Las especias: historia de una tentación

Tengo particular afición por las historias marginales o, mejor, transversales; historias que no cuentan lo que el foco de atención más central observa, sino que se refieren a cualquier dato menor (¿menor?) de lo que va sucediendo a lo largo del tiempo. La historia del arte, la historia de la poesía, la del vestuario –los ejemplos son infinitos–. Con ese mismo aire de condescendencia (la condescendencia es, siempre, una forma de la tontería, y una forma de desprecio con buenas maneras) me puse a leer esta historia de la pimienta y el clavo, de la nuez moscada y la canela, en fin, esta historia de las especias, cuando me di cuenta, muy al principio, de que, sobre todo en la época de las grandes conquistas, su tema central era lo que sucedía con las especias. “Puede decirse, sin exagerar demasiado, que los imperios asiáticos de Portugal, Inglaterra y los Países Bajos surgieron de la búsqueda de la canela, el clavo, la pimienta, la nuez moscada y el macis”, afirma Turner.
Pero la historia de las especias comienza mucho antes y el interés en ellas iba más allá de la utilidad culinaria. Hoy sabemos –y mucho se tardó en despejar la duda– que las especias son nativas del extremo Oriente. Por ejemplo, “el clavo se ofrecía en cinco minúsculas islas volcánicas al este de lo que es hoy el archipiélago indonesio (…): Ternate, Tidore, Mori, Makian y Bacan”. Se cuenta que “en la época de la navegación a vela, los marineros aseguraban que podían oler las islas desde alta mar”.
Además de su utilidad más visible, en la cocina, las especias tenían un rol en los cultos religiosos, en la medicina (“alejar la enfermedad o proteger de la peste”) y también como afrodisiaco. “Pero al mismo tiempo que eran tan apreciadas, también provocaban desconfianza (…). Pues cuando los críticos –y eran muchos– explicaban qué tenían de objetables las especias, tendían a señalar las mismas razones por las que les gustaban a sus admiradores: los méritos del sabor, la exhibición, la salud y la mejora sexual se trasmutaban en los pecados mortales del orgullo, el lujo, la gula y la lujuria. Eran gustos que no tenían nada de inocentes y en eso radicaba gran parte de su atractivo”.
Aunque las principales especias se originaban en Asia, no faltaban las de otras procedencias. “A principios del siglo XIV el mercader florentino Francesco Balducci Pegolotti escribió una guía comercial en la que enumeraba 188 especias, entre ellas las almendras, las naranjas, el azúcar y el alcanfor”, pero, en todo caso, “se mire como se mire, la más excepcional de las especias, y con mucho la que tiene una mayor importancia histórica, es la pimienta”.
Por la época del descubrimiento de América, los musulmanes monopolizaban en ese momento el comercio de las especias. “En cada etapa del largo viaje del Oriente a Occidente, un intermediario diferente incrementaba el precio de modo que cuando llegaban a Europa, el valor de las especias era astronómico y había aumentado un mil por cien o incluso más”.
Desde la escuela elemental aprendimos que Colón buscaba llegar a la India por su interés en las especias y llevaba muestras de ellas para mostrárselas a los nativos, que nunca le dijeron que las conocían. Pero el genovés nunca renunció a la idea de haberlas hallado. Sin embargo, “ya en 1494, un tripulante de su segundo viaje, Michele da Cuneo, anota sobre las especias que ‘todos nos alegramos, dejamos de preocuparnos por las especias y pensamos sólo en este bendito oro’”.
La siguiente hazaña que merece mencionarse en esta historia es el viaje de Vasco da Gama. Su viaje duró dos años y recorrió cuarenta mil kilómetros. Cuando llegaban a un lugar desconocido aplicaban “la desagradable pero prudente costumbre de llevar consigo a un individuo conocido como el degredado, por lo general un criminal o un paria como un judío converso, cuya función era desembarcar para establecer los primeros contactos con la población local. En el caso altamente probable de un recibimiento hostil, el degredado se consideraba prescindible (…). Cuando el degredado de Da Gama desembarcó chapoteando aturdido en 1498, la costa de Malabar era el epicentro del comercio global de especias; hasta cierto punto, aún sigue siéndolo (…). La pimienta era la piedra angular de la prosperidad de Malabar”.
Lo que siguió fue la ejecución del proyecto del rey Manuel de Portugal de “convertir el océano Índico en un lago portugués (…). Perviviría, en algunas partes, casi quinientos años: fue el primero de los imperios europeos en Asia y el más duradero (…). En sus años de formación el Estado Da India portugués fue, como ha dicho un historiador, el imperio de la pimienta”.
El rey Manuel se jactaba de su éxito. Al regreso de Vasco da Gama “se hacía llamar ‘Señor de Guinea, y de la Conquista, Navegación y Comercio de Etiopía, Arabia, Persia y la India’ (…). En una de las misivas se regodeaba invitando a los venecianos a ir a comprar especias a Lisboa, y de hecho, en el desesperante año de 1515, no les quedó otro remedio”. Sin embargo, “la intolerancia religiosa y la actitud desdeñosa de los portugueses a la hora de establecer contactos, les sirvió sólo para acumular enemigos que con el tiempo habrían de salirles muy caros”.
En 1493 el papa Alejandro VI expidió una bula en la que repartía el mundo que estaban descubriendo. De cierto punto hacia el este pertenecía a Portugal y hacia el oeste era de España. Lo malo es que no tenían ni los conocimientos ni los instrumentos para aplicar con precisión el reparto establecido por el papa Borgia. “El verdadero objetivo de todos era controlar las fabulosas y lejanas Indias Orientales. ¿A quién pertenecían en realidad, a España o a Portugal? (La posibilidad de que pudieran pertenecer a los indios ni siquiera se planteó)”.
En 1511 partió hacia las Molucas la primera expedición portuguesa. Entonces los españoles dijeron que ese destino quedaba del lado español, según la bula del papa. Pero en 1539, el rey de España, siempre falto de dinero, “renunció a sus derechos sobre las islas de las especias a cambio de la suma de 350.000 ducados, con lo que pudo pagar la ceremonia de su inminente boda”.
“A finales del siglo XVI los comerciantes ingleses y holandeses hicieron su primera aparición en aguas asiáticas, impulsados por un ansia de conseguir especias (…). Mejor organizados y con menos escrúpulos que ningún mercader nunca visto en aguas atlánticas y asiáticas, combatieron a las potencias católicas, entre sí y contra todos los rivales y contrabandistas asiáticos para llevar las especias directamente al Herengracht de Ámsterdam o al Pepper Lane de Londres”.
Los holandeses fueron muy agresivos, rápidamente desplazaron a los portugueses de las Molucas (1605), después se apoderaron de los bosques de canela de Ceilán (hacia 1630) y de los puertos de la pimienta de Malabar (1661 y 1663) y, entonces, “las especias pasaron a ser, de hecho, un asunto protestante”.
Dice Turner que esa época, conocida como “la edad de oro de los descubrimientos, fue también la edad de oro de la piratería europea”. Aquí entra en escena Francis Drake, segundo marinero en darle la vuelta al mundo, vuelta en la que hizo la consabida parada en las Molucas en 1679 y de donde “partió con un cargamento de clavo y un acuerdo con el sultán Bahu de reservar el tráfico de clavo para los ingleses”. “A su regreso, entre peligros de asaltos de piratas, Drake se dio cuenta de que era mucho más barato saquear las naves a su regreso que hacer un viaje tan largo y peligroso”.
Lo que sigue es el enfrentamiento entre holandeses e ingleses, que se convirtió en guerra cuando los primeros torturaron y mataron a los ingleses que había en las Molucas. “La cuestión se zanjó por fin con la firma del tratado de Breda al final de la segunda guerra angloholandesa de 1665-1667. Los ingleses renunciaron a sus pretensiones en las Molucas a cambio del reconocimiento de su soberanía en una isla que habían conquistado a los holandeses, la (entonces) mucho menos especiada nueva Ámsterdam, mejor conocida como Nueva York, el nombre que le dieron los vencedores (…). Los holandeses se convirtieron en los dueños indiscutibles del tráfico de especias. Habían logrado lo que los portugueses habían intentado en vano: el dominio en el comercio de canela y pimienta, y un monopolio casi total del clavo, la nuez moscada y el macis”.
2
“Más de mil quinientos años antes de que Vasco da Gama navegase con sus tres pequeñas carabelas hacia la India, los romanos habían hecho lo mismo, pero en barcos más grandes y a una escala mucho mayor”. El geógrafo romano Estrabón, en el siglo I, cuenta que “una flota anual de unos ciento veinte barcos partía para una expedición de más de un año hasta la India”. “Los relatos sobre la India se conocían en Occidente desde la época de Heródoto (c. 484-c. 425 a. C.), y los viajeros griegos conocían la ruta por tierra hasta el norte de India al menos desde la época de las conquistas de Alejandro Magno”.
En el año 30 a. C., el emperador Augusto anexionó a Egipto, abriendo así vía directa hacia la India por el mar Rojo. Aun así, “Roma la India seguía siendo una nebulosa mezcla de fantasía y realidad, como en la descripción de Apuleyo (c. 124-170)”, en la que dice que la India está “donde las estrellas se alzan en los confines de la Tierra”. El comercio con la India rebajó los costos de las especias aunque, como dijo Persio (34-62), la pimienta era propia de la despensa de los ricos.
El más conocido libro de recetas romanas, De re coquinaria, probablemente escrito por Apicio en el siglo II, trae pimienta como ingrediente en 349 de las 468 recetas que contiene. Turner advierte que “la mayoría de la población del imperio vivía al borde o no muy por encima del nivel de subsistencia y, aunque sólo fuese por su coste, buena parte de las recetas más famosas de Apicio –por ejemplo el flamenco hervido y especiado– quedaban fuera de su alcance (…). Las especias resultaban un capricho caro. Sólo la pimienta estaba al alcance de gran parte de la población (…). En los días del primer imperio, con una libra de pimienta negra, la especia más barata y disponible, podían comprarse 40 libras de trigo, lo que equivalía al salario de varios días de un miembro de la ‘clase trabajadora’. Una libra del mejor aceite de canela le habría costado a un centurión seis años de trabajo”.
Turner cree que esos aparentes excesos sobre la glotonería romana son exageraciones de “los polemistas cristianos, que estaban obligados a retratar a Roma como un enorme y ávido sumidero”. Pero tipos como Juvenal o Plinio el Joven valoraban la moderación por encima de los excesos. Plinio escribió que “la comida ideal debería ser tan elegante como frugal”. Los excesos, eso sí, tenían sus protagonistas; Heliogábalo, por ejemplo, “daba de comer foie gras a sus perros, servía trufas en lugar de pimienta, perlas molidas con el pescado y guisantes engarzados en oro”. Pero predominaba otra visión: “Cicerón (106-43 a. C.) era de la opinión de que la mejor especia para su cena era –o debería ser– el hambre” y Suetonio cuenta que al emperador Augusto “le gustaban las cenas sencillas y sin pretensiones”. En todo caso, "Plinio el Viejo se quejó de que la India engullía la colosal suma de cincuenta millones de sestercios al año, y todo por culpa de la pimienta y otros caprichos orientales. La India y sus lujos estaban convirtiendo Roma en una ciudad de debiluchos”.
3
Las especias, “surgidas de la fabulosa oscuridad de Oriente, eran mercancías de otro mundo, pues las especias, se creía, crecían en el Paraíso”. San Jerónimo (c. 347-420) conocía a mercaderes que, al abandonar el mar Rojo e internarse en el océano Índico, escribe el propio santo, “llegan a la India después de casi un año, al río Ganges, que fluye alrededor de toda la tierra de Evila, y del que se dice que arrastra muchas especias de la fuente del paraíso. Aquí se encuentran carbunclos, esmeraldas y perlas brillantes, por las que arde de deseo el pecho de las mujeres nobles, y montañas de oro al que nadie puede acercarse debido a dragones, grifos y otros monstruos enormes, para que sepamos qué guardianes tiene la avaricia”. Comenta Turner a propósito del texto de san Jerónimo que “esta mezcla de ignorancia y piadosa cautela estableció el tono de los siguientes mil años”.
En el siglo VI, san Avito de Viena lo contó con claridad: “todas las cosas fragantes o hermosas que nos llegan, proceden de ese lugar”. Por esa misma época, san Isidoro de Sevilla contó que el paraíso terrenal, o jardín del Edén, “está sembrado de toda clase de árboles y frutales”, incluyendo el árbol de la vida. “Por desgracia para la humanidad, no obstante, este paraíso estaba rodeado de ‘una llama humeante semejante a una espada, o sea, que está cercado por un muro de fuego que por poco llega al cielo’”, informa san Isidoro. Colón pensaba lo mismo: “mientras navegaba al norte de Suramérica, en cubierta, a la vista de Trinidad, la estrella Polar se alzaba en el cielo y el mundo parecía girar fuera de su eje, Colón tenía la abrumadora y desconcertante impresión de que el barco estaba trepando, remontando la pendiente del paraíso. En aquel entonces se había llegado a la conclusión de que el mundo tenía forma de pera y que el paraíso se alzaba en una protuberancia parecida al pezón de una mujer”.
Esta confusión geográfica se debía a que “casi nadie de quienes intervenían en el tráfico de especias sabía qué o quién había detrás de la última transacción, y lo mismo podía decirse de las rutas de las especias. Solo los que las recolectaban sabían dónde crecía, muy pocos conocían adonde se enviaban y nadie tenía una imagen de conjunto. El tráfico estaba dividido en partes y pasaba de un intermediario a otro”. Nadie había visto jamás una mata de pimienta, lo que no le impedía describirla a san Isidoro de Sevilla (560-636): “El árbol de la pimienta crece en la India, en las estribaciones del Cáucaso. Visto desde el suelo, sus hojas se parecen a las del enebro. Lo bosques están custodiados por serpientes y, cuando la pimienta está madura, los habitantes de esa región les prenden fuego. Las serpientes huyen del fuego que ennegrece la pimienta”.
4
Durante el siglo III el tráfico de especias pasó a los árabes. En los siglos siguientes mermaron las cantidades en Europa y “los principales proveedores de especias fueron los comerciantes bizantinos y judíos”. A éstos reemplazaron los ejércitos del Islam. Ya en el siglo VIII, los mercaderes del Islam tenían sus propios enclaves en la India y en China y casi un monopolio, con la excepción de unos pocos judíos. “A finales del siglo X, el Mediterráneo era un mar hostil para los cristianos”. “En esta era de fragmentación los judíos estaban mejor situados que nadie para salvar y aprovechar las diferencias entre la cristiandad de principios de la Edad Media y el Islam”.
“El éxito del tráfico de especias sirvió para fundar grandes fortunas y, sobre todo, a principios y mediados de la Edad Media, para acceder a la nobleza”. “Al igual que en la época romana, gran parte del atractivo de las especias consistía no tanto en que tenían buen sabor como en el hecho de que eran de buen tono (…). Las especias satisfacían la necesidad de alardear y consumir de forma ostentosa. El atractivo de las especias radicaba no tanto en que fuesen necesarias como en que no lo eran (…). Como dijo de una época posterior Max Weber (1864-1929) el lujo era ‘un medio de afirmación social’”.
“Hasta el siglo XII la Iglesia no aceptó que el comercio fuese una ocupación respetable, e incluso después persistieron los recelos (…). Comerciar con el infiel sólo servía para empeorar las cosas. La habilidad de los venecianos, en particular, escandalizaba a los creyentes más devotos y contribuyó a su reputación de mercaderes avariciosos e impíos. En 1322 el papa excomulgó a muchos ciudadanos principales de Venecia por negociar con potencias musulmanas”.
“El sabor más importante y duradero, y con mucho la especia más importante en la Edad Media fue la pimienta (…). Con el cambio de milenio la especia se convirtió en un elemento habitual de la dieta noble y monástica. (…) La pimienta iba camino de convertirse ya en un rasgo muy visible, muy apreciado y totalmente necesario en la nobleza (…): ‘Cuando el papa Urbano II proclamó la primera cruzada en Clermont en 1095, tanto la afición a las especias como el tráfico que las suministraba estaban firmemente establecidos’. (…) A mediados del siglo XII el anterior goteo de lujos orientales se había convertido en una especie de inundación”.
“Con el aumento del tráfico llegó un cambio lento, pero decisivo, en la consideración de las especias en Europa. Ya no estaban destinadas a unos pocos (…). En los libros de cocina de la época, las especias aparecen en casi la mitad de las recetas, a menudo con más de tres cuartas partes”. Un ejemplo: en la casa del duque de Buckingham –siglo XIV– consumían una media de dos libras diarias de especias. Algunos historiadores han interpretado este exceso porque a los europeos no les gustaba la comida rancia y podrida, entonces “las especias se utilizaban para disimular otros sabores menos apetitosos”. Puede que sí, pero, dice Turner, “los ingredientes podridos eran una preocupación mayor para los pobres, y éstos no tenían dinero para comprar especias”.
“Las especias eran aún más demandadas para el vino y la cerveza medievales”. Ya desde el siglo V, un santo, obispo de Rávena, “alude a la costumbre de frotar los odres de vino con especias fragantes para conservar el sabor del vino”. “Con la llegada de la tecnología del corcho y la botella en el siglo XVI, la necesidad de añadir especias al vino se volvió de pronto menos acuciante”.
“A principios del siglo XIII la mayoría de la población de Europa occidental no era libre y estaba ligada de un modo u otro a la tierra y a un señor (…). Para ellos ya sólo el coste garantizaba que las especias estuviesen fuera de su alcance (…). Para la mayoría, los únicos condimentos del menú eran el ajo, las hierbas aromáticas y la sal, aunque incluso la sal estaba fuera del alcance de algunos. (…) La mayoría del campesinado vivía en o justo por encima del nivel de subsistencia (…). El vino era un lujo ocasional. La carne, y sobre todo la carne de ave, era exorbitantemente cara”.
También las especias eran muy caras. “La excepción, al menos al final de la época medieval, era la pimienta. Gracias al éxito de los venecianos y sus competidores en transportar cantidades cada vez mayores de la especia desde Alejandría y el Levante hasta Europa, el coste cayó de forma constante a lo largo de la Edad Media. En Inglaterra, a mediados del siglo XII, el coste de una libra de pimienta oscilaba entre 7 y 8 peniques, el equivalente al salario de una semana de un trabajador en los viñedos (…). Cincuenta años después (…) una libra seguía teniendo el valor de unos cuatro días de trabajo”. En el siglo XIV, bajó a la mitad.
“La creciente disponibilidad de la especia para una franja cada vez mayor de la población es el primer vislumbre de un profundo cambio en la percepción. Pues, curiosamente, el abaratamiento de la pimienta para la gente común parece haber causado una pérdida de interés por parte de la nobleza (…) en el siglo XII la pimienta se había considerado apta para el rey (…). Dos siglos después, sus descendientes despreciaban la pimienta (…). El período en el que la pimienta pasó de moda, que empezó en torno a la mitad del siglo XIV, fue justo en que las importaciones de pimienta a Europa alcanzaron niveles sin precedentes (…). Un tratado médico de la escuela salernitana fechado en el siglo XV despreciaba la pimienta por ser ‘el condimento de los rústicos’”.
5
“En el siglo XIII antes de Cristo, en Egipto, introdujeron dos grandes trozos de pimienta por la nariz al cadáver del recién fallecido Ramsés II. Entre los romanos, la canela, en particular, era muy usada en los enterramientos (…). Tras la muerte del dictador Sila en el año 78 a. C., después de una agonía lenta y horrible causada por unos gusanos que le devoraron la carne, se reconstruyó su efigie con canela”. “Para los romanos la canela en particular no sólo olía a santidad, sino que santificaba (…). Quemada o aplicada a un cadáver, la especia desempeñaba un papel redentor”, pero, “por otro lado, es probable que los enterramientos con especias fuesen imposibles para los pobres”.
“Conforme a los evangelios de Lucas y Juan, el cuerpo de Jesús fue envuelto en lino y ungido de especias, ‘según la costumbre judía’ (…). Sin embargo, y a pesar de tan eminente precedente, es raro que los cristianos adoptasen el embalsamamiento con especias (…). San Agustín se preguntaba de qué servía que el cadáver estuviera ungido de canela y especias o envuelto en telas preciosas”. “A mediados de la Edad Media, la doctrina de la Iglesia insistió en que el cuerpo era despreciable, una simple envoltura de la que se deshacía el alma inmortal”, pero la costumbre persistió porque era necesario “ocultar el olor putrefacto”.
6
“Las especias se utilizaban para preservar tanto a los vivos como a los muertos (…). Según la mentalidad medieval, las especias y la medicina eran una y la misma cosa (…). El boticario y el especiero eran la misma cosa”.
“En la Edad Media (…) la cocina era la dietética. La preocupación del escritor culinario medieval era tanto conservar o devolver la salud como conseguir un efecto estético. La cocina era considerada más una ciencia médica que un arte. Hay un eco distante de este pasado en el término moderno receta, que tiene su origen en los principios médicos de la escuela salernitana”. Un autor inglés decía en 1547: “un buen cocinero es en parte un buen médico” y “la coincidencia medieval entre la cocina y la salud es particularmente relevante para entender el gusto por las especias (…). Se creía que las especias curaban, mitigaban y rectificaban tanto como agradaban”.
Siglo V, el Syriac Book of Medicine: “La pimienta se prescribe para una cantidad sorprendente de enfermedades: hay que verterla en los oídos en caso de parálisis de algún miembro o dolor de oídos, se recomienda mucho para las irritaciones en las articulaciones y los órganos excretores, para los abscesos en la boca y las pústulas de la garganta, para la debilidad general, para los dientes negros y sueltos, para el cáncer de boca, el dolor de muelas, la gangrena y las secreciones malolientes, para la ronquera, para los esputos purulentos, para las enfermedades pulmonares, para los dolores internos y de pecho, mezclada con grasa de chacal; como somnífero; para las afecciones cardiacas y los problemas de estómago; para el estreñimiento y las quemaduras solares; para el insomnio, las picaduras de insecto, para la acidez y la mala digestión; para los enfriamientos de estómago, los temblores y los parásitos; para el hígado graso, las úlceras hepáticas, los gases y la disentería, para la ictericia, el bazo endurecido, los intestinos sueltos, la hidropesía, las hernias y el malestar general”.
“Parece sensato concluir que el uso médico de las especias fue la razón principal de la supervivencia del comercio a larga distancia durante los años oscuros de la Alta Edad Media”. “La nueva ciencia estaba dirigida y ejemplificada por la escuela médica de Salerno, que aparece por primera vez como centro de erudición en el siglo X”. La pimienta servía para todo: Pedro Hispano (c. 1215-1277), autor de Dietas universales y dietas particulares, una de las obras médicas más consultadas de la Edad Media, afirmaba que “la pimienta es buena para la visión borrosa (…). El naturalista isabelino Edward Topsell apunta que los caballos que tengan los ojos irritados pueden tratarse con una cataplasma de clavo molido, agua de rosas, vino malvasía y agua de hinojo frotada en el ojo”.
Aparte de esto, “El monje franciscano y polímata Roger Bacon (c. 1220-c. 1292) recomendaba una mezcla de carne de víbora, clavo, nuez moscada y macis para retrasar el inicio de la vejez” y “Juan Gil de Zamora recetaba pimienta y canela para la epilepsia, lo gota, la locura, el reuma y el vértigo”.
Las especias eran también útiles en medicina veterinaria. “El franciscano español Juan Gil de Zamora (1140-1320) afirmaba que un halcón reumático podía curarse con una mezcla de ámbar molido, jengibre y pimienta (…). En 1350 el papa Inocencio VI compró especias para animar a un melancólico loro papal”.
Según las creencias medievales, una de las posibles causas de las pestes eran “los vapores mefíticos y los olores transportados ‘por un aire podrido y corrompido por una propiedad oculta y secreta’”. Esa creencia se prolongó a largo de los siglos, de modo que fue frecuente que la gente fumigara. Y si tenían suficiente dinero, lo hacían con especias. “De acuerdo con Bocaccio, cuando la peste cayó sobre Florencia sus habitantes se acostumbraron a ‘llevar en la mano flores o yerbas aromáticas o diversas especias, que se llevaban a menudo a la nariz’”.
Dos siglos más tarde, “siempre que Isabel I de Inglaterra se dejaba ver en público (…) llevaba guantes de cuero español perfumado con agua de rosas, azúcar y especias, además de, por si las moscas, una poma con las especias más caras (…). Isabel I de Inglaterra se bañaba sólo una vez al mes ‘tanto si lo necesitaba como si no’”.
Constantino el Africano (1020-1087) fue “una de las figuras intelectuales más importantes de su época”, traductor del árabe al latín de, mínimo, treinta y siete libros, “entre ellos muchas traducciones de originales griegos olvidados desde hacía mucho tiempo”, además de ser el autor del libro sobre sexo más consultado durante la Edad Media, “la principal obra científica sobre la materia, pues trataba todos los aspectos sobre la salud sexual, aunque desde un punto de vista algo mecánico y enteramente masculino (…). La búsqueda del afrodisiaco perfecto ha sido, de manera abrumadora, una preocupación masculina (…). Las especias aparecen en casi todos los remedios de Constantino. Para la impotencia aconseja un electuario de jengibre, pimienta, galangal, canela y varias hierbas, que debe tomarse con parsimonia después de comer y de cenar; como vigorizante matutino recomienda semillas de clavo con leche”.
“Para el erudito franciscano Bartolomé de Inglaterra, que escribió a principios del siglo XIII, los efectos eróticos de las especias eran parte del orden cósmico”. Diferentes autores, incluyendo del siglo XIX, coinciden en que la especia más recomendable como afrodisiaco es el jengibre. Aunque casi siempre lo que se recetaba era la mezcla de varias, como el médico egipcio Al Tifashi (siglo XIII), que “recomendaba canela, clavo, jengibre y cardamomo para ‘tener fuerza en el coito y útil para cualquiera que quiera copular dos veces seguidas’”.
7
“Hay otras aplicaciones literales de las especias, de las cuales la más antigua y duradera es el perfume: poesía para el olfato (…). Está claro que las principales civilizaciones de Oriente próximo tenían un amplio y sofisticado repertorio de perfumes a los que pudieron añadirse especias con facilidad cuando estuvieran disponibles”.
Plinio alude a un perfume, “una regia mezcla de muchos ingredientes exóticos y caros (…) entre los que se encontraban la canela, el cardamomo, la casia, el cálamo, el jengibre, el azafrán, la mejorana y la miel”. Sin embargo, “había acuerdo general en que la canela era la más escogida”. Además, “Plinio cita el precio de los diversos grados del aceite de canela, desde la forma mezclada que oscila entre los treinta y cinco y los trecientos denarios la libra, y la más pura, que va de unos exorbitantes mil a mil quinientos denarios, el sueldo de seis años de un centurión”.
“La crítica romana de la canela como un lujo vano e innecesario volvió con vigor renovado en las obras de los polemistas cristianos”. Clemente de Alejandría (c. 150-c. 211), que encabezaba a los cristianos de Alejandría, proclamaba que “la atención a los dulces olores es una trampa que nos conduce a sensuales lujurias”. Comenta Turner que “el ideal cristiano no era inodoro sino maloliente”. De hecho un anacoreta, Arsenio, se retiró al desierto para dormir “sobre esteras de palma podridas y humedecidas con agua estancada”. En esos tiempos, la ortodoxia cristiana la expresó el papa León el grande con una fórmula: “todo lo que complace por fuera es dañino para el interior del hombre”.
8
Entre los judíos, he aquí un testimonio del siglo V a. C.: “Habló más Jehová a Moisés diciendo: tomarás especias finas, de mirra…, de canela aromática…, de cálamo aromático…, de casia… y de aceite de olivas. Y harás de ello el aceite de la santa unción…” (Éxodo 10, 22-23). “En época del profeta Jeremías, a finales del siglo VII a. C., Yahvé ya no estaba interesado: ‘¿para qué a mí este incienso de Saba y la buena caña olorosa de tierra lejana? Vuestros holocaustos no son aceptables, ni vuestros sacrificios me agradan’. Isaías dice: ‘no me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación’”.
Siglo V a. C.: Heródoto viajó a Egipto y “reparó en que los egipcios añadían especias a sus sacrificios animales para que fuesen más del agrado de sus destinatarios divinos” (…). En esa misma época “se empleaban ungüentos para ungir a los faraones, los sacerdotes y las estatuas de los dioses destinadas al culto”. Algunos textos egipcios “sugieren que el incienso era también divino”.
Entre los griegos, según Luciano de Samósata, “el humo de los sacrificios funciona como una especia de teléfono celestial. Desde lo alto del Olimpo, Zeus recibe las oraciones levantando las baldosas del suelo de su palacio –trampillas que conducen a los mortales– y acepta las oraciones fragantes y rechaza las malolientes”.
“La religión romana era totalmente odorífera (…). Cicerón habla del incienso que se ofrendaba a las estatuas de los héroes (…). Virgilio describe los cien altares de Venus que humeaban incienso (…). Los romanos con mal de amores quemaban especias para atraerse a los dioses del amor (…). Cuando Julio César entró en Roma en procesión triunfal en el año 46 a. C., lo hizo rodeado de asistentes que portaban los incensarios de olorosos perfumes. Por mucho que el gesto agradase a las masas, para la élite senatorial, la violación por parte de César de una costumbre antes reservada a los dioses fue un ultraje”.
“Según una idea muy asentada en la teología medieval, Dios, Cristo, la Virgen y los santos, los difuntos santos y reales, por lo general olían a especias. Éstas eran ideas y prácticas en sí mismas herencia de un pasado pagano mucho más antiguo, miles de años antes de que Colón emprendiera su odisea en busca de las especias, no sólo eran el cielo y el paraíso los que olían a especias, sino los propios dioses”. En el siglo II, Atenágoras proclamó que Dios no necesitaba especias, pues “Dios es la fragancia perfecta” y, dos siglos más tarde, san Basilio (c. 329-379) dijo que “sin duda es algo execrable pensar que Dios valora los placeres del sentido del olfato”.
“Los hagiógrafos de los ermitaños que vivían en el desierto, rara vez dejan de aludir a su olor agradable (…) y del mismo modo en que se suponía que la santidad y el paraíso olían literalmente a especias, lo contrario también era cierto. Los demonios se traicionaban a menudo por su horrible hedor”. “Había cierta coherencia en suponer que podían contrarrestar la maloliente influencia del diablo. El uso de olores fuertes y agradables para expulsar una fuerza maligna y hedionda”.
“La sura 53 del Corán dice: ‘no he creado a los genios y a los humanos sino para que me adoren. No quiero de ellos provisión ni quiero que me alimenten’ (…). De hecho, las especias desaparecieron de la religión árabe en vida del profeta. Ninguna otra religión está tan desprovista de productos aromáticos u ofrendas físicas”.
En el siglo XII, alguien tan influyente como san Bernardo de Claraval reprochaba el uso de especias en los conventos: “pimienta, jengibre, comino, salvia y mil condimentos parecidos que deleitan el paladar pero inflaman la libido”. En todo esto había una contradicción: las especias eran a la vez “metáforas de lo divino y lo inefable”, pero los monjes “deploraban su uso en la tierra (…). Lo que estaba bien en el cielo era desagradable e incluso peligroso en la tierra”. Por la misma época de san Bernardo, san Jerónimo escribió unas cartas en 394 en las que establecía que “el futuro monje se abstuviera de la pimienta y de otras delicias como los pistachos y los dátiles, pues ‘cuando buscamos las exquisiteces nos alejamos del cielo’”. Dos siglos después, cuando san Benito escribió las reglas de comportamiento de su comunidad, “insistió en que la comida de los monjes debía ser sencilla, nutritiva y apropiada”.
“Quienes querían eliminar las especias de la dieta medieval no hicieron sino socavar su propio intento (…). De los muchos atractivos de las especias, reales o imaginados, tal vez ninguno fuese tan tentador como el atractivo de la fruta prohibida”. El pensamiento medieval tuvo todo un frente de ataque al lujo: “cualquier cosa que pareciera un artificio era una alteración de la creación divina, una perversión de la naturaleza. Aplicado a la mesa, este instinto purista cobró la forma de una iconoclastia culinaria: si el propósito correcto de la nutrición era nutrirse, el arte de la cocina era antinatural”. En este orden de ideas, “las especias eran una especie de anti-alimento que transformaba y ocultaba lo que Dios había hecho”.
“A lo largo del siglo XVII el margen de beneficio entre la compra y la venta final rondaba el dos mil por ciento”. Los holandeses tenían el monopolio y llegaron a quemar inventarios enteros con el fin de mantener elevado el precio. Ese monopolio se rompió y hacia el final del siglo XVIII: “la antigua combinación de rareza y valor eran ya cosa del pasado (…). Las especias habían sido arrastradas al mundo moderno, y con la modernidad llegó esa cualidad mortal, la accesibilidad”.
9
“Los siglos XVII y XVIII presenciaron una convergencia sin precedentes de los gustos burgueses y aristocráticos, cuyos efectos todavía nos acompañan. En torno a 1700 la distinción entre la comida de los grandes príncipes y la de clase media parecía cada vez más anticuada (…). Ocurrió que las especias ya no eran tan atractivas desde el punto médico, social e incluso espiritual. Con el Renacimiento se produjo una reorganización del cosmos según líneas menos teológicas y menos alegóricas, de modo que las especias perdieron su simbolismo y su antiguo significado de salud y santidad”. Además, “La era del Estado-nación emergente también fue la era de las cocinas nacionales, en ninguna de las cuales había demasiado sitio para las especias”. “Las especias perduraron en sitios aislados, pero ya no eran lo que habían sido”.
A fines del siglo XVIII ya “se había instalado la percepción de que las especias no tenían la menor sutileza y de que era mejor dejarlas para el tosco paladar de los orientales (…). Antonio Carême (1783-1833), fundador del estilo francés de la grande cuisine y árbitro del gusto decimonónico, consideraba el abuso de las especias como el abuso de la buena cocina”.
“Igual que las especias perdieron el favor de los vivos, también perdieron el de los muertos”. Hasta el siglo XIX las especias se usaban para completar los embalsamientos, pero el descubrimiento del formaldehído y el perfeccionamiento del embalsamamiento arterial, la práctica con la ayuda de especias quedó del todo obsoleta.
“Por fin, y tal vez sea lo más significativo, las especias perdieron su cualidad mística y casi mágica. Ya a finales de la época medieval los usos religiosos de las especias eran un vago aunque molesto recuerdo para un puñado de teólogos eruditos. Con la Reforma, incluso el incienso se prohibió en algunas iglesias (aunque no en todas) cuando los polemistas protestantes revivieron la antigua preocupación sobre los olores en el culto ‘como si la pompa de los rituales y los olores de las resinas y las especias pudieran complacer al Invisible’”.