Matar moscas
Tengo dos semanas sin salir de perímetro del residencial en el que vivo. Una razón importante, pero no la única, han sido las lluvias provocadas por el aún huracán Melissa, que para el momento en que escribo estas palabras (viernes en la noche) está en algún punto del océano Atlántico Norte luego de dejar destrucción en el Caribe.
Otra razón, menos importante aunque con mayor peso, es que simplemente no he querido salir. Me ha bastado con bajar y subir de la cuarta planta en la que vivo para cosas urgentes, como esperar junto a mi hijo el transporte escolar y esperarlo al regresar de la escuela; recibir al técnido que arreglará el inversor que tiene tres semanas dañado; o sostener la puerta de entrada mientras suben y bajan de mi departamento dos hombres que instalan el ventanal del balcón.
En mi encierro, con muchos días de humedad, hice algo con más frecuencia de la que recordaba alguna vez y que hace unos años dio pie a que escribiera un relato, uno que mandé alguna vez a un concurso (no tuve suerte con eso): matar moscas.
Como llovió tanto y el personal que recoge la basura en el residencial estuvo ausente por varios días, cuando se movilizó la basura acumulada, las moscas andaban algo abundantes y si hay algo que deteste más que una cucaracha, es una mosca. No voy a dar detalles de mi técnica para matar moscas, pero sí les comparto el relato que escribí.
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La cocina de tía Renata era amplia. El piso de cemento, amarillo con pequeñas manchas rojas. De un lado, gabinetes marrones y sus puertas chirriantes. Una taza, chirriiiiin. Un plato, chirriiiin. Un vaso, chirriiiiiiin.
Entre los gabinetes y la meseta, hecha también de cemento y con su tope amarillo con pequeñas manchas rojas, la pared estaba revestida por lozas blancas, que cada dos cuadros variaban su superficie lisa con un dibujo a relieve de una cafetera, con dos tazas y un ramillete de uvas. Uno de los extremos de la meseta, el que finalizaba hacia el espacio del comedor, velado tras una cortina de hilos ensartados con cuentas de figuras geométricas de color rojo, estaba la estufa, que se alzaba del piso sobre una tarima de madera que, según la anécdota familiar, trajo el tío Jaime desde la ferretería donde alguna vez trabajó, uno de los tantos empleos en los que no duraba más de un año y de los que siempre era despedido por envidia o porque el jefe era un azaroso.
La estufa de tía Renata tenía cuatro hornillas y un horno que nunca se usó, porque gastaba mucho gas y el gas siempre está caro y no hay nada peor que quedarse sin gas antes de que el arroz se secara en el caldero. Era blanca y una de las preocupaciones de tía Renata es que permaneciera siempre blanca, que decía que la limpieza de una mujer se conocía por su cocina, su baño y su ropa.
Al otro extremo de la meseta estaba el tanque de agua, de uso exclusivo para cocinar. El tanque de plástico color azul que tía Renata lavaba con cloro una vez al mes, justo el día en que llegaba el agua por las tuberías, los jueves. Sobre la tapa del tanque siempre había un jarro grande de aluminio, con la palabra “cocina” escrita con esmalte de uñas rojo. Tía Renata decía que había que evitar que lo confundieran con cualquier otro jarro.
Al lado del tanque, la nevera Nedoca. La herencia. Color amarillo mostaza, con un mango de metal y que hacía más escarcha que hielo. Para la época en que tía Renata asumió la cocina como el eje de su vida, abrir esa nevera era ya un sorteo para un corrientazo. No valió que varios técnicos en electricidad la revisaran. Nadie pudo dar con el arreglo definitivo. Cada revisión la sumía en una tregua, hasta que un día alguien pegaba el grito cuando trataba de abrirla para tomar un vaso de agua fría, escarbar hielo o buscar la carne, cortada y sazonada que refrigeraba mi tía cuando había buenas épocas de suministro eléctrico.
Debajo de la meseta había un banco de madera, que tía Renata usaba para sentarse cuando limpiaba el arroz, cuando desgranaba guandules, cuando guayaba coco. Se sentaba en ese banco con la espalda recostada en el dintel de la puerta, que daba al patio.
Del otro lado de la cocina, en contraposición con la estufa, la meseta, los gabinetes que chirriaban y el tanque, colgaban ollas, calderos y jarros. Los más livianos tintineaban a veces, mecidos por la brisa que entraba desde el patio.
Tilín, tilín, tilín.
Y esa brisa también solía hacer bailar los hilos ensartados con cuentas plásticas rojas de figuras geométricas que formaban la cortina colocada en el espacio entre la cocina y el comedor.
Tlin, tlin, tlin.
Así que en los días con brisa, la amplia cocina de tía Renata tenía música. Tilín, tlin, tilín, tlin, tilín, tlin. Y si ella estaba cocinando, sacando platos, vasos y tazas, pues estaba el chirriiiiin, chirriiiiin, chirriiiiin.
Tilín, tlin, chirriiiiin. Tilín, tlin, chirriiiiin. Tilín, tlin, chirriiiiin.
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En 2008, un equipo de investigadores en Caltech, en Estados Unidos, liderados por el profesor de Bioingeniería Michael Dickinson, publicó en la revista Current Biology que las moscas deben su habilidad para escapar a un sofisticado sistema de defensa que las hace anticiparse a los movimientos de su atacante y responder con movimientos “muy rápidos, de unos 200 milisegundos”.
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Tía Renata tenía muchos talentos. Entre ellos, hacía el mejor dulce de coco tierno con naranja del barrio, ensartaba el hilo a la aguja en el primer intento y conocía quien entraba a la cocina por sus pasos, sin necesidad de voltear el rostro para mirar quién era.
Pero el talento que más admiración y extrañeza me causaba era que tía Renata podía matar moscas al primer trapazo. No fallaba nunca.
Su habilidad de matar moscas, según mi madre, le nació un día en la adolescencia, luego de que por accidente se tragara una que se llevó a la boca con una cucharada de sancocho. Luego de ese traumático acontecimiento, tía Rebeca no podía ver una mosca posada en ningún lugar, por lo que empezó a llevar colgado en su hombro derecho un trapo mientras estaba en la casa. Así que cada vez que veía una mosca posada, se acercaba sigilosa y en un segundo… ¡Saz! El trapazo. Ninguna mosca se le escapaba.
Un mes después murió la abuela María. Cuando la familia regresó del entierro, tía Renata tomó la toalla que su madre siempre llevaba al igual que ella, pero sobre el hombro izquierdo, mientras cocinaba, y la intercambió por el trapo que tenía, la puso en su hombro izquierdo y preparó la cafetera. Al momento de servir el café, una mosca se posó junto al tarro de azúcar y tía Renata haló con su mano derecha la toalla y en un rápido y preciso trapazo mató la mosca, sin que el tarro de azúcar se moviera un milímetro.
A partir de ese día, tía Renata se hizo cargo de la cocina y de matar cualquier mosca que entrara a ella.
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Mediante videos de alta velocidad y alta resolución, los científicos han descubierto que una mosca es capaz de mover sus patas traseras y colocarlas justo en la posición idónea para emprender el vuelo con el fin de huir. Cuentan también que son capaces de hacer esto y no necesariamente cumplirlo; es decir, si finalmente el atacante no ataca a la mosca, vuelven a su posición normal.
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Tío Jaime llegó a la vida de tía Renata como todos desde el día del sepelio de la abuela María, a través de la cocina.
Un vecino de un vecino de confianza le dijo que conocía a alguien que le podría arreglar la puerta del horno que nunca se usó para lo que estaba hecho, pero sí para guardar las ollas y los calderos grandes, que solo se sacaban para cocinar en novenarios y Nochebuena.
Jaime dejó prendada a tía Renata desde el primer momento en que deslizó sus manos a través de la cortina de hilos de figuras geométricas rojas. No valieron consejos. Mi madre siempre dijo que era un vago, un don nadie. Pero tía Renata hizo de oídos sordos, y le abrió espacio a Jaime en su cocina, la puerta de entrada para su vida.
Por años, tío Jaime entró y salió de la cocina de tía Renata. Inconstante en sus trabajos, también lo era en todo lo demás. Los días de pelea y de sacarle la ropa para la calle, tía Renata tomaba la toalla que siempre llevaba en el hombro izquierdo y la agitaba al aire, repitiendo letanías de arrepentimientos por permitir que Jaime le hiciera esto o aquello.
Pero tía Renata siempre le abría la puerta de su cocina.
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El tío Jaime era un hombre alto, robusto, con grandes manos con las que podía hacer, y deshacer, casi cualquier cosa. Era “indio claro”, ese término que se usa para hacer fronteras con los tonos de piel. Los ojos de tío Jaime eran marrones y mantenía una fragancia que parecía mezclar el olor del sudor y con el de la tierra recién mojada.
Mi madre y mis demás tíos y tías resentían el hecho de que Jaime se mudara a la casa familiar, con tía Renata. “Los hombres deben poner a sus mujeres en buen puesto. Ese lo que es un vividor”, repetía mi madre siempre que veía a Jaime durmiendo la siesta en la cama que había sido de sus padres.
No perdía oportunidad de averiguar las aventuras de tío Jaime, ciertas o no, que recorrían las calles del barrio, en la boca de cada “me dijeron que le dijeron”. Cada chisme sobre tío Jaime llegaba a la cocina de tía Renata como telegrama de extrema urgencia en la voz de mi madre, cuando cada tarde iba a tomar el café.
Así, mientras tía Renata iba de aquí para allá en la cocina, tratando de alistar todo para el desayuno, el almuerzo y la cena de cualquier familiar que cruzara su puerta, lo que pasaba todos los días a todas las horas, mi madre detallaba cada cuento que involucraba a tío Jaime.
Tía Renata nunca respondía. Seguía en lo suyo, matando a las moscas que se cruzaban a su paso (práctica que en los veranos alcanzaba niveles de “genocidio”). Pero mi madre sabía que la ponzoña contra Jaime se instalaba en su pecho y con eso se daba por satisfecha. “Un día lo dejará”, decía.
El trabajo de mensajera del mal de mi madre, o del bien de acuerdo al lado que tomaras en este vaivén entre tío Jaime y tía Renata, siempre rendía sus frutos. Los pleitos eran cada vez peores y más intensa la agitación de la toalla de tía Renata. Se gritaban, se empujaban, se decían “del mal que se iban a morir”, con tal desorden que los vecinos llegaron a tocar la puerta delantera de la casa, o cruzar al patio, para evitar una desgracia.
Pero el mismo nivel de intensidad de la pelea solía tener la reconciliación. En esos días, tía Renata no abría la puerta de la cocina.
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La tarde que pasó lo que pasó, el viento soplaba fuerte y el cielo estaba encapotado. La chica del noticiario del mediodía dijo que era por una vaguada.
Luego de fregar todo en la cocina, me tocó hacer el café. Mientras el líquido negro y oloroso pasaba a través de un embudo de tela, alguien entró al patio y llamó a gritos a mi madre. “¡Sofía, corre! ¡Pasó una desgracia con Renata!”.
“¡Ay, la mató!”. La alcancé a ver corriendo por el callejón a través de una de las ventanas. Corrí tras ella. La cocina de tía Renata, en la casa de la fallecida abuela María, quedaba a dos cuadras.
Tras cruzar la cortina de hilos ensartados con cuentas geometricas plásticas de color rojo (tlin, tlin, tlin), casi ahogada, vi a mi madre con las manos sobre su boca mirando a tío Jaime, su cuerpo robusto en el piso de cemento color amarillo con manchas rojas, entre la estufa y las ollas, los calderos y los jarros colgados de la pared.
Tía Renata estaba sentada en el banco, con la espalda recostada en el dintel de la puerta. Limpiaba un cuchillo con la toalla que siempre llevaba en el hombro izquierdo.
Una mosca paseaba alrededor de una taza de café.

