“1922”, de Antonio Rivero Taravillo

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

En los últimos tiempos son frecuentes los libros que se refieren a un año determinado y que su universo cronológico abarca los doce meses de determinado año. Por ejemplo, en el # 95 de Gozar Leyendo reseñé uno delicioso, 1927: un verano que cambió el mundo (si quiere ver, espiche aquí) del norteamericano Bill Bryson. Y hay más, uno sobre 1947, que no conozco, y otro de María Elvira Samper, 1989, un año particularmente violento en Colombia, con varias guerras simultáneas y muchos asesinatos, el año en que dejé de ser bípedo por causa de una bomba quiebrapatas. Ahora es el año 1922, el año de La tierra baldía y de Ulises, el año en que París era una fiesta.

Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), además de excelente poeta, lo primero, además de ensayista y narrador, es un consumado conocedor de las literaturas escritas en los idiomas de las islas británicas. Esto es lo que más se nota en este delicioso libro-crónica que cuenta lo que ocurría en 1922 principalmente en París: “En Inglaterra, el Daily Mail (…) ha concluido que este es verdaderamente el primer año del siglo XX” y esta afirmación hecha en tiempo real, se va volviendo cada vez más verdadera con el paso de los años, especial pero no exclusivamente, si la realidad se vive desde París. Veamos.

Para la cita siguiente, vale la pena aclarar antes que cuando habla de Tom, se está refiriendo a T. S. Eliot. Y que el Ezra que menciona es Ezra Pound: “la ciudad de París, imbatible centro artístico y literario, con escritores franceses como Proust, Breton, y tantos otros que van replegándose o están ya laborando para crear algún nuevo ismo, más muchos de otros idiomas que ahora residen allí (Babel junto al Sena) o pasan por la ciudad, como Tom, Ezra, Joyce y Yeats, que lo hacen en inglés –un inglés a veces preñado de otras lenguas–; son los protagonistas de la pletórica creación que emerge de esta encrucijada del tiempo y del espacio el año en el que Einstein la visita para exponer –espacio y tiempo– su teoría de la relatividad. Es lo que John Dryden llamó y llamaría hoy, si viviera, annus mirabilis, año de las maravillas. Pero hay otras piezas en el rompecabezas, fragmentos yuxtapuestos que componen esta cornucopia de transformaciones en la simultaneidad que hace que en el poema de Tom convivan mitos griegos, símbolos del Grial, la vida diaria de un oficinista, las frustraciones cotidianas de los contemporáneos, sus propias e íntimas congojas, de las que pocos saben y que él mismo preferiría no conocer. Hay también muchos otros protagonistas”. Ese mismo año, Cavafis se está jubilando en Alejandría y Pessoa lleva una vida de oculto oficinista en Lisboa. Y Marina Tsvetáyeva está en Praga, hospedada en casa de Iliá Ehrenburg; desde allí se escribe con un poeta ruso, Boris Pasternak. Y Anna Ajmátova, a quien sus amigos motivan que se exile en París, prefiere quedarse en Rusia, viviendo el duelo de su marido, fusilado hace poco por los comunistas. Mientras tanto, Italo Svevo, ex secretario de Joyce y su protegido, permanece en Turín terminando La conciencia de Zeno. En esos mismos días, pero en Alemania, Thomas Mann está terminando La montaña mágica. En febrero, John Dos Passos pasa por París, a finales de marzo, el ocasional visitante de la ciudad se llama Stefan Zweig y, a mediados de noviembre, Vladimir Mayakovski llega a París por primera vez. En la mismísima París vive Vicente Huidobro y el año entrante llegará César Vallejo a morirse en París con aguacero. “Pero no todo es urbano”, anota Rivero Taravillo: en el campo, retirado por completo, Rilke “termina las Elegías del Duino (ya comenzadas hace años y abandonadas) y los Sonetos de Orfeo en sólo veintidós días, como en un trance. Lo hace en el castillo de Muzot (Suiza)”.

Todavía no aterrizo en París: “Como Crevel, como Éluard, un escritor judío en lengua alemán, [Kafka], está enfermo de tuberculosis, y este año, igual que buena parte del anterior, lo pasa en sanatorios, no sólo por esa enfermedad sino también por sus nervios destrozados (…). El 30 de junio, un hermoso día en Praga, se jubila anticipadamente de su puesto en una mutua de accidentes laborales donde tenía un prometedor futuro (…). Libre de obligaciones y horarios, y con una pensión de mil coronas mensuales, que estira en su vida frugal y sin pretensiones en el confín de Bohemia, Franz Kafka es huésped de su hermana menor y aprovecha para continuar la novela El castillo”.

“Kafka ofrece en su propia vida una versión distinta de la relación Ulises-Telémaco, Dedalus-Bloom, Cummings-Pound y lo demuestra en su Carta al padre. Para él, su progenitor es una figura opresora, no suavizada por admiración ninguna, alguien que le quita el aire como una planta harta de oxígeno en una habitación cerrada de noche. En pocos párrafos queda esto más patente, como cuando lo imagina ocupando todo un mapamundi desplegado y le parece que para su vida sólo se pueden tomar en consideración los lugares que están libres del padre. ¿Pero cuáles, si los ocupa absolutamente todos?”. Entre un paréntesis informativo, les cuento que acaba de aparecer –publicada por Yarumo Libros– una nueva traducción de Carta al padre, debida al colombiano Sergio Bolaños Cuéllar.

Llego a París con un duelo: “La cuentista Katherine Mansfield (…) publica este febrero su colección de relatos La fiesta en el jardín. Vino a París poco antes a tratarse con un radiólogo que nada pudo hacer. Está muriéndose y, de hecho, expirará semanas después en Fontainebleau”.

Estoy en París; dice Rivero Taravillo: “en estas calles se halla el epicentro del terremoto que está sacudiendo a las artes y a la literatura y que no dejará más víctimas que las antiguas formas de crear, aplastadas bajo el temblor erecto de las nuevas”.

La gracia del poeta español es que humaniza a estos hombres que se convertirían en leyendas. Entonces uno ve, por ejemplo, a André Breton empleado para corregir En busca del tiempo perdido: “abandonados sus estudios de medicina, trabajó con el editor Gaston Gallimard, que le pagó a razón de cincuenta francos por sesión para que ayudara a Marcel Proust en la corrección de pruebas de El mundo de Guermantes, tercera parte de En busca del tiempo perdido, que crece y crece y requiere toda la atención del novelista. Breton leía las galeradas en voz alta y tuvo que lidiar con la laberíntica multitud de enmiendas y añadidos manuscritos. En un horario de trabajo singular: el noctámbulo Proust imponía que las sesiones comenzaran a eso de las once de la noche, para finalizar ya con las primeras luces del día”.

Y hay otros que no juegan como locales. Dos estadounidenses muy distintos entre sí, Ezra Pound y Ernest Hemingway. Hemingway vive en un apartamento diminuto que tiene dos piezas y una cocina minúscula, al que se llega subiendo cuatro pisos por una escalera estrecha y maloliente. Por si fuera poco lo pequeño del lugar, Hadley ha hecho subir un piano alquilado que ocupa la mayor parte de la salita, hasta el punto de que la mesa que había en ésta, ha habido que trasladarla al dormitorio. En cuanto a éste, apenas deja sitio para el colchón depositado en el suelo.

A pesar de lo distintos, Pound y Hemingway se relacionan a través del boxeo. Hemingway declara que “los primeros dólares que gané fueron, créanlo o no, boxeando, como sparring. Y no he perdido la afición”. “Ernest le enseña a boxear, y los dos hombres intercambian puñetazos de vez en cuando con el torso sudoroso y desnudo. Viene bien para entrar en calor. Será un excelente poeta y alguien con criterio literario al que otros persiguen para recibir un consejo o un contacto, pero Ezra es un mediocre púgil, piensa Hemingway, subido a la lona de la arrogancia de su edad aún juvenil y desde el ágil baile de piernas que el otro, tantas horas escribiendo o traduciendo, no puede permitirse”.

Por su parte, Pound es un buen cocinero y un tipo bastante fresco para entrometerse en los originales de los demás, como hizo con La tierra baldía de Eliot. Pero sus, cómo llamarlas, ¿extravagancias?, van mucho más allá: “se le ocurre una especie de broma macabra: hacerse el muerto, fingir su propio fallecimiento para dar esquinazo a los pelmazos, a los ladrones de su tiempo, y concentrarse en la obra que tiene pendiente. A los muertos no se los interrumpe, nadie los ronda salvo los necrófilos, tienen permiso para no ser molestados y pueden seguir trabajando con más intensidad aún que cuando estaban vivos (…). Ezra escribe a su padre diciéndole que puede que le lleguen noticias de su óbito, a las que no debe hacer caso, pero sobre todo, atención, no debe hacer caso (…). Resucitaré dentro de unas seis semanas”. Un amigo “piensa que lo que en realidad desea Ezra es que su nombre se revalorice y así embolsarse más por sus escritos, ahora textos póstumos y rarezas, por ser ya los últimos salidos de su pluma”.

Un gringo más en el paseo, el que llamaban Tom, T. S. Eliot. A Eliot le ayudan con dinero dos señoras. La primera es Lady Ottoline Morrell, “confidente, mecenas, paño de lágrimas del poeta”; a Lady Morrel se reconocen varias relaciones lésbicas, pero “no hace ascos a los hombres y, aunque casada, ha sido varios años amante de Bertrand Russell”. La otra es Virginia Woolf, quien “tiene la lengua afilada, lo mismo cuando habla, que parece que salpica líquido corrosivo, que cuando lleva su diario, que se diría que está escrito con ácido”. Y cuenta Rivero Taravillo: “Cada cual tiene sus manías. Se rumora que Tom [Eliot] se pone maquillaje de un leve color verduzco para aparentar ser más pálido y así, con aspecto cadavérico, resultar más interesante e inspirar lástima”.

En este París de 1922 también circula alguien que antes que pronto será una celebridad, el irlandés James Joyce: “No es un secreto que bebe en exceso, que se comporta habitualmente con arrogancia, que siempre vive del dinero de los demás a menudo con ingratitud, que no tiene dónde caerse muerto. Además, que a veces se despista con los amigotes y estos tienen que acompañarlo a casa mareado, por utilizar un eufemismo”.

En cierto momento Valery Larbaud le prestó su casa a Joyce: “a su mujer e hijos la casa les gustó mucho, pero a él el silencio de aquellas habitaciones lo distraía, qué raro, ¿verdad?, pues estaba acostumbrado a escribir con ruido”.

Quien se lo captó de entrada fue Eliot: conoció a Joyce en una cena en casa de Pound y “le resultó encantador pese a ser irlandés (no termina de entender a los de esta raza). Se nota que es un tipo absolutamente obsesionado con su obra, la cual antepone a todo lo demás”.

El proceso de edición del Ulises fue todo un parto, para decirlo con la clave, que no sin humor, propone Rivero Taravillo: “Todo parece guardar relación con la ginecología y la obstetricia. Si Ezra cree ser quien ha practicado la cesárea a La tierra baldía, Sylvia Beach se considera por su parte la comadrona que ayuda a dar a luz el Ulises. (…) El 2 de 2 del 22 (…). Joyce tiene desde hoy cuarenta, y como estaba previsto, si bien contra reloj, ya tiene en sus manos el primer ejemplar del Ulises (…). El maestro impresor Darantiere, en Dijon, a casi trescientos kilómetros de distancia, ha compuesto el libro en sus viejas máquinas (…). Es un trabajo manual en el que los operarios van buscando los tipos móviles en los chibaletes y montándolos en los renglones. Nada de linotipia. Todo se hace a mano”.

Unos tipógrafos franceses, que no conocen el inglés, armaron la primera edición del Ulises: “A las dificultades con el inglés se sumaron todas las indicaciones de flechas, llamadas y galimatías con las que Joyce –más que enfermo de la vista, aquejado de la incapacidad de dejar las cosas como están– ha ido asestando a las galeradas, a las que ha dejado como un ecce homo. (…). Sylvia Beach hace sus cálculos, y sentencia que hay entre una y media docena de errores tipográficos en cada una de sus varios cientos de páginas”.

Pocos meses después, de lo único que hablan los parisinos enterados es de esta novela. Sólo dejan de hablar de ella para referirse al otro fenómeno de esos tiempos, En busca del tiempo perdido. Sí, todos hablan de la novela del irlandés pero pocos logran meterle el diente: “Paul Claudel, probo católico y hombre de orden, protesta airadamente a Sylvia Beach por haber dado a la estampa esta inmundicia (…). Ford Madox Ford, autor de una reconocida obra maestra, tiene sin embargo palabras elogiosas para Ulises (…). Virginia Woolf no entiende Ulises; tampoco el entusiasmo de Tom [Eliot] por el libro. Ella no ha logrado pasar de las primeras doscientas páginas, ni siquiera un tercio del total”.

Joyce, ya celebridad por la segunda edición del Ulises, se encuentra con Proust en una fiesta donde están todos los que tienen que estar: “ambos hombres hablan de sus males y achaques: uno, de las jaquecas que padece y del pobre estado de sus ojos. El otro no es menos: se lamenta de sus problemas digestivos. Cuando el tema de la salud se agota, pescan en otros caladeros, a veces densos bancos de silencio porque la elocuencia etílica es sólo la otra cara de abotargamiento que ya empezaba a adueñarse del irlandés. Si no mete demasiado la pata es porque está falto de reflejos, pues a ser impertinente no le gana nadie, como cuando Ezra lo llevó por vez primera a una soirée en casa de Barney a la que asistía Valéry, gloria viva de las letras francesas, y Joyce lo único que dijo fue que Racine y Corneille le resultaban insoportables”.

El libro de Rivero Taravillo resulta delicioso. Además de saber medir las dimensiones de su resonancia, el poeta español ahonda en la dimensión humana de estos poetas y escritores que, para bien o para mal, forjaron buena parte de la sensibilidad literaria de nuestro tiempo.

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