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Las aventuras del doctor Alquitrán

Después de aquel fogonazo que hizo subir una intensa llamarada rojiza de la catacumba y tras la palabras del recién subido Tremendo gordo, yo Emerson Vandalis agradecí como nunca lo había hecho antes en mi vida, en silencio y de una forma sincera, el hecho de que permaneciéramos vivos y al menos yo, con todos mis sentidos y funciones al máximo, incluso el olfato, que en principio pensé irrecuperable.

Tras durar un rato tirados allí, reponiendo fuerzas y retomando conciencia, como hacen quienes superan grandes cataclismos, otra vez tomé las riendas: Tomé los datos personales del Tremendo gordo, pues habiendo demostrado de tal forma ese talento fogonero, yo no podía sólo decirle goodbye.

Suele decirse que las cosas pasan por algo y no tuve ni que pensar lo que le diría al Tremendo Gordo para integrarlo a nuestro equipo, sólo tuve que ver mentalmente aquel llamarazo de la catacumba e inmediatamente le dije: - Tendrás picoteos con nosotros.

Tremendo Gordo: Jaja, si usted supiera, que Fideliza, mi mujer, dice que yo soy un desperdicio de hombre.

Vandalis: -Eso es indudable, ahora no es para que fogonees dondequiera.

Tremendo Gordo: Nooooo, yo también sufro, no tanto como los demás porque yo sé lo que viene. Mire, usted indíqueme y ’toy a sus órdenes.

El mundo siguió igual, cada quien ganando o perdiendo, las estrellas del firmamento iluminando, a veces lloviendo, a veces luna llena y cielo despejado, a veces un solazo. En fin, las cosas tomaban -como sucede a cada instante- el curso de la vida.

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