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La pachanga

Yo estaba en casa echando humo, cuando timbró el teléfono y de aquel lado sonó firme la voz de Miguelón: -Te dije que a las 9 en punto. ¿Vas?

Yo: -Claro que yesssss.

Miguel: -Pues acaba de salir que ‘tamo’ aquí.

Efectivamente, al salir me esperaban en su carrito mamey, Miguelón y las cocotúas, dos mellizas flacuchas de cuello laaaaaaargo que lo acompañan a todas partes. Nada más hice montarme en el carro, cuando Miguelón dijo: -Pónganlo en sasón.

A lo que una risueña Cocotúa obedeció de inmediato, pasándome el vaso gigantesco del que bebía. Bebí aquello y, fuera lo que fuera, de una vez me quemó. En menos de dos cuadras iba yo cantando vociao.

Duramos un buen rato en llegar, íbamos conversando y bebiendo sin prisa, pues como en un momento dijo una de las cocotúas: -No hay hora para fiestar. ¿Verdad?

A lo que contestó una carcajada general.

En un barrio de la parte alta, no me pregunten cuál, pero mucho después de la Kennedy y después de un rato bureando -ya no quedaba nada en el vaso gigante de la cocotúa-, entre calles y callecitas, frente a una casita pequeñita color azul cielo, rodeada por muchísimas jeepetas y gente vestida para fiestar, Miguelón dijo: -Aquí es.

Mientras aún nos parqueábamos a unas cuadras de la entrada, unos tipos en smoking, muy servilmente nos abrieron las puertas del carro y nos escoltaron hasta la entrada. La casita y la puerta de entrada estaban rodeadas de vigilantes armados y una multitud de mirones. Tras cruzar la puerta de entrada, Miguelón dijo:

Esas son las ventajas de tener ese carrito mamey, dondequiera saben que llegó Miguelón.

Siguiendo a Miguelón y a las Cocotúas entré yo también, casi me desmallo, un vapor espeso salía de allí dentro, como en las discotecas y sonaba durísimo un merengue sobao de la banda gorda y un mar de grandísimos gordos bailaba sin parar.

De dentro de aquel gordísimo jolgorio alguien gritó: -Llegaron las Cocotúas.

Aquel maratón de obesos bailando, al escuchar aquel grito y al vernos, se tiró al piso haciéndonos reverencia, luego nos rodearon y a la vez un instinto por bailar nos integró completamente a la fiesta.

Nos sumamos a la pachanga como si hubiéramos nacido en ella. Nunca antes me habían tratado tan bien, como nunca antes yo había bailado tanto y tan sabroso, música de todo tipo sin parar, una chercha encendía en varios idiomas, pegados siempre unos de otros, sacudiendo todo y por supuesto, gozando.

Son muchas las cosas que puedo contar ahora de aquella noche, pero el tiempo afana y se acaba el espacio. Algo puedo siempre afirmar elevando los hombros: Yo estuve en la pachanga.

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