas antes de que ocurra algo”, sentencia el coronel Marino Carrasco, licenciado en derecho, que lleva siete meses al frente de la jefatura policial en la Penitenciaría Nacional de La Victoria. “Esta cárcel no le da problemas a la sociedad de ningún tipo… Estamos tranquilos en este momento, pero tenemos a ocho mil personas aquí”, agrega el oficial.
Para el castigo la reflexión: las dos “Planchas” que hay en el penal, que puede durar hasta 30 días. En la “Plancha” principal (donde sólo hay un bombillo y una ventanita de baño), que está en los “Pasillos B”, donde entran entre 15 y 20 internos “desafinados”, como los llama el capitán Leyba, encargado de la vigilancia en el “Hospital”, también licenciado en derecho, con 27 años en la policía. “La cara mía es conocida aquí en todo el penal. Veinte años y gracias a Dios nunca he tenido problemas”, dice.
La autoridad confía en los “representantes”, internos que son elegidos para ejercer cierto control en cada celda y que según Carrasco deben reunir ciertas cualidades como no llegar a prisión “con problemas”, ser hombres respetuosos, pero al mismo tiempo tan sagaces que se puedan manejar con el “tigueraje” de La Victoria, y que tengan autoridad. “Pero cualquier queja que hacen se confirma”, agrega el oficial sobre los “representantes”, 40 en total en el penal, donde hay también 17 puestos de centinelas para garantizar el control real de la Penitenciaría: Guardia interior, azotea, tres de día y tres de noche. Los “llaveros”, entre 40 y 45, doce encargados de área, un oficial al frente y, dependiendo del lugar, entre 5 y 10 subalternos.
“Y hasta dos” en algunos casos, todo un reto que se resume en 25 2agentes de policía, entre oficiales y alistados, para controlar a 8 mil y un poco más de personas, muchos de ellos insospechadamente peligrosos que Carrasco ha resuelto con dos sentencias: “Con tan pocos recursos tenemos que extremar la capacidad” es una; la otra es que “la autoridad se impone no por temor, sino por respeto”.