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Avispas

A la cueva del ahorcado llegan las avispas con un extraño sentimiento de crueldad. No acuden en busca del rumor, ni de resurrección crepuscular. Las avispas llegan porque quieren desafiar la salvaje blancura de sus límites: no pretenden irritar la piel de las paredes, sino morir petrificadas por transparencias inmóviles.

Para ellas, azar es un símil de la lluvia. Saben que no van a salir siendo avispas. Caen a los pies del círculo del encantado a pesar del aviso: todos tienen derecho a elegir su propio desafío sin otro deseo que la breve incertidumbre. Por eso mueren con encanto –pero mueren–, desnudas como el viento que las trajo a su propia destrucción.

No buscan el juego de perder y canta su aliento inmortal. Tiene suficiente llama para no agotar la espera. Todo está a su favor porque sabe romper la desesperada cadena de la injuria: las avispas todavía creen en la inocencia y salen en los de la venganza.

Entre avispas se mueve el autosacrificio. Todos caerán en el azul, pero primero saltarán las ojeras del camastro: Merecen paz y sacrificio de cortar con enorme precisión.

Las avispas amanecen en campos indefensos y siempre podrán petrificar los terribles agujeros del fetiche.

Celebro su canto y lamento el buscar.

Es demasiado cruel la moraleja.

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