Lo que no dejamos ir
Tenía años haciendo repasos con ella. Le preguntaba por su fecha de nacimiento, cuántos años tenía, el nombre de sus hijos e hijas, cómo conoció a mi abuelo, en qué año nació mi madre, cómo era mi bisabuelo, cuándo empezó a vender frituras. Solía responderme con moderada exactitud. Con el tiempo, empezó a titubear más, a no responder, a evadir mis preguntas. Un día de visita me saluda y me reclama por mi ausencia de semanas. Noto que me mira distinto.
- ¿Sabe quién soy?
- ¡Oh, claro! Mi nieta.
-Mi mamá, ¿cuál nieta?
Silencio. Fija la mirada. Sonríe.
- ¿María?
-No, no soy María.
- Pero eres mi nieta.
- Sí, soy una de sus nietas.
-Eres María.
Le sonrío.
***
En algún lugar de mi closet hay un peluche color mostaza, que ha perdido relleno, con sus ojos plásticos casi borrados, sin nariz.
Se que tiene una tela de varios colores en el pecho, que es la misma tela que rodea el final de sus patitas de peluche.
Trato de hacer cálculos. Ese peluche es parte de mis posesiones posiblemente desde 1991. Se llama Bubu. Creo que la sugerencia del nombre me la dio mi madre en una llamada telefónica, luego de preguntar si me habían entregado lo que mandó con mi tía. No recuerdo la razón del nombre, pero le puse ese, Bubu.
Dormí con él todas las noches que le quedaban a mi infancia. Bubu incluso aparece en una foto de mis quince años. En algún momento, Bubu dejó de estar tan visible. Sin embargo, nunca me desprendí de él. Estuvo en todos los closets en donde viví. Cuando supe que estaba embarazada lo saqué, lo lavé y lo puse al sol. Cuando mi hijo llegó a casa, lo coloqué en su cuna. Cuando mi hijo creció, lo volví a guardar.
Es el único objeto que sobrevivió a mi infancia, que sigue conmigo, invisible, pero presente en algún lugar de mi closet.
***
-No has cambiado. Sigues siendo la misma.
La frase me cruzó en forma de temblor en el pecho y me regaló la sensación de una molestia similar a la de un bombillo encendido sin previo aviso cuando estas dormitando en una habitación oscura.
Él siguió hablando. No se dio cuenta de mi repentina y breve mudez, ni del reproche que se instaló en mis ojos. Tomé nuevamente el hilo de la conversación, mientras modulaba el aliento rabioso que quería salir en cada palabra que pronunciaba.
Nos despedimos, cada quien por su lado. Murmure el enojo todo el camino de regreso. Los pendientes del día me hicieron olvidar por momentos el peso azaroso de esa frase. Sin embargo, por instantes, esas palabras volvían a anudarse entre mi pecho y mi garganta.
“¿Cómo se atreve?”. Me dije mientras apartaba la mirada de unas notas. “Diecisiete años después, ¿cómo se atreve?”. Me dije con voz alta en la soledad de una habitación.
Así lo supe. Para él seguía siendo esa que fui hace diecisiete años atrás, esa que ya no era. Cuando me miraba, la buscaba a ella. Y no solo era eso, sino que no tenía el mínimo interés en la yo del presente.
Respire. Con la mirada fija en la pared que me quedaba al frente, pensé en esa otra yo que ya no era. Entonces, la frase se volvió viento.
***
Todo lo que escribes o subes a una red social queda en su historial, una línea digital de lo que expresas y que vas olvidando. De todas las redes, Facebook es una que se encarga de que ese olvido esté presente, y todos los días te recuerda lo que posteaste en esa fecha hace un año, dos años, tres años, diez años.
Tras un click, puedes navegar por esa memoria digital. Encontrarte con una foto con rostros casi ajenos, con una frase que escribiste y que no recuerdas el porqué lo hiciste, con un verso que copiaste de un libro, con opiniones sobre algo de la actualidad de ese pasado. Facebook te da la opción de borrarlos (hasta donde alcance el concepto de borrar en ese mundo digital de compra y venta de datos), así el próximo año cuando des click, no volverás a ver ese recuerdo que probablemente no encaja con tu yo del presente.
En mi caso, muchas de esas notas de recuerdos tienen que ver con casos que he cubierto como periodista, de opiniones sobre hechos diversos. De este modo, cada año vuelvo sobre algunas actualidades pasadas. Vuelvo, por ejemplo, a la entrevista con Cielo, la adolescente que perdió sus brazos luego de una agresión a machetazos y deseo que de alguna manera esté bien. También vuelvo a ver el rostro lloroso de Adalgisa, la madre de Emely, y espero que su dolor sea menos pesado. Leo sobre las mujeres asesinadas encontradas buscando al cadáver de Emely, sus nombres, Heidi, Rosalinda y Dioscary. Leo un largo texto en el que puntualizaba datos sobre el caso de Fernelis, un joven de 16 años asesinado por un sacerdote…
Hay más recuerdos, más nombres. Me pregunto por el duelo, pero también por el olvido. ¿Siempre es posible superar el duelo? ¿Siempre es posible superar el olvido de lo que se olvida?
***
Hace dos años, cuando aún decía mi nombre, la encontré frente a su pequeño armario con todas sus sábanas, paños, toallas, cubrecamas y manteles regados en su habitación. Me dijo que me esperaba para que la ayudara a ordenar. Me pasé toda la tarde allí, con ella, ordenando a su manera y recibiendo de herencia uno que otro ajuar conservado por décadas.
Muy en el fondo del mueble halle una cartera negra y encontré dentro desde una factura de la energía eléctrica de hace cuarenta años, hasta una copia de su acta de nacimiento. También había una libreta de color azul. No la revise en ese momento, pero la aparté.
Ya con todo ordenado a su manera, pude convencerla de salir a la galería. La dejé tranquila allí y regresé a la habitación. Revisé la libreta. Ahí estaban sus letras, las recordaba de sus listas de lotería, cuando vendía números de la Caraquitas y la Nacional bajo una mata de aguacate en el patio. Su primera anotación hacía constar que se la había regalado su nieta María, que se llama como ella, Dulce María (otra de mis primas también tiene el mismo nombre, pero no le dicen María).
En la página siguiente anotó: “Yo nací el día 3 de enero del 1932 y tengo 87 años”. Saco cuentas. La nota es de 2019. Más abajo está escrito su nombre y le siguen los nombres y las fechas de nacimiento de sus hijas e hijos. En la página siguiente hay cuatro columnas con una siglas y unos números que para mí no tienen sentido, y ya tampoco para ella. Dos páginas después, están el nombre y número de teléfono de una de mis tías, una de sus hijas. Junto a este, el nombre de una de sus nueras y luego está mi nombre, o mejor dicho, mi apodo, el apodo que ella me puso desde bebé, por el que me ha nombrado toda la vida, menos cuando tomaba llamadas que ella consideraba de importancia en la época en que vivía en su casa o cuando “me llegaban visitas”.
No hay nada más escrito.
La libreta está en casa. Tiene dos años sobre mi mesa de noche.

