Los Europeos, de Orlando Figes
Orlando Figes (Londres, 1959) es historiador y este libro, Los europeos, traducido por María Serrano, se refiere a los cambios en la sociedad del siglo XIX como efecto de las novedades tecnológicas, especialmente los ferrocarriles. El subtítulo indica con precisión de qué se trata: Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita. En este orden se podría decir que Los europeos contiene las vidas de la parte adulta del escritor ruso Iván Turguénev (1818-1883), la cantante y compositora Pauline Viardot (1821-1910) y de su marido, el historiador de arte y traductor de El Quijote, Louis Viardot (1800-1883). “Sus biografías se entretejen en este relato, que los sigue por toda Europa (entre los tres vivieron, en distintos momentos, en Francia, España, Rusia, Alemania y Reino Unido, y viajaron ampliamente por el resto del continente), se detiene en las personas que conocieron (casi todas las que tuvieron alguna importancia real en la escena cultural europea de entonces) e indaga en aquellos temas que los afectaron como artistas y promotores de las artes”.
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“La noción de Europa como espacio cultural (...) surgió por primera vez durante las primeras décadas del siglo XIX. Saint Simon concebía a Europa como la portadora de una ‘misión civilizadora’ (...). Goethe creía que el crecimiento del tráfico cultural y del intercambio entre naciones formaría un tipo híbrido de cultura europea”. Para éstos, se trataba sólo de un sueño que vendría a concretarse más tarde con el acortamiento de distancias que significaron los ferrocarriles, los que permitieron “a las personas de todo el continente verse a sí mismas como ‘europeas’ (...). Esta sensación de ser parte de ‘Europa’ estaba relacionada con la posibilidad de viajar en tren a cualquier rincón de ella (...). El ferrocarril debilitó las fronteras nacionales desde el principio”.
“Antes del desarrollo del ferrocarril, no era extraño que los ciudadanos pasaran toda su vida en la ciudad en que habían nacido (...). El medio más rápido para viajar largas distancias era en carruaje o en diligencia, que incluso en carreteras de macadán no podía superar los diez o doce kilómetros por hora, y había que sumar el tiempo necesario para cambiar de caballos”. Por lo tanto, “la velocidad a la que permitía viajar el ferrocarril se percibió como una revolución. Los primeros trenes iban a entre treinta y cincuenta kilómetros por hora, y algunos alcanzaban velocidades de hasta ochenta kilómetros por hora, lo que causaba tanto la admiración como el temor de muchos pasajeros”. Louis Viardot definió los trenes como “enormes caballos de la civilización que engullen carbón y escupen llamas”.
En 1846 se completó la línea de París a Amberes. Bélgica estaba conectada de este a oeste y norte a sur. Ya en 1848 Francia estaba unida por tren con Suiza, los austriacos tenía tren entre Viena y Praga y estaban conectando la capital con su puerto, Trieste, y los rusos tenían ferrocarril de Varsovia a Austria. “En 1848, Chopin tardó sólo doce horas en ir de Londres a Edimburgo en tren, un trayecto de seiscientos cincuenta kilómetros que solo diez años antes le habría llevado dos días y una noche en el carruaje más veloz”.
Entre las décadas de 1850 y 1860, en Alemania, “la extensión de líneas terminadas creció de 5.856 kilómetros en 1850 a 17.612 kilómetros en 1869” y en Francia, de 2.915 a 16.465 kilómetros. “Las vías férreas se extendieron al sur hasta Madrid y Roma, al norte hasta Copenhague y Estocolmo, al este hasta Moscú y San Petersburgo, y al oeste hasta Cornwall y Galway”.
“El ferrocarril alentó a la gente a viajar más a menudo y a mayores distancias que antes (...). La industria turística fue una creación de la era del ferrocarril”. En las cercanías de las terminales ferroviarias brotaron los hoteles, los restaurantes, las tiendas y los cafés. El impacto de todo ello en el negocio del entretenimiento fue extraordinario. Anteriormente, en la era de los viajes a caballo, los teatros dependían de la población de una única ciudad y de su entorno inmediato (...). Con el advenimiento del ferrocarril, se desarrolló un nuevo tipo de mercado teatral. El público llegaba a las ciudades procedente de un radio más amplio, desde provincias distantes y tierras extranjeras, y esto hizo que aumentara la demanda de entradas para una sola función”.
El cambio fue brutal. El escritor inglés William Thackeray escribió: “Quienes hemos vivido antes del ferrocarril y sobrevivimos al mundo antiguo nos encontramos como Noé y su familia cuando salieron del arca”. Y el poeta alemán Heinrich Heine dijo en 1843: “Los ferrocarriles destruyen el espacio, y nos dejan únicamente el tiempo (…). Siento como si las montañas y los bosques de todos los países fueran avanzando hacia París. En este momento puedo, incluso, oler los tilos alemanes; las rompientes del mar del Norte ruedan contra mi puerta”.
“Con el telégrafo, cuyo tendido iba paralelo al de los ferrocarriles, las noticias podían llegar en cuestión de minutos a las principales ciudades. Los diarios nacionales fueron producto del ferrocarril; podían enviar las ediciones vespertinas desde la capital para que estuvieran en la mayoría de las ciudades de provincia a la mañana siguiente (...). En su extensión por todo el continente, el ferrocarril impulsó también la circulación internacional de la música, la literatura y el arte europeos”.
El cosmopolitismo no era ya sólo una idea. Podía vivirse: “Turguénev era el vivo ejemplo de este cosmopolitismo. Viajaba constantemente. Su capacidad de sentirse como en casa en Berlín, Baden-Baden, Londres o San Petersburgo (y vivió en todos ellos) componía la esencia de su carácter europeo (...). Proclamó: ‘soy europeo y amo a Europa; pongo mi fe en su insignia, que he portado desde mi juventud’”.
En 1878, cuando Nietzsche publicó Humano, demasiado humano el cambio provocado por el ferrocarril era visible. “Veía que las naciones europeas quedarían debilitadas y un día extinguidas por ‘el comercio y la industria’ internacional (...). Argumentaba Nietzsche, surgiría una ‘raza mezclada’, la de los hombres europeos. (...). Escribió: ‘está realizándose un ingente proceso fisiológico, que fluye cada vez más; el proceso de un asemejamiento de los europeos, su creciente desvinculación de las condiciones que genera su raza ligadas a un clima y a un estamento, su progresiva independencia de todo milieu determinado’”.
“El ferrocarril apuntaló el optimismo del siglo XIX, la creencia en el progreso moral a través de la ciencia y la tecnología. Junto con la fotografía y las tecnologías mecánicas, el ferrocarril contribuyó a generar una concepción moderna de la realidad, un nuevo sentido del ‘aquí y ahora’, de un mundo hecho de movimiento, de cambio constante, en el que todo era momento. ‘La modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente’, dijo Baudelaire (...). Como escribió Theodor Fontane en 1843, ‘el romanticismo ha llegado a su fin en esta tierra, es el amanecer de la era del ferrocarril’”.
“Para mediados del siglo XIX, se había consolidado un nítido mapa cultural que situaba el núcleo de Europa en el noroeste del continente, en Francia, los Países Bajos y las tierras alemanas, mientras que en su periferia, desde España hasta el Mar Negro, habitaba un Oriente interno”. Por entonces, también se discutían los límites de Europa. “La idea de Europa siempre había estado definida por este contraste cultural con el mundo oriental. Para la imaginación europea, Oriente era algo primitivo, irracional, indolente, corrupto, despótico, esta es la construcción intelectual que sustenta la dominación del mundo colonial (...). Lord Byron y su amigo John Hobhouse se preguntaban si los albaneses y los turcos, o incluso los rusos y los griegos, podían considerarse europeos”. En Rusia “eslavófilos y occidentalistas debatían si Rusia debía formar parte de Europa o seguir sus propias tradiciones nativas”.
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“El ferrocarril era el símbolo paradigmático del progreso industrial y la modernidad. Definía la ‘era moderna’ y consignaba el transporte tirado por caballos al ‘viejo mundo’. Los ferrocarriles revolucionaron el sentido europeo del espacio y el tiempo”.
Con la posibilidad de viajar a grandes distancias, “la ‘cultura’ era el mayor atractivo. Mediante la contemplación de las mejores obras de arte de Europa y de sus célebres lugares emblemáticos y monumentos históricos, los turistas buscaban cultivarse viajando por el extranjero”. Fue la época en que se abrieron museos y los viajeros visitaban las casas de los escritores ilustres (Rousseau, Voltaire, Petrarca, Schiller y Goethe). Aparecieron las guías de viaje. Los ingleses llevaban la guía Murray, que les indicaba las cosas “dignas de verse” y les trazaban recorridos. Heine se quejaba y “se lamentaba de que uno no podía moverse por Italia sin encontrar turistas ingleses ‘pululando por todas partes; no hay un limonero sin una dama inglesa que esté aspirando su perfume en las cercanías, ni una pinacoteca sin al menos sesenta ingleses, todos ellos con su guía en la mano’”.
Surgieron las agencias de viajes, Thomas Cook la más notable. Éstas compraban al por mayor los cupos de barcos, ferrocarriles y hoteles y organizaban grupos que visitaban diferentes lugares de Europa previamente escogidos como lo que era prescrito por las guías. Los tours eran muy apetecidos, no sólo por lo baratos sino porque satisfacían “el deseo de ver las cosas más importantes en poco tiempo”.
Esas excursiones recibieron también críticas demoledoras como la de Lever, un culto inglés que hacía en Italia trabajo consular para su país, que escribió: “el proyecto es un éxito; y mientras escribo, las ciudades de Italia están inundadas por una multitud de estas criaturas, porque nunca se separan, y uno las ve, de cuarenta en cuarenta, desparramándose por las calles con su director –ahora al frente, ahora a la retaguardia– rodeando al grupo como un perro pastor, y en realidad todo el proceso no puede ser más parecido al pastoreo (...) nunca he visto nada tan grosero; los hombres, en su mayoría ancianos, sombríos, con aire triste, obviamente aburridos y cansados, las mujeres, algo más jóvenes, marcadas y arrugadas del viaje (...). No es solo que Inglaterra nos inunde con todo aquello que es de baja educación, vulgar y ridículo, sino que estas personas, desde el momento en que se ponen en camino, consideran a todos los países extranjeros y a sus habitantes como algo sobre los que tienen derechos adquiridos”.
Hubo otros críticos del turismo inglés por Europa, como John Ruskin, Fontane y Turguénev, que “se mostró igual de despectivo con los turistas que vio en Italia. En contraste, por la mitad del siglo XIX se escribieron excelentes libros de viajes con autores como Stendhal, Dostoievski, Flaubert y Ruskin. Entre ese grupo se destaca la obra de Louis Vernot, que comprende cinco tomos de guías de museos europeos. Aparte de Italia, el turismo también se desarrolló en otras partes, como los cursos de los ríos, principalmente el Rin y el Ródano."
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Como anoté arriba, Figes examina la Europa novocentista a través de tres personajes de la cultura. Una de ellos fue Pauline Viardot. “El padre de Pauline fue un cantante español de amplio registro –podía ser tenor o barítono–, Manuel García, nacido en 1775, un hombre guapo, de cabello oscuro y rizado y rasgos ‘agitanados’ [que] tenía un temperamento ardiente y rebelde (...). Los niños García aprendieron a cantar desde muy temprana edad bajo la tutela de su padre (...). Se decía que les pegaba cuando se equivocaban en la repetición”. La mayor, María, que sería conocida como María Malibrán debutó a los catorce años en Londres haciendo el papel de Rosina en El barbero de Sevilla”.
Pauline nació en 1821 y cuando tenía cuatro años su familia se mudó a Nueva York: “Pauline aprendió a cantar durante el largo viaje por mar a través del Atlántico. ‘Fue en un barco donde me enseñaron a cantar, sin piano, al principio sola, luego con dos voces, después con tres (...). mi padre escribió algunos pequeños cánones, los cantábamos a diario, en el puente, por las tardes, para deleite de la tripulación’”.
El 3 de noviembre de 1843 debutó Pauline en el Teatro Bolshói de San Petersburgo. “Estaba la alta nobleza (...) y los ministros con sus familias. Entre los dos estamentos llenaban la platea, además de los palcos que ocupaban (...). En los asientos más baratos del quinto piso, el más alto, situado por encima del nivel de la lámpara de araña, estudiantes, trabajadores y melómanos entregados se apretujaban en las bancadas y estiraban el cuello para ver el escenario”.
“La apariencia de Viardot García (…) sorprendió a todo el mundo. Con su largo cuello, sus grandes ojos saltones y sus pesados párpados tenía un aspecto inusualmente exótico, algunos dirían incluso que caballuno; pero su graciosa sonrisa, el brillo inteligente de sus ojos castaños y la expresividad de sus gestos, que reflejaban su carácter vivaz, dotaban a su rostro de un atractivo interés. ‘Espléndidamente fea’, fue la descripción del ministro ruso de Asuntos exteriores”. Con algo parecido la describió Heine: “casi hermosa”.
La voz de Pauline. Figes dice que “no era suave o cristalina, hay quienes la consideraban gutural, pero estaba dotada de una potencia dramática, una intensidad emocional que la hacían perfecta tanto para una interpretación trágica como para las canciones gitanas españolas que a menudo cantaba. (Camille Saint Saëns la comparó con el sabor de las ‘naranjas amargas’). La impresión de Clara Schumann, que la vio cantar en París en agosto de 1843, fue que nunca había ‘escuchado una voz femenina como aquella’”.
Manuel García murió de un ataque cardiaco en 1832. En 1836 murió María Malibrán. Ese mismo año, con quince años, Pauline debutó en Lieja. En Bruselas cantó para el rey. En Berlín lo hizo para el rey de Prusia, que “quedó tan maravillado por la interpretación que le regaló un collar de esmeraldas”. También hizo dos conciertos privados para la reina Victoria. Musset escribió sobre ella: “se abandona a la inspiración con esa fácil sencillez que otorga a todo un aire de grandeza. Canta igual que respira (...). El poeta se enamoró de ella y la cortejó incansablemente”, y también la introdujo en los salones más ‘in’ de París.
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En Europa occidental, la ópera floreció a partir del siglo XVII. Desde su origen como actividad privada de la corte, pronto se transformó en un espectáculo público.
En París había un sitio para la ópera italiana, la Salle Favart, los Italiens, “destinado a la sociedad refinada, a los aficionados (...) que se diferenciaban del público más aristocrático, que acudía (...) a la Ópera de París. La novelista George Sand, el poeta Alfredo de Musset y el pintor Eugène Delacroix eran asiduos de los Italiens. Puesto que a las mujeres les estaba prohibido el acceso a la platea, Sand acudía vestida como un hombre (...). Entre los románticos franceses, únicamente Berlioz (...) desdeñaba el culto a la ópera italiana y ‘más de una vez he debatido conmigo mismo la posibilidad de sembrar de minas el Théâtre Italien y hacerlo saltar por los aires cualquier tarde, con toda su congregación de rossinianos adentro’”.
“Rossini escribía óperas como churros –dieciséis sólo en sus primeros cinco años como compositor–, muchas de ellas a partir de fragmentos reciclados de sus obras anteriores. A principios del siglo XIX, este reciclaje seguía siendo práctica común entre los compositores de ópera, en un momento en que la gente no solía realizar desplazamientos muy lejanos; en ciudades era fácil hacer pasar un refrito por una obra nueva”.
“En Londres [Pauline] recibió la visita de un tal Louis Viardot, un conocido periodista y hombre de letras, coleccionista y critico de arte, experto hispanista e historiador, que no hacía mucho había sido nombrado director del Théâtre Italien. Viardot era un hombre guapo y de aspecto distinguido, con patillas y un bigote perfectamente arreglados y cuarenta años recién cumplidos, que fue a pedirle que cantara en su teatro. Parecía dispuesto a satisfacer sus exigencias económicas, y declaraba tener tanta fe en su talento como en el de su hermana, a quien había conocido (...). Louis Viardot nació en 1800 en Dijon, donde su padre era procurador general del Tribunal de Apelación. Se aficionó a la ópera durante la época que pasó estudiando en la Sorbona, en la que se gastaba cada céntimo que podía en el Théâtre Italien”. El debut de Pauline en París fue apoteósico. “Dos décadas más tarde Gautier en su historia del teatro francés del siglo XIX, escribiría sobre aquel debut que ‘nadie podría olvidar esas adorables impericia e ingenuidad, dignas de los frescos de Giotto’”.
“Pauline debió ir haciéndose más dependiente de Viardot. Necesitaba un representante que la protegiera de las prima donnas rivales, celosas de aquella recién llegada tan bien pagada y a la que se le hacía tanta promoción”. Según George Sand, “Louis Viardot tenía todas las cualidades necesarias para desempeñar el papel de marido, administrador, protector, amigo y compañero espiritual de Pauline”.
“Aquel no iba a ser un matrimonio lleno de pasión. Louis era un hombre decente, amable e inteligente. Despertaba en Pauline un sentimiento profundo de amistad y de afecto, pero no unas fuertes emociones románticas. Ella dependía de su consejo y de su apoyo –sin ellos habría estado perdida– y se sentía afortunada de tenerlo como marido. Pero, tal como ella misma confesó cierta vez, era ‘incapaz de corresponder a su profundo y ardiente amor, a pesar de que pongo en ellos toda la voluntad del mundo’”.
Cuando se casaron, en 1840, Louis renunció a la dirección del teatro y “asumió el papel de representante comercial de Pauline, y se encargó de negociar sus honorarios y sus contratos, así como de la administración de todos sus ingresos y sus bienes”.
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“El impacto de los ferrocarriles resultó transformador en especial para el sector del libro”. Por la misma época se desarrollaron nuevas técnicas de impresión que aumentaban no sólo la calidad sino la escala de cantidades.
En 1836 se comenzaron a publicar en Francia las novelas por entregas, con una de Balzac. Ese mismo año “empezó a publicarse Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Dickens”. Las dos novelas más famosas de Dumas se publicaron por entregas. Los tres mosqueteros en 1844 y El conde de Montecristo entre 1844 y 1846 y “en 1847, Balzac estaba publicando novelas por entregas en tres periódicos distintos”.
“La introducción de la iluminación a gas tuvo un efecto transformador, permitió que por la noche se pudiera leer o tocar el piano, y convirtió estas formas de entretenimiento doméstico en las principales actividades de recreo de las familias respetables”.
Las nuevas tecnologías de impresión facilitaron que los editores de Inglaterra, Francia y Alemania bajaran los pecios de los libros. “Entre 1828 y 1853, en Inglaterra, el precio de los libros se redujo de media un 40% (...). El verdadero avance de la impresión mecanizada vino con la introducción de la máquina de cilindros rotatorios, en 1843”. La cantidad de libros publicados aumentó en Francia en un 81% entre 1840 y 1860. “En Gran Bretaña este crecimiento fue de dos veces y media, mientras que en las tierras alemanas se cuadruplicó”. Escritores como Balzac, Hugo, Zola y Verne eran personajes públicos.
“El crecimiento de las librerías en las ciudades de provincias despegó a partir de la expansión del ferrocarril. Entre 1850 y 1870, el número de librerías existentes en Francia se duplicó con creces, superando las cinco mil (...). Los ferrocarriles alimentaron también el auge del consumo de libros baratos de ficción. Los pasajeros de los trenes constituían un mercado enorme (...). En todas las estaciones había una biblioteca donde se prestaban libros o un puesto de venta donde podían comprarse”.
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“El 9 de noviembre de 1843, Louis Viardot conoció a un noble, alto y guapo, con cabello largo y barba, modales corteses y, lo que era sorprendente debido a su tamaño gigantesco, una voz relativamente aguda, que ese día celebraba su vigésimo quinto cumpleaños (...). El joven noble estaba sin duda ansioso por conocer a Pauline, a quien había visto actuar (...). Unos días después, el 13 de noviembre (...) el admirador le fue presentado (...). Se llamaba Iván Turguénev (...). Desde su primer encuentro con Pauline, Turguénev se enamoró de ella. Suplicó y pidió prestado todo lo que pudo para asistir a cada una de sus presentaciones. La aplaudía con tanta ostentación que molestaba a los miembros del público que le rodeaban. Visitaba todos los días a los Viardot, y enredaba a Louis en conversaciones sobre literatura (...), aunque su verdadero objetivo era ver a Pauline, a quien se ofrecía como profesor de ruso. Pauline no se tomó muy en serio la admiración de Turguénev. Y ciertamente no hay ningún signo de que en aquel momento correspondiera a su afecto. El joven escritor ni siquiera era invitado a las recepciones en casa de los Viardot”.
“En este momento, para él la escritura no era más que un entretenimiento. No tenía necesidad de ganar dinero con ella. Vivía con una asignación de su madre, Varvara Petrovna Lutovinova, que desaprobaba la literatura como elección de carrera para un noble. La madre de Turguénev era una rica terrateniente que tenía cinco mil siervos repartidos por varias propiedades (...), de estilo antiguo, estricta y ordenada, meticulosa en el manejo de sus propiedades, no exenta de caridad, pero en general tiránica y cruel con sus siervos. Una vez envió a dos siervos domésticos al exilio penal en Siberia por la única razón de que no se quitaron la gorra ni se inclinaron ante ella de la manera adecuada (...). No tengo recuerdos felices de mi infancia –contaba Turguénev–. Mi madre me atemorizaba tanto como el fuego. Me castigaba sin motivo, me trataba como a un recluta. Pocos días había en los que no viera la vara; si osaba hacer una pregunta, me castigaba”.
Cuando Turguénev tenía 19 años, en 1838, se fue a estudiar a Berlín. Allá conoció a Alexander Humboldt y Bettina von Arnim. Hablaba muy bien el alemán. No tenía conciencia del dinero, especialmente en un momento en que la propiedad familiar había padecido un gran incendio.
Turguénev regresó a Rusia en 1841. Su madre le negó todo apoyo económico. Él trató de obtener un título universitario, pero nunca terminó estudios. Pasó trabajos. Alguien que lo conoció en esa época se refiere a que Turguénev iba por el mundo con sus casi dos metros con “elegante traje, chaleco blanco, sombrero de copa, impertinentes y bastón, Turguénev lucía despampanante en el teatro Bolshói. Pero no tenía dinero para comprarse una entrada y debía aprovechar un asiento en el palco de sus amigos”. Encima de todo, su madre, Varvara Petrovna, “se oponía a que Turguénev se convirtiera en escritor, ocupación que equiparaba con ser un ‘chupatintas’ y preguntaba ‘y, en cualquier caso, ¿quién lee libros rusos?’”.
Los Viardot se instalaron en Courtavenel. Allí les escribe Turguénev con frecuencia. Más tarde, los Viardot están de gira por Alemania. Principios de 1847: “Turguénev era demasiado impaciente y estaba demasiado obsesionado con Pauline (...). En enero de 1847 dejó Rusia para reunirse con ella en Berlín (...). Durante los tres meses siguientes asistió religiosamente a todas las actuaciones” de Pauline. Y siguió detrás de ella en Dresde. Y, enseguida, en Londres.
Turguénev recibió en 1847 los seis mil rublos que le daba su madre, pero después ella no le ayudó más, “lo que dejó a Turguénev sin más ingresos que los que pudiera ganar con sus escritos o mediante préstamos de sus editores y amigos (...). Como siempre, trató de ocultar su pobreza, asistía a los salones vestido con elegancia, pero pedía dinero prestado para pagar el coche de vuelta a casa. Entre los amigos, era sabido que abandonaba los restaurantes antes de que llegara el momento de pagar la cuenta”. Según el crítico literario Annenkov, que a partir de noviembre de 1847 lo vio a menudo en París, Turguénev “era un maestro del ocultamiento, nadie se daba cuenta de lo pobre que era. Nos cautivaba la arrogancia de su discurso, tan fastuoso a la hora de contar anécdotas, y su extravagancia en lo tocante a las aventuras y los placeres caros, por los que, hábilmente, nunca pagaba”.
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Desde el decenio de 1830, la ópera, especialmente la ópera parisina, se transformó en un gran espectáculo. El negocio de los promotores era “convertir el teatro en un Versalles de la burguesía, que se congregaría allí en bandadas para ocupar el lugar de la corte y de los nobles proscritos (...). Había un creciente contingente de banqueros y empresarios que, acompañados de sus familias, ocupaban los asientos más caros”.
Como un negocio adicional, en principio derivado, después con un enorme volumen, estaba la edición de partituras. Stendhal decía que el gran éxito de El barbero de Sevilla estaba en “la abundancia de melodías de vals y quadrilles que ha suministrado a nuestras orquestas de baile (...). Detrás de esta nueva industria se encontraba el tremendo aumento de propietarios de piano que se produjo durante las primeras décadas del siglo XIX”.
“En el Reino Unido, en la década de 1840, tener un piano en casa era algo habitual. El país contaba con 200 empresas fabricantes de pianos, que producían anualmente un total de veintitrés mil unidades (...). Se calcula que en 1845, en París, que tenía una población de aproximadamente un millón de personas, había unos sesenta mil pianos y cien mil personas que sabían tocar (...). Heine se lamentaba de que ‘se ahoga uno en música, no hay prácticamente una casa en París en la que esté uno a resguardo, como en el arca antes del diluvio’”. Yendo más hacia el este, en Varsovia, para 1845 se calculaba que había cinco mil pianos, uno por cada treinta habitantes.
“En toda Europa el piano se entendía como un indicador de refinamiento. Tocarlo era una de las ‘aptitudes’ que hacían de una joven un buen partido (...). No hay forma fiable de medir el impacto que tuvo el piano en la vida de las mujeres, pero está claro que supuso un importante cambio cultural y social. Hasta entonces habían sido los miembros silenciosos de la familia, dócilmente dedicadas a la costura en el salón, mientras que ahora adquirían un papel central en la creación de música dentro del hogar (...) Como descubrieron tanto los editores como los compositores, la rápida publicación de los múltiples arreglos de una nueva ópera era la forma más eficaz de promocionarla (...) lo que llevaba al público a la ópera era su familiaridad con las melodías de una obra”.
“El desarrollo de las editoriales musicales abrió una nueva fuente de ingresos para los compositores, les permitió convertirse en dueños de su música (...). En todo caso, salvo en los compositores más comerciales, tuvieron que transcurrir muchas décadas hasta que esas ganancias se acercaron a los ingresos que obtenían por la interpretación o la enseñanza”.
“Beethoven tuvo muchas dificultades para asegurarse la independencia económica con su música. Como compositor independiente se ganaba modestamente la vida por varios medios; enseñando, dando conciertos, componiendo y a partir de encargos, solicitando donaciones a hombres y mujeres adinerados mediante la dedicación de sus obras. Para contrarrestar el problema de la piratería internacional, vendía la misma obra a varias editoriales de países distintos e intentaba coordinar su publicación simultánea, operación que resultaba difícil antes de la aparición del ferrocarril y del telégrafo”.
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“Durante las décadas de 1830 y 1840, los festivales de música desempeñaron un importante papel en el desarrollo de la cultura musical seria. Brotaron con la llegada del ferrocarril, lo que permitió que un gran número de músicos aficionados, coros y clubes de canto pudieran desplazarse para actuar en ellos. En la Alemania de la década de 1840, el movimiento de coros masculinos superaba los cien mil cantantes aficionados”.
“Fue en las décadas centrales del siglo XIX cuando se desarrolló el concepto de ‘música clásica’ como una categoría distinta a la música ‘comercial’ o ‘popular’. El término ‘clásico’ se había aplicado a la ‘música antigua’ desde el siglo XVIII; en las primeras décadas del siglo XIX se empleaba a veces para describir una cualidad general de excelencia. Sin embargo, a partir de la década de 1830 empezó a asociarse con un corpus más específico de obras canónicas de compositores muertos –en particular Beethoven, Mozart y Hyden–, que dominaban el canon de música seria en las décadas de 1830 y 1840. Aunque el término se aplicaba a toda la música, estaba más estrechamente vinculado con las obras de cámara, debido a su carácter más exigente e intelectual”. Fue la época en la que surgieron los cuartetos de cuerdas profesionales y permanentes.
“En 1842, durante su primera gira por Rusia, Liszt dio un recital para el zar. Este llegó tarde y, después, se puso a hablar mientras el gran pianista tocaba. Liszt dejó de tocar. Cuando el zar preguntó la razón, Liszt respondió: ‘la propia música debe guardar silencio cuando habla Nicolás’. Quizá el sarcasmo hiciera a Liszt perder una medalla de parte del zar, pero rompió una lana por la dignidad del artista”.
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El gran triunfo de Pauline en la Ópera de París fue El profeta, ópera de Meyerbeer, que se estrenó el 16 de abril de 1849. “El palco real lo ocupó el recién elegido presidente, Luis Napoleón. Asistió una gran delegación de la Asamblea Nacional. Turguénev se encontraba en la platea. También Berlioz. Chopin, de vuelta de Londres y enfermo de tuberculosis, se arrastró desde su lecho de convaleciente hacia la Ópera. Heine no consiguió entrada; tampoco Delacroix”.
“Pauline realizó una gira con la ópera que comenzó en Londres el 24 de julio de 1849 –Thackeray y Dickens estuvieron presentes la noche del estreno–, y terminó en Viena y Berlín”.
En enero de 1850, Pauline conoció al compositor Charles Gounod y quedó prendada. “A Turguénev lo consumía la envidia. Intentaba ocultarlo compartiendo con Pauline el entusiasmo por el prometedor compositor, y encontró consuelo en las salidas de caza con el apacible Louis, quien hacía mucho tiempo había aprendido a reprimir los celos ante los admiradores de su mujer. Pero si el marido no estaba celoso, Turguénev sí. Sufría de forma terrible. Según Herzen empezó a beber abusivamente y frecuentaba burdeles”.
“Turguénev estaba tan desesperado que decidió volver a Rusia. Le escribió a Pauline contándoselo. Estaba también el problema del dinero. Su madre le había cortado su ayuda desde hacía dos años y él no ganaba escribiendo lo necesario para sobrevivir. Partió en junio de 1850. Encontró en Rusia una hija suya de ocho años. La madre era Avdotia, una empleada de su propia madre”. “Durante el siguiente cuarto de siglo, hasta su muerte, pagó una pensión mensual a Avdotia. Turguénev manifestó cierto sentido del deber hacia su inesperada hija, pero no sintió verdadero amor ni afecto”.
En noviembre murió su madre. Turguénev heredó, pero “dedicado por entero a la literatura, la administración del patrimonio no le interesaba, y la puso en manos de una serie de gerentes desastrosos (...). Con su ingenua confianza en la gente y su despreocupación por el dinero, Turguénev no llegó a ser consciente del alcance de sus pérdidas hasta muchos años después”.
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“Relatos de un cazador, la obra con la que Turguénev se haría un nombre, se publicó en 1852 (...). Desde el principio tuvo problemas con los censores”. Ninguno de los relatos “contenía una sola frase que pudiera leerse como un ataque abierto contra el sistema zarista o el de servidumbre, pero, tomado en conjunto todo el libro desprendía una sutil condena a ambos”.
Cuando el libro aún no había salido de la imprenta, “el 28 de abril, Turguénev fue arrestado (...). Turguénev pensó que su arresto detendría la publicación de los Relatos (...), pero apareció en agosto y se agotó rápidamente tanto en Moscú como en San Petersburgo, en gran medida porque el arresto de su autor lo había convertido en una celebridad (...). El censor jefe revisó el libro publicado, decidió que el libro era dañino (...). Por orden del zar, el libro fue prohibido y Lvov [el censor que había autorizado la publicación] fue despedido de su puesto”.
En todo caso, el libro de Turguénev tuvo una gran influencia en Rusia. “Estaba extendida la creencia de que el zar Alejandro II, que llegaría al trono en 1855, no sólo había leído el libro, sino que lo había influido en la decisión que tomó en 1861 de abolir la servidumbre”.
“Relatos de un cazador fue el primer éxito en términos económicos de Turguénev (...). Turguénev fue uno más del número creciente de escritores profesionales que, en Europa, vivían de las ganancias literarias (...). La mayoría de los escritores tenían que complementar sus ingresos con otros oficios”. Durante el siglo XVIII esto era muy excepcional; está el caso de Goethe. En el siglo XIX “el primer escritor europeo que consiguió hacer fortuna con su pluma” fue Walter Scott. Balzac, que era manirroto, consiguió, con dificultad, vivir de sus escritos. Hablaba de sí mismo como “un obrero pobre de las letras”. Al respecto de los ingresos de los escritores, en la época existía el problema de que no había leyes que protegieran los derechos de autor. Por regla general, no recibían nada por las publicaciones de sus obras en otras lenguas. Los escritores de éxito recibían dinero del editor en su propia lengua. Unas veces, un pago único; otras, un porcentaje sobre ventas.
En 1854 Hachette tradujo al francés Relatos de un cazador: “la traducción era una mera caricatura del original”. Turguénev le escribe a un amigo: “Se han inventado páginas enteras, añadiendo algunas cosas y descartando otras hasta un punto increíble. Cuando, por ejemplo, escribo ‘yo hui’, traducen estas dos palabras de la siguiente manera: ‘salí a la carrera descontrolado, asustado y desaliñado, como si tuviera bajo mis talones una legión entera de serpientes comandada por hechiceros’”.
“Es notable cómo los escritores de toda Europa estaban convergiendo hacia un ideal similar (...). La década de 1850 fue la del surgimiento de escritores realistas por todo el continente; Turguénev en Rusia, Auerbach y Fontane en Alemania, Flaubert en Francia o Eliot y Gaskell en Reino Unido”.
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El decenio de 1850 fue el del auge de la fotografía. Las nuevas técnicas facilitaron la reproducción y vino la rebaja en los precios por esa causa y por la competencia entre estudios fotográficos. De éstos en París había treinta y nueve en 1851 y doscientos en 1859. Algo parecido sucedió en Londres y “no había ninguna ciudad europea en la que no fuera posible hacerse un retrato barato”.
También la pintura derivó hacia el realismo. En Francia, la escuela de Barbizon se dedicaba a pintar la naturaleza. Antes de ellos, los pintores salían al campo a hacer bocetos. Ahora, pintaban el cuadro a la primera: un adelanto técnico les ayudó, los tubos de estaño que “preservaban la pintura y evitaban que se secara”. Había todo un mercado para el arte. Y mucha competencia entre los artistas y galeristas. Courbert estaba dispuesto, incluso, a hacer escándalos y a las extravagancias con tal de vender; esto le escribió a un amigo: “incluso en nuestra sociedad civilizada debo llevar la vida de un salvaje (...). Seré tan extravagante que les daré a todos el poder de decirme las verdades más crueles (...). No pienses que se trata de un capricho. Es un deber serio no solo de dar ejemplo de libertad y carácter en el arte, sino también de publicitar el arte que emprendo”.
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“En noviembre de 1853, Turguénev fue liberado del arresto domiciliario y se le permitió regresar a San Petersburgo bajo vigilancia policial, a condición de que hiciera ‘admisión íntegra’ de su culpabilidad. El zar accedió a dicha liberación por motivos de mala salud, los primeros síntomas de gota aguda que Turguénev padecería el resto de su vida”.
En 1854 fue la guerra de Crimea. Tropas francesas y británicas desembarcaron en suelo ruso. “Tolstói y Turguénev se encontraron por primera vez aquel otoño [1854] en San Petersburgo (...). Turguénev era el mayor, por diez años”. Y en los siguientes años se vieron mucho. Incluso, hubo un breve romance entre Turguénev y una hermana de Tolstói, “una de las mujeres más atractivas que he conocido (...). Encantadora, inteligente, directa; no podía quitarle los ojos de encima. En mi vejez (cumplí treinta y seis años hace cuatro días), he estado a punto de enamorarme”. Cuando terminó la guerra de Crimea, Turguénev le escribió a Pauline que quería irse a Europa si conseguía que las autoridades rusas le dieran pasaporte. Así fue.
Hacia 1863 Turguénev conoció a Flaubert en la casa de los Goncourt. Flaubert “se convertiría en un amigo íntimo y duradero”. En una ocasión le escribió a Turguénev: “lo he considerado a usted un maestro durante mucho tiempo pero cuanto más lo estudio, más me deja boquiabierto su maestría. Admiro esa cualidad enérgica y al mismo tiempo contenida de su escritura”. Y más tarde le escribe: “usted es, creo, el único hombre con el que puedo tener una conversación. Ya no veo a nadie que esté interesado en el arte o en la poesía”. Este sentimiento era recíproco, como lee en una carta que le dirigió Turguénev: “me parece que pudiera estar hablando con usted durante semanas, somos un par de topos que escarban en la misma dirección”.
Turguénev “empleó su influencia para conseguir que se publicara a otros escritores rusos al alemán, como Gógol, Dostoievski o Tolstói (...) [y] Turguénev y Pauline también fueron fundamentales para que la música rusa fuera más conocida en Europa”. “Dostoievski y Turguénev tuvieron una larga relación de altibajos que se remontaba a la década de 1840”. En una carta, Turguénev se refiere a Dostoievski como “una persona que como consecuencia de uso de ataques mórbidos y otras causas, no está en control total de sus capacidades racionales”.
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Pauline era ambivalente con Louis, no lo amaba como amor de esposa, pero le tenía afecto hondo y agradecimiento infinito por lo que le ayudaba: “Oh, mi buen Louis, cómo extraño tu buen apretón de manos dándome ánimos en el momento de subir al escenario. Qué agradable es escuchar una voz amable que dice coraje, y ver unos ojos amables que también dicen todo tipo de cosas buenas, y luego, cuando vuelves a casa, recibir un beso de satisfacción de un amigo”.
1859 es el momento cumbre en la carrera de cantante de Pauline. Ese año, el 18 de noviembre, se estrenó Orfeo en París. George Sand dijo: “es la expresión artística más pura y perfecta que hemos visto en medio siglo”. Y Flaubert: “una de las mejores cosas que conozco”. En tres años, Pauline interpreto Orfeo en ciento cincuenta ocasiones. “En la noche de estreno de la temporada de 1862 en el Theatre Lyrique, Dickens hizo un viaje especial desde Londres para verla (...). Dickens estaba sentado en la platea con varios miembros de su familia. Desde un palco cercano, en el que se encontraba acompañado de Louis Viardot, Turguénev observó al novelista inglés ‘con los brazos cruzados sobre el pecho y la cara empapada en lágrimas’ (...). Al día siguiente Dickens envió una carta a Pauline: ‘estimada señora Viardot: no puedo evitarlo. Estoy obligado a agradecerle la maravillosa actuación de anoche. Cuando monsieur Viardot se topó conmigo por accidente estaba hablando sin par del primer acto, a mi hija y mi cuñada, con las lágrimas rodando por el rostro. No me presentó ante usted en las mejores condiciones. Me marché, cuando todo terminó, aún en peores. ¡No hay nada que pueda ser más magnífico, más verdadero, más tierno, más bello, más profundo!”.
En 1863 los Viardot se fueron a vivir a Baden-Baden. Pauline había decidido retirarse de los grandes escenarios y de la ópera “para concentrarse en la enseñanza y en la composición, limitando sus apariciones escénicas a los pequeños teatros de provincia”. Como cabe suponer, Turguénev los siguió a Baden-Baden.
En la época de Baden-Baden “Turguénev y Pauline vivieron juntos con más libertad, casi como marido y mujer, en un entorno doméstico junto a Louis. Cuando se establecieron en Baden, ambos habían cumplido ya los cuarenta, Turguénev tenía cuarenta y cinco y Pauline cuarenta y dos, edad en la que ambos podían esperar tener una vida sexual activa, mientras que Louis, con sesenta y tres años, era, hasta donde sabemos, más feliz con los placeres de la mente que con los del cuerpo. Turguénev no hacía ningún esfuerzo por ocultar a sus visitantes ni sus sentimientos hacia Pauline, ni la naturaleza de su relación”.
La guerra Franco-prusiana expulsó a los Viardot de Baden-Baden. Se fueron para Londres. Turguénev también: “allí no se encontró muy cómodo. Se quejaba amargamente de los platos ingleses que cocinaba su casera. ‘En este país no son capaces de hacer nada con una patata ni con un huevo’, le escribió a Henry James (...). En Londres, los Viardot vivieron con estrecheces”. En ese momento Turguénev tenía cincuenta y dos años, Pauline cuarenta y nueve y Louis setenta. Turguénev se mantenía en casa de los Viardot y, sólo por las apariencias, tenía una casa para él. Además se habían cambiado los papeles: “los Viardot dependían de la ayuda económica de Turguénev, tal como él había dependido de ellos en años anteriores”.
“Para los Viardot, Londres no iba a ser más que un refugio temporal (...). A Pauline no le gustaban demasiado los ingleses. Decidieron irse a París adonde llegaron en octubre de 1871 a su casa, que tuvieron que reparar”. “Aunque no le gustaba París, Turguénev aceptó la decisión de los Viardot de regresar a Francia”.
“Turguénev y los Viardot ya no mantenían la apariencia de vivir separados, como lo habían hecho en Baden-Baden y en Londres. No hicieron nada por ocultar su relación, que se convirtió en objeto de rumores públicos maliciosos”. Por la posición política de Louis Viardot, la policía lo vigilaba y en un informe policial se refieren a la presencia de Turguénev: “la razón por la que permite la presencia de Turguénev en su casa se desconoce; a pesar de los rumores que dicen que su esposa y aquél son amantes; monsieur Viardot se relaciona con él en los términos más amistosos”.
“Cuando regresaron a París, Pauline tenía cincuenta años y Turguénev cincuenta y tres. Ninguno de ellos era demasiado viejo como para mantener una relación en términos sexuales, pero no parece probable que fuese así. Turguénev afirmaba que era impotente, o eso contó a sus amigos (...). En los últimos años había afirmado muchas veces que su relación con Pauline se había vuelto más sencilla porque la pasión sexual había disminuido (...). No estaba en condiciones de comportarse como el fogoso amante de Pauline. Era su devoto amigo, su admirador, su alma gemela en lo tocante a las artes, su financiero, su fan y su asesor, su chico de los recados, el ayudante de sus hijos, en resumen, en opinión de sus amigos, ‘su esclavo’. Entre ellos se encontraba Flaubert, que se preguntaba ‘cómo puede un hombre llegar a degradarse hasta tal punto’ (...). Según Henry James (...), “Turguénev estaba por completo a las órdenes de Pauline”. George Sand escribió que “él pertenece a esa clase de gente que encuentra su felicidad en ser gobernada, y puedo entenderlo, en términos generales. Siempre que uno esté en buenas manos, y él lo está”.
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“En la década del 1870, el ferrocarril había conectado todos los grandes balnearios de Europa (...). Por todas partes había música ligera (...). Strauss era omnipresente en estas ciudades balneario (...). Brahms era un gran admirador de la música de Strauss (...). En todas partes había oportunidades comerciales para la música ligera (...). [En el Reino Unido] en la década de 1860 se abrieron cuatrocientos music halls en ciudades de provincias (...). La misma Pauline Viardot escribió operetas mano a mano con Turguénev (...), pero el rey del género había nacido en Alemania en 1819 y era Offenbach, autor de más de cincuenta operetas, algunas tan exitosas como Orfeo, que se mantuvo en escena doscientas veintiocho funciones consecutivas”.
En 1867 fue la Exposición Universal de París. El gran éxito musical de la feria fue El Danubio Azul: “el editor de Strauss recibió tantos pedidos del arreglo para piano, que las planchas de cobre se desgastaron. Solo imprimían diez mil copias cada vez y tuvo que hacer cien planchas nuevas para poder imprimir un millón de copias, la mayor tirada de una partitura para piano hasta ese momento”.
También “la música rusa alcanzó una nueva popularidad en Europa. Turguénev y Pauline actuaron como intermediarios”. En 1874 Turguénev conoció a Músorgski “en una cena, le pareció simpático: ‘tiene la nariz completamente roja, es un borracho y sus modales son totalmente naturales’ y lo escuchó ‘cantar, o más bien gruñir, varios extractos de una ópera de su autoría’”. Por otro lado, Turguénev estaba muy entusiasmado con la música del joven Chaikovsky (...). La gente en París tenía curiosidad sobre lo específico del estilo nacional ruso. A Turguénev le espantaba la exotización de la cultura rusa que se estaba produciendo en occidente. Deseaba ver a los artistas rusos formando parte de la ‘civilización occidental’”.
Por otra parte, “Turguénev fue un gran comprador de arte durante la década de 1870 (...). A Flaubert le hacía gracia la ‘manía de comprar cuadros’ de Turguénev, tal como lo refirió ante George Sand en mayo de 1874: ‘nuestro amigo pasa todo el tiempo en las salas de subastas. Es un hombre de pasiones, tanto mejor para él’. Tenía muchos cuadros de la escuela de Barbizon y no tenía una sola obra de los impresionistas (...). En 1878, los problemas económicos obligaron a Turguénev a vender su colección de arte (...) ‘de ser un hombre con medios sustanciales (lo que se dice ‘rico’ no fui nunca) he pasado a ser una persona que apenas se las arregla para sobrevivir’”.
A los impresionistas no les iba bien en ventas y “achacaron estos fracasos a la incapacidad del público para reconocer su valor. El escándalo de las dos primeras exposiciones se convertiría en parte de su mitología como genios no reconocidos; durante el siglo XX esta fue una idea central de su marca”. Sólo hasta después de la tercera exposición, en 1877, comenzaron a vender, sobre todo en Estados Unidos. “El crítico más importante en abanderar la causa de los impresionistas durante la década de 1870 fue Zola (...). Fue Durand-Ruel quien permitió a los impresionistas abrirse un mercado (...). La idea básica de su estrategia de negocio, que llegó a convertirse en práctica común en el sistema de los marchantes modernos, era comprar una gran cantidad de obras de un artista y aumentar su valor haciéndole promoción”.
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Cuando Turguénev volvió de Londres, “Flaubert estaba en un momento bajo (...). Tras el fracaso de La educación sentimental había perdido la confianza (...). Tardó cinco años en terminar La tentación de san Antonio (...). Este libro también recibió críticas terribles. El autor se volvió huraño, y pasaba meses enteros en su casa de campo en Croisset con solo un sirviente, Émile, y su galgo inglés, Julio, como compañía (...). Como contó a Turguénev por carta, ‘siempre he tratado de vivir en una torre de marfil; pero un mar de mierda golpea ahora contra sus muros, es suficiente para derribarla’”.
“Zola fue otro de los escritores a los que Turguénev promocionó en Rusia (...). Había muchas cosas de la personalidad de Zola que a Turguénev no le gustaban mucho. Consideraba que era demasiado ególatra, que estaba demasiado ansioso por conseguir el éxito; pero no obstante reconocía su talento y con gusto le ayudó a hacerse famoso en Rusia (...). En el momento en que lo rescató consiguiéndole un contrato, Zola vivía en tal nivel de indigencia que llegó a verse obligado a vender su único colchón en un mercadillo (...). [Zola] fue todo un éxito de ventas en Rusia mucho antes de llegar a serlo en Francia”.
“Turguénev actuó también como embajador de la literatura de su país. (...). El más importante de sus servicios fue llamar la atención de los lectores europeos sobre la novela Guerra y paz de Tolstói (...). Turguénev se había enemistado con él en 1861 (...). Estuvieron los siguientes diecisiete años sin hablarse. Pero Turguénev reconoció lo que Tolstói había conseguido hacer en Guerra y paz, que leyó por primera vez en 1868 (...) de la cual declaraba que era la mejor novela del siglo XIX (...). Todo esto cambió en abril de 1878 cuando Turguénev recibió en París una carta de Tolstói. Este recordaba su antigua amistad y ya no albergaba sentimientos hostiles, a la vez que esperaba que Turguénev sintiera lo mismo•.
“Las propias obras de Turguénev se tradujeron a otros idiomas europeos con mayor frecuencia durante la década de 1870 (...). Este crecimiento de las ventas en el extranjero que vivió Turguénev era parte de una ampliación general del mercado europeo de la traducción (...). El principal factor de impulso de este fenómeno había sido el fuerte aumento en el número de nuevos lectores, a medida que el sistema de educación obligatoria se iba extendiendo en la mayoría de estados europeos”.
“La aceleración de las traducciones no condujo a una mayor diversidad cultural nacional, como cabría esperar, sino a todo lo contrario: una creciente uniformidad o estandarización de las formas literarias, ‘toda Europa está leyendo los mismos libros (...). Los escritores locales imitaban las obras foráneas que habían funcionado con éxito (...). No hubo escritor francés más imitado que Zola’”.
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En la Exposición Universal de 1878 en París se vendieron trece millones de entradas, quinientas mil de las cuales eran extranjeros. “Flaubert llegó a decir que las prostitutas de la ciudad quedarían exhaustas”. Entre las novedades estaban el teléfono de Graham Bell y el fonógrafo de Edison. Paralelo a la exposición, se hizo en París un congreso internacional de escritores que presidió Victor Hugo. El tema principal era propugnar por legislaciones que favorecieran los derechos de autor y de traducción. Cinco años después, el convenio sobre derechos de autor de obras literarias y artísticas de Berna aportó progresos en esa materia. Era la época de auge del derecho internacional. Se adoptaron normas trasnacionales en la Unión telegráfica internacional (1865), la Unión para el sistema métrico (1875), la Unión postal universal (1875), la Conferencia internacional del meridiano –para establecer horarios estándar– (1884) y el Convenio internacional para el transporte de mercancías por ferrocarril (1890).
Fue una época, a todo lo largo del siglo XIX, en que el porcentaje de alfabetizados creció a gran velocidad. En Italia, los alfabetizados en 1861 eran un 25% de la población y en 1900 eran el 50%. En España un 20% en 1857 y un 46% en 1913. “En Reino Unido, Francia y Alemania más de cuatro quintas partes de la población se consideraba alfabetizada en 1880 (...). Correlativamente, también crecieron mucho las bibliotecas públicas. En Inglaterra el aumento fue de ocho veces: las 52 que existían en 1857 que aumentaron a 408 en 1890. En Francia había 773 bibliotecas públicas en 1874, que aumentaron a 2.991 en 1902. En Alemania y en Italia también hubo un mayor crecimiento con respecto a lo que venía de antes”.
Turguénev fue a Rusia a principios de 1879. “El recibimiento que allí encontró entonces Turguénev fue el regreso de un héroe; se ofrecieron, en Moscú y San Petersburgo, una serie de banquetes en su honor (...). Su alejamiento del país había pasado a entenderse entonces como una forma de protesta contra la autocracia”.
Mientras estaba en Rusia, Turguénev recibió la noticia de la muerte de Flaubert. Le escribió a Zola al respecto: “no tengo ni que decirle lo afligido que estoy. Flaubert era el hombre que más amaba en el mundo. No es solo un gran talento lo que ha desaparecido, sino un espíritu excepcional y una guía para todos nosotros (...). Dostoievski murió de una hemorragia pulmonar en enero de 1881 (...). Fue lo más semejante a un funeral de estado que un escritor había recibido jamás en Rusia (...). Enormes multitudes asistieron a la procesión que atravesó San Petersburgo”. “El funeral de Victor Hugo, el 1 de junio de 1885, alcanzó una escala aún mayor (...). Maurice Barres comparó la teatral puesta en escena con los protocolos funerarios de los emperadores romanos. Nietzsche lo consideró una ‘orgía de mal gusto’ (...). Por la mañana dos millones de personas cubrían el trayecto que debía recorrer la procesión, una cifra superior al total de la población de París, y había posibilidades de que otro millón se sumara”.
Turguénev fue a Rusia en 1879 a negociar a largo plazo sus derechos de autor. En ese momento, “como escritor, Turguénev había alcanzado en Rusia el estatus de canónico. (...) La principal preocupación de Turguénev, y la verdadera razón por la que necesitaba negociar un gran anticipo era dejar a su muerte una herencia a Pauline. Tenía sesenta y cuatro años. Llevaba varios años en mal estado de salud. Sufría gota, dolores reumáticos y problemas de la vejiga, el estómago y el hígado, lo que lo había envejecido de una manera terrible durante la década de 1870 (...). Tenía constantes dolores de espalda, pecho y hombros (síntoma del cáncer de médula espinal sin detectar que acabaría con su vida), y la gota que se hizo tan dolorosa que apenas podía mantenerse en pie sin muletas. Confinado a la cama durante días, sufría alucinaciones. A veces hablaba en estado febril de semilocura, efecto, quizá, de la morfina que tomaba para aliviar el dolor. Convencido de que estaba a punto de morir, el 15 de mayo Turguénev añadió una enmienda a su testamento; dejaba todas las propiedades que tenía en Francia y todas sus ganancias literarias a los Viardot”.
Turguénev quería morir en su casa de campo. Salió en camilla de la casa de Viardot, bajando lo esperaba Louis “que estaba semi paralizado a causa de un ictus reciente, por lo que lo llevaron en silla de ruedas para que pudiera despedirse. Ambos se abrazaron. Una semana después, el 15 de abril, Louis murió a causa de un segundo derrame cerebral. Tenía ochenta y dos años”.
Turguénev murió el 3 de septiembre. “Pauline quedó devastada por la muerte de Turguénev (...). Había dejado claro que quería que lo enterrasen en Rusia (...). El regreso a Rusia arrancó de la Gare du Nord el día 3 de septiembre (...). En cada una de las estaciones por las que pasó el tren a lo largo de su trayecto a través de Europa, se congregaron multitudes en honor de Turguénev”. Las autoridades rusas tenían prohibidas las manifestaciones. El zar “insistió en que cualquier demostración de respeto por Turguénev debía ser tomada como un signo de oposición al gobierno”. Por eso mismo, “prohibió a la prensa rusa publicar los detalles de los lugares donde se detendría el tren o su hora de llegada”. Aun así, en todas las estaciones por donde pasó había gente esperándolo, gente que, incluso, esperaba toda una noche. Al fin llegó a San Petersburgo donde se haría el entierro. “Al coche fúnebre lo seguían ciento setenta y ocho delegaciones de cuerpos literarios, teatrales, artísticos, académicos, profesionales, nacionales, civiles y muchos otros (...). Detrás de ellos, una larga fila de sacerdotes y monjes que completaban la procesión, que tardó tres horas en terminar su recorrido a través de San Petersburgo hasta el cementerio de Volkovo. A pesar de la fuerte presencia policial, había una enorme multitud, en torno a cuatrocientas mil personas, que llevaron la calle a lo largo de todo el trayecto”.
Pauline vivió otros veintisiete años. “El resto de mi vida carente de felicidad –escribió Pauline a Ludwig Pietsch a la muerte de Turguénev–. Me abandonaré a la alegría amarga de los recuerdos”. Continuó dando clases hasta el final de su vida. (...). Durante los últimos años, Pauline se mantuvo cada vez más recluida en su casa, donde la atendía su antigua alumna Mathilde de Nogueiras (...). Una cosa a la que no se sintió indiferente fue la llegada de Serguéi Diáguilev” en 1907. “Pauline falleció el 18 de mayo de 1910”.
