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Perdedor

Nadie quiere saber del perdedor. Sobre todo, al amanecer, cuando el camino se hace menos sombra y el viento cruza por debajo de muros impotentes.

Todos temen subir por sus espaldas porque la esperanza carece de segundas partes. Todos, amigos y mentores, esquivan al perdedor. Prefieren el silencio a jugarse la suerte con el lodo.

Siempre se prefiere la copa de vino descorchada y la cita eficaz. Pocos admiran el tejido del árbol disecado. Vivos y dolientes, juiciosos y mendigos, rufianes y valientes se cuidan las espaldas porque saben mentir cuando miran de soslayo al perdedor. Saben no darle la mano cuando cae. Pisan la tierra con leve pasión, como si sus viajes pudieran durar la eternidad.

A nadie le gusta soltar el rostro en plena encrucijada: la realidad de los ciegos no puede caber en las formas de lo eterno. Pero el aliento y las hojas que no caen pasarán como imágenes eternas dentro del pie que anda no están también perdidas, aunque lo parezcan. No tienen precio, aprenden a vivir y caminan por los bosques sin detenerse ante los duendes.

La tierra mojada atrae al perdedor. Es parecida al plano eterno y nadie quiere las páginas profanas. No viste como el peor homicida. Como buen experimento nació para cubrir sus propias aberturas. Y en eso pierde el tiempo.

El perdedor prefiere el pelo recortado y los lentes invisibles, precisamente porque es un animal que ignora del umbral de los retoños. El destello virtuoso no cabe en su aventura. No trae la dicha del azar.

Llegará a la meta imaginaria que una vez trazó en la tierra humedecida. Con pulsos y reflejos llega y vivirá feliz como el mejor perdedor, sin hormigas en la boca, pero sí la cuenca de sus manos.

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